Era un capellán que mis tíos Alvaro y Felisa tenían en su quinta de Illas cerca de Avilés, y fué el hombre más original que ha producido Asturias después de la invasión de los árabes.
Me llevaron a confesar con él cuando yo tenía nueve años de edad. Graves amonestaciones me dirigió en aquella ocasión. Recuerdo que me aconsejó con mucho encarecimiento que cuando entrase a saco en la despensa de mi casa de ningún modo me comiese la mermelada con los dedos, sino que llevase para el caso una cucharilla escondida en el bolsillo.
Don Antonio Joyana era un hombre según Dios y según la naturaleza, pero no según los hombres. Por eso los hombres se reían de él. Tenía caprichos como los niños y antojos como las mujeres. Cierto día entró con mi padre en una tienda de paños y habiéndole gustado uno extremadamente no se contentó con comprar algunas varas sino que se empeñó en llevarse la pieza entera. Después la entregó a una hermana vieja y sorda con quien vivía, y ésta se puso a cortarle y coserle pantalones. Salieron tres docenas de ella, según contaban en Avilés.
En otra ocasión, cuando se celebraba con un banquete el santo de mi tía Felisa, presentaron en la mesa una botellita de licor muy linda y caprichosa. Verla don Antonio y quedar hipnotizado fué todo uno. Ya no pudo comer ni beber: ya no tuvo ojos más que para aquella botellita hechicera. Al fin, no pudiendo sufrir más tiempo su estado de congoja, se acercó a mi tía y le dijo al oído con voz temblorosa:
—Señora, si después que se haya vaciado me regalase aquella botellita azul de licor se lo estimaría como un gran favor.
Mi tía se lo prometió riendo y la calma renació en su espíritu.
Tal era aquel hombre singular y tal quisiera que fuereis vosotros también. Porque era un sabio que servía a Dios y amaba a su prójimo.
—¿Era un sabio?
—Sí, era un sabio. Pasaba su vida o rezando o leyendo. Poseía gran copia de libros que tenía amontonados en sendos cajones de azúcar, los cuales no yacían en el suelo sino que pendían del techo colgados por fuertes cordeles y se balanceaban al más leve contacto dentro de su habitación. Acaso juzgara don Antonio que así columpiados sus libros estarían mejor dispuestos para comunicarle la ciencia que guardaban.
Don Antonio Joyana trataba a los hombres solamente como hombres. Para él un zapatero era un hombre y un marqués otro hombre. Las diferencias sociales nada añadían a sus ojos a la imagen de Dios.
Recuerdo que en una jira campestre, a la cual asistí, siendo ya un joven, y en la cual tuvimos el honor de llevar con nosotros a algunos empingorotados personajes y a unas damiselas más pagadas de su estirpe que las hijas de una familia reinante, don Antonio comenzó a tratar a estos personajes con tal confianza y tan graciosa familiaridad que nos hizo mucho reír. ¡Pero los próceres, y sobre todo las altas y poderosas señoritas no reían, no! ¡Qué cara de vinagre! ¡Qué gestos despectivos!
«¡Bravo, don Antonio!»—exclamábamos todos en voz baja con íntimo regocijo.
Y don Antonio sin ver nada, sin advertir los gestos desdeñosos y las miradas coléricas iba de uno a otro aristócrata, de una a otra damisela, poniendo a aquéllos la mano sobre el hombro, dirigiendo a éstas saladas cuchufletas, que dicho sea con verdad, resultaban un poco burdas.
Fué una de las pocas veces en que vi a la verdad y a la naturaleza triunfar de la convención y la mentira.
Los hombres de este temple, ni se asombran de nada ni tienen miedo a nadie.
Una tarde entraron de improviso algunos ladrones enmascarados en la posesión de Illas. Después de sorprender a los criados que estaban en la planta baja de la casa y haberlos maniatado y amordazado subieron al piso superior y penetraron en la habitación de don Antonio. Este se hallaba leyendo como de costumbre.
—¡Alto, no se mueva usted!
Don Antonio levantó la cabeza y paseó una mirada con más curiosidad que miedo por aquellos foragidos. Entre ellos había uno de tan exigua estatura y corpulencia que parecía un chicuelo de catorce o quince años. Don Antonio se fijó en él, y alzándose de la silla entre risueño y encolerizado, le sacudió por el brazo, diciéndole:
—¿A ti, mequetrefe, quién te ha metido en estas aventuras? ¡Anda a la escuela, majadero!
