Perseo era hijo de Dánae, que a su vez era hija de un rey. Cuando Perseo era muy pequeño, unos malvados lo metieron con su madre en un arca y los tiraron al mar. Sopló el viento fuertemente y alejó el arca de la costa. Las olas la sacudieron como si fuera una cáscara de nuez. Dánae abrazó a su hijito temiendo por momentos que una ola mayor que las demás los sepultara para siempre en el fondo del océano. Pero el arca siguió navegando, y no se hundió ni zozobró, hasta que, al llegar la noche, navegaba tan cerca de una isla que se enredó entre las redes de un pescador y la sacaron con ellas a la costa. La isla se llamaba Serifo y en ella reinaba el rey Polidectes, que era hermano del pescador que había recogido por casualidad en sus redes a los pobres náufragos.

Este pescador, felizmente, era hombre justo y compasivo. Trató con gran bondad a Dánae y su hijo, y siguió protegiéndolos hasta que Perseo llegó a ser un hermoso mancebo, fuerte y activo, y habilísimo en el manejo de las armas. Pero, mucho antes de que esto sucediera, el rey Polidectes había visto a los dos extranjeros, madre e hijo, que habían llegado en un arca frágil a sus playas. No era Polidectes bueno y amable como su hermano el pescador, sino en extremo malvado, y decidió enviar a Perseo a una empresa peligrosa, en la cual probablemente perdería la vida, y así, quedándose la madre sin defensa, podría él causarle algún daño grande. Con este fin, aquel rey de mal corazón pasó tiempo y tiempo pensando cuál sería la hazaña de más peligro que un joven pudiera emprender. Cuando, por fin, halló una empresa que prometía tener el fatal resultado que deseaba, mandó llamar a Perseo.

El muchacho fue a palacio y encontró al rey sentado en su trono.

—Perseo —dijo el rey Polidectes, sonriendo hipócritamente—, eres un buen mozo. Tú y tu excelente madre habéis recibido muchos favores, tanto míos como de mi hermano el pescador, y supongo que sentirás no poder devolver algunos de ellos.

—Con permiso de vuestra majestad —respondió Perseo—, con gusto arriesgaría mi vida por lograrlo.

—Muy bien; entonces —prosiguió el rey, siempre con la sonrisa en los labios—, tengo una aventura de poca monta que proponerte; y, como eres un joven valiente y emprendedor, estoy seguro de que te alegrarás de tener tan buena ocasión de distinguirte. Debes saber, mi buen Perseo, que estoy en tratos para casarme con la bella princesa Hipodamia y, es costumbre, en ocasiones como esta, regalar a la novia algo elegante y extraño, que haya tenido que irse a buscar muy lejos. Debo confesar que estaba bastante perplejo, sin saber dónde encontrar algo capaz de agradar a princesa de gusto tan exquisito. Pero esta mañana me parece que he encontrado precisamente lo que necesitaba.

—¿Y yo puedo ayudar a vuestra majestad a conseguirlo? —exclamó Perseo con vehemencia.

—Puedes, si eres tan valiente como yo me figuro —repuso el rey Polidectes con la mayor astucia—. El regalo de boda que quiero ofrecer a la hermosa Hipodamia es la cabeza de la gorgona Medusa, con sus cabellos de serpiente; y de ti depende el traerla, querido Perseo. Y, como estoy deseando terminar los tratos para mi casamiento con la princesa, cuanto antes vayas en busca de la gorgona más me complacerás.

—Saldré mañana por la mañana —respondió Perseo.

—Te ruego que lo hagas así, valiente joven —aseguró el rey—. Y, al cortar la cabeza de la gorgona, Perseo, ten cuidado de dar el golpe limpio para no estropearla. La traerás aquí lo mejor conservada que sea posible, porque la princesa Hipodamia es muy delicada de gusto.

Perseo salió del palacio y, apenas había pasado la puerta, el rey Polidectes se echó a reír; le divertía mucho, tan malvado era, que el pobre muchacho hubiese caído en la trampa. Pronto corrió la noticia de que Perseo había decidido cortar la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes. Todo el mundo se alegró al saberlo, pues casi todos los habitantes de la isla eran tan malvados como el mismo rey, y se habrían alegrado muchísimo de que les sucediese algún mal muy grande a Dánae y a su hijo. Al parecer, el único hombre bueno de aquella desdichada isla de Serifo era el pescador. Cuando Perseo iba por la calle, las gentes le señalaban con el dedo y le hacían muecas de desprecio y le ridiculizaban, levantando la voz cuanto se atrevían.

—¡Ay, ay! —exclamaban—. Las serpientes de Medusa lo van a morder descaradamente.

Ahora bien; en aquel tiempo vivían tres gorgonas, y eran los monstruos más extraños y terribles que habían existido desde que el mundo es mundo, y después no se ha visto ni se volverá a ver cosa más terrible. La verdad es que no sé con qué nombre de monstruo nombrarlas. Eran tres hermanas, y parece que tenían cierta semejanza remota con las mujeres; pero en realidad eran una temerosa y dañina especie de dragones. Es realmente difícil imaginar qué espantosos seres eran las tres hermanas. Porque en vez de cabellos, tenía cada una en la cabeza cien serpientes enormes, vivas todas, que se retorcían, se enredaban, se enroscaban, sacando sus lenguas venenosas y ahorquilladas en la punta. Los dientes de las gorgonas eran terriblemente largos. Las manos las tenían de bronce. Y el cuerpo, cubierto de escamas, que, si no eran de hierro, eran por lo menos tan duras e impenetrables como él. También tenían alas, y hermosísimas, os lo aseguro, porque todas las plumas eran de oro purísimo, brillante, centelleante, bruñido; podéis imaginaros cómo resplandecía cuando las gorgonas iban volando a la luz del sol.