Sacando luego una llave del bolsillo la tiró al suelo.
—Ahí en ese armario tenéis todo el dinero que hay en casa. ¡Cuidado con romperme la botella de tinta que está junto al talego!
Después se sentó otra vez y siguió leyendo.
Pues bien, este hombre virtuoso y magnánimo, siento decirlo, pagó también su tributo a la flaqueza humana. Una pasión desgraciada apoderándose de sus sentidos y empañando los más claros principios de su intachable conducta logró en cierta ocasión empujarle al crimen.
No fué una mujer hermosa la que inspiró aquella pasión loca que tan gravemente comprometió la salvación de su alma, sino unos animales inmundos.
Mi tío Alvaro hacía criar algunos cerdos en la posesión de Illas para el abastecimiento de su casa. Don Antonio desde el primer año que allí estuvo se comprometió a vigilar su crianza. ¡Nunca hubiera tomado sobre sí este cargo! A la manera que un joven libertino, satisfaciendo los caprichos de su querida, colmándola de regalos y vaciando el bolsillo para adornarla con preciosas joyas, va poco a poco hundiéndose en el amor y perdiendo su albedrío, así nuestro capellán, procurando toda clase de regalos nutritivos y mimando a aquellos groseros animales, cual si fuesen hijos de sus entrañas, quedó preso en las redes de una pasión desgraciada.
No le bastaban las más finas verduras y legumbres de la huerta, no le bastaban los relieves de su mesa y de la de los criados, no era bastante el maíz y la harina que sustraía del pienso de las vacas y caballos. Llegó a entrar en el granero donde se guardaba el trigo con que pagaban su renta los colonos de mis tíos y tomar de allí serias cantidades para satisfacer la voracidad de sus adorados cerdos.
Cuando se acercaba el día de la matanza nuestro capellán perdía el apetito y el sueño. Se le veía silencioso y taciturno. Pasaba largos ratos contemplando con ojos enternecidos a aquellas inocentes criaturas que presto iban a sucumbir de muerte violenta. Y el día mismo llegado, don Antonio desaparecía de casa y no volvía a ella hasta la noche.
Al año siguiente igual. Don Antonio se prometía no apasionarse por aquellos pequeños y tiernos animalitos que le entregaban; pero viéndoles comer, viéndoles engordar no podía resistir al atractivo de sus encantos y se entregaba. Su ardiente caridad iba más allá que la de San Francisco. Porque si éste decía: «—Hermano borrico», don Antonio decía: «—Hermano cochino». Acaso querría indemnizarse de las muchas veces que había tenido que exclamar para sus adentros: «¡Cochino hermano!»
Pero voy a narrar con mucho disgusto de qué modo el demonio tentó y sedujo a aquel santo varón y le arrastró a cometer una acción vergonzosa.
Cuando vino mi tío Alvaro durante el verano a pasar algunos días en Illas los criados le enteraron de los abusos que don Antonio cometía contra el granero en favor de los cerdos. Esto le disgustó como puede suponerse. Llamó al capellán y le hizo amigable y dulcemente algunas observaciones. Don Antonio bajó la cabeza y prometió atenderlas.
Pero allá en el infierno Satanás se frotó las manos y exclamó riendo: «¡Ya veremos!»
Una noche entre las doce y la una se hallaba mi tío entregado al sueño cuando un criado llamó quedo a la puerta de su alcoba. Despertó sobresaltado y le invitó a que entrase.
—¡Señor, hay ladrones en casa!—le dijo al oído.
Esta noticia no era a propósito para tranquilizarle.
—¿Dónde están?
—Acaban de entrar por la puerta de atrás en la cocina de abajo—le respondió con voz de falsete tenue como un soplo de la brisa de Mayo.
Mi tío comprendió que ya era imposible oponerse al asalto de su casa. Se sentó en la cama dispuesto a esperarlos y dijo:
—Ve a ver lo que hacen.
Al poco rato apareció de nuevo.
—¡Señor, están ya en el comedor!
A mi tío, aunque hombre valeroso, le latía con violencia el corazón.
—¡Señor, han llegado a la escalera y empiezan a subirla!
Desapareció el criado y tardó un rato en presentarse de nuevo. Cuando lo hizo al cabo, venía apretándose las ijadas de risa.
—¡Señor, si es don Antonio que viene con un saco!
—¿Don Antonio? ¿Un saco?
—Sí, señor; sin duda va al granero a robar trigo para los cerdos.
Mi tío respiró con satisfacción, estuvo unos instantes suspenso y le dijo:
—Bueno, vete a la cama y no digas una palabra de esto a nadie. Ya lo arreglaremos mañana.
En efecto, al día siguiente pidió con un pretexto plausible la llave del granero al capellán y nunca más volvió a entregársela.
Yo no tuve conocimiento en aquella época de este grave pecado de don Antonio. Si lo hubiera tenido es casi seguro que se lo hubiera perdonado. ¿No me había perdonado él que entrase furtivamente en la despensa y me comiese las mermeladas de mi madre?
Declaro que me sentía atraído hacia aquel hombre, y mi primo José María igualmente. A los dos nos era extremadamente simpático, quizá porque adivinásemos en él un niño como nosotros, más grande y más sabio.
José María de las Alas era mi primo y mi tío a la vez, porque su madre era prima hermana de la mía y su padre hermano de mi abuela. Teníamos la misma edad y nos queríamos entrañablemente como si fuéramos hermanos. Pasábamos la vida juntos, él en mi casa o yo en la suya; y las horas de escuela también juntos porque asistíamos ambos a la de don Juan de la Cruz.
Pues un día, en las vacaciones de Agosto, nos vino a la mente la idea de hacer una visita a don Antonio Joyana en Illas. Quedamos en reunirnos a las ocho de la mañana en los soportales de Galiana, y en efecto desde allí emprendimos la marcha por la carretera en uno de los días más espléndidos de aquel verano.
¡Qué radiante sol! ¡Qué fresca brisa! ¡Qué gorjeos de pájaros! ¡Qué mugidos de terneros! ¡Cuán felices caminaban aquellos dos niños por la estrecha carretera guarnecida de zarzamora!
La posesión de Illas dista de Avilés algunos kilómetros, no sé cuántos; nosotros los recorrimos en poco más de una hora. Nos recibió a la puerta de casa Pepa, la vieja hermana de don Antonio, y nos dijo que éste se hallaba en su cuarto y nos invitó a subir.
Llamamos a la puerta del gabinete con los nudillos de los dedos.
—¿Quién va?
—Somos nosotros.
—¿Quiénes sois vosotros?
—José María y Armando.
—Estoy rezando.
Puesto que don Antonio estaba rezando, nosotros debíamos sentarnos en la escalera y aguardar a que terminase. Así lo hicimos y esperamos un buen rato. Al cabo apareció con su gorro negro y sus gafas azules y nos abrazó dando muestras de gran regocijo. Pasamos a su cuarto donde todos los elementos estaban mezclados y confundidos como en el caos, y procedió a descolgar de la pared dos sillas que pendían de sendos clavos y nos hizo sentar en ellas. Después, dando paseos por delante de nosotros con las manos a la espalda, se informó prolijamente de la tarta de borraja y del queso de almendra que habíamos comido en casa de la tía Bruna el día de su cumpleaños, del moquillo que estaba padeciendo Milord, el perro del tío Víctor, de las ciruelas que la tía Felisa había cosechado en la posesión de los Carbayedos y de otros extremos no menos interesantes que nos llegaban directamente al alma. Cuando hubimos terminado de desahogar nuestra conciencia, don Antonio nos preguntó muy cortésmente si teníamos hambre. Antes que le hubiéramos respondido llamó a grandes voces por el hueco de la escalera a su hermana y le ordenó que nos sirviesen lo más pronto posible algo de almorzar. Después se acercó a la ventana, la abrió de par en par y se asomó a ella. Una sonrisa de felicidad incomprensible dilató su rostro.
—¡Mirad, hijos míos, mirad!
Nos asomamos como él y vimos allá en el fondo del patio tres o cuatro cerdos tan gordos que no se podía entender cómo escapaban a la apoplejía.
—¿Qué os parece?—nos preguntó triunfante.
—¿Por qué no los matan ya?—pregunté yo con la mayor inocencia.
Don Antonio me dirigió, al través de sus gafas, una mirada pulverizante. Pero meditó sin duda que yo era un pequeño pagano con una cultura superficial y no se dignó responder.
—Ahí donde los veis, cada quince días aumentan media arroba de peso… Pero yo creo que Proudhon aumenta más.
—¿Cuál es Proudhon?—preguntó mi primo.
—El de la derecha, el de las orejas rajadas… Todas las noches antes de acostarme abro la ventana y les doy las buenas noches. Ellos levantan la cabeza cuanto pueden y me responden gruñendo.
Quedamos admirados de tanta inteligencia, lo cual hizo concebir a don Antonio una idea ventajosa de la nuestra.
Nos llevó inmediatamente a la huerta y nos obligó a admirar las coles, los guisantes y las cebollas que allí tenía. Antes que hubiésemos terminado de admirarlas llegó Pepa para hacernos saber que nuestro refrigerio estaba preparado.
Era una inmensa tortilla de jamón. Mi primo y yo nos arrojamos vorazmente sobre ella y en poco tiempo logramos dejarla bien chica. Pero el jamón estaba rabiosamente salado y pedimos agua con ansia.
—No la hay—nos respondió don Antonio en tono perentorio.
Quedamos aterrados.
—¿No hay agua?… ¡Pues nosotros tenemos mucha sed!
—¡Pepa!—gritó el capellán—saca dos botellas de la bodega y tráelas.
Vinieron dos botellas de vino blanco y pudimos saciarnos. Mas sucedió lo que ya puede concebirse. Un cuarto de hora después comenzamos a dar señales de trastorno mental. Tiramos algunos platos al suelo, nos desabrochamos la camisa, cantamos a gritos y llamamos vieja y fea a la hermana del capellán.
Este se puso serio y se dió cuenta, aunque tarde, de la gran imprudencia que había cometido. Inquieto en grado sumo no se le ocurrió al pobre hombre otra cosa que invitarnos a marchar a nuestras casas. Con gran premura nos hizo salir a la huerta y a paso largo nos condujo hasta la puerta enrejada de salida.
No habíamos dado cien pasos por la carretera cuando mi primo se detuvo repentinamente y echando miradas feroces a derecha e izquierda me anunció de un modo categórico que él, José María, era el chico más valiente de Avilés.
Esta declaración no pudo menos de dejarme estupefacto. Porque mi primo era un niño inteligentísimo, pero enfermizo y desmedrado a tal punto que en la escuela se burlaban de él y no pocas veces tuve que salir a su defensa.
Ignoro por qué, mas en aquel instante me inspiró tanta lástima que en vez de contradecirle le abracé y le besé con efusión manifestándole al mismo tiempo con la mayor vehemencia que nadie le pondría la mano encima en mi presencia y que estaba dispuesto a dar por él toda mi sangre. Pero él rechazó mis caricias con increíble ferocidad, diciendo que no necesitaba para nada de toda ni de parte de mi sangre porque se bastaba y se sobraba para hinchar las narices a todos los chicos de Avilés, tanto de la villa como de Sabugo.
Yo insistí en ofrecérsela con igual vehemencia y él en rechazarla con la misma ferocidad. Tan tercos nos pusimos ambos que faltó poco para que viniésemos a las manos, quiero decir para que me pegase, porque yo me hallaba en un estado de enternecimiento tal que me hubiera dejado matar antes que hacerle daño alguno. Las lágrimas corrían abundantes por mis mejillas y a cada instante me detenía para abrazarle y besarle, cosa que a él le indignaba muchísimo.
Alguna vez me descuidaba también en ofrecerle mi sangre de nuevo y entonces su furor no tenía límites.
Para demostrarme sus fuerzas excepcionales y su coraje se daba golpes en el pecho con los puños como un atleta y amenazaba con ellos a los aldeanos que íbamos tropezando por el camino y los desafiaba a singular combate. Yo observaba, con asombro, que en vez de irritarles con estos retos se ponían todos extremadamente alegres, reían a carcajadas y nos seguían con la vista largo trecho después que habíamos pasado.
En esta disposición llegamos a casa. Tanto mi madre como mi tía Justina pusieron el grito en el cielo al vernos; se apresuraron a llevarnos a la cama y mientras nos desnudaban estalló su indignación en muy pesadas palabras contra «el loco de don Antonio Joyana».