Pero, cuando alguien llegaba a atisbar un reflejo de aquel resplandor, pocas veces se detenía a mirarlo, sino que corría y se escondía a toda prisa. Quizá creáis que tenía miedo de que lo mordiesen las serpientes que servían de cabello a las gorgonas, o de que lo destrozasen los terribles colmillos, o las garras de bronce. Todos esos peligros, aunque grandísimos, no eran los más difíciles de evitar. ¡Lo peor de aquellas abominables gorgonas era que, si un pobre mortal miraba de frente a una de aquellas caras, estaba seguro de que en el mismo instante su carne y sangre caliente se convertirían en piedra inanimada y fría!

Así es que, como comprenderéis perfectamente, la aventura que el malvado rey Polidectes había buscado para el pobre muchacho era peligrosísima. El mismo Perseo, cuando se detuvo a pensar, comprendió que tenía pocas probabilidades de salir con éxito y que tenía más posibilidades de convertirse en estatua de piedra que de volver con la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes. Dejando a un lado otras dificultades, había una que habría puesto en un apuro a cualquier hombre de mucha más edad que Perseo. No solo tenía que luchar con un monstruo de alas de oro, escamas de hierro, larguísimos dientes y garras de bronce con serpientes por cabellos, y cortarle la cabeza, sino que mientras estuviese luchando contra él no podría mirar a su enemigo. Porque, si lo miraba, al levantar el brazo para herirle se convertiría en piedra y se quedaría con el brazo en el aire siglos y siglos, hasta que el tiempo, el viento y el agua lo destruyesen por completo. Y sería bien triste que le ocurriese esto a un joven que tantas cosas grandes tenía por hacer y tanta felicidad que gozar en este hermoso mundo.

Tanto desconsolaron a Perseo todos estos pensamientos que no tuvo valor para explicar a su madre lo que se había comprometido a hacer. Por consiguiente, cogió su escudo, se ciñó la espada, atravesó la isla y acabó sentándose en un lugar solitario; apenas podía contener las lágrimas.

Pero, cuando estaba más pensativo y triste, oyó una voz junto a él.

—Perseo —dijo la voz—, ¿por qué estás triste?

Levantó la cabeza de entre las manos, en las cuales la había escondido, y, ¡oh, asombro!, aunque creía estar completamente solo, vio a su lado a un desconocido. Era un joven de aspecto animoso y extraordinariamente despierto, cubierto con una capa, y que llevaba en la cabeza un gorro muy extraño y en la mano un bastón trenzado, también de modo sorprendente, y colgada al costado una espada corta y muy retorcida. Tenía aspecto de gran ligereza y soltura de movimientos, como hombre acostumbrado a ejercicios gimnásticos, a correr y a saltar. Y, sobre todo, tenía una expresión tan alegre, tan inteligente y tan servicial —aunque, por supuesto, un poco maliciosa— que Perseo se animó en cuanto le miró a la cara. Además, como en realidad era valiente, le dio muchísima vergüenza que alguien le hubiese encontrado con lágrimas en los ojos, como a un chiquillo de la escuela, cuando, al fin y al cabo, a lo mejor no había motivo para desesperarse. Se enjugó los ojos y respondió al desconocido prontamente, poniendo la cara más alegre que pudo.

—No estoy triste —dijo—, sino que pienso en una aventura que he emprendido.

—¡Oh! —respondió el desconocido—. Cuéntame en qué consiste y a lo mejor yo te sirvo de algo. He ayudado a muchos jóvenes en aventuras que al principio parecían bastante difíciles. Acaso hayas oído hablar de mí. Tengo varios nombres; pero el de Azogue me cae tan bien como otro cualquiera. Dime en qué consiste la dificultad, y hablaremos del asunto y veremos lo que se puede hacer.

Las palabras del desconocido animaron mucho a Perseo. Decidió exponer a Azogue todas sus dificultades, ya que las cosas no podían ponerse peor de lo que estaban, y acaso su nuevo amigo pudiera darle algún consejo que le sirviese de algo. Así que en pocas palabras le explicó el caso: el rey Polidectes necesitaba la cabeza de Medusa, con su cabellera de serpientes, para dársela como regalo de boda a la hermosa princesa Hipodamia, y se había comprometido a ir a buscarla, pero le daba miedo verse convertido en piedra.

—Y sería lástima —dijo Azogue con su maliciosa sonrisa—. La verdad es que serías una estatua de mármol de muy buen ver, y que pasarían unos cuantos siglos antes de que el tiempo pudiera destruirte del todo; pero más vale ser joven unos pocos años que estatua de piedra muchos.

—¡Oh, mucho más! —exclamó Perseo con los ojos húmedos otra vez—. Y además, ¿qué sería de mi madre, si su querido hijo se convirtiese en piedra?

—Esperemos que el asunto no tenga tan mal fin —respondió Azogue en tono animoso—. Precisamente soy la persona que tal vez pueda ayudarte más eficazmente. Mi hermana y yo haremos todo lo que podamos para que salgas bien de esta aventura, que ahora te parece tan desagradable.

—¿Tu hermana? —repitió Perseo.

—Sí, mi hermana —replicó el desconocido—. Es muy sabia, te lo aseguro; y yo, por mi parte, también suelo tener todo el talento que me hace falta. Si tú eres valiente y a la vez prudente y haces caso de nuestros consejos, no tienes que temer por ahora convertirte en estatua de piedra. Lo primero que has de hacer es pulir el escudo, hasta que puedas verte en él como en un espejo.

Esto le pareció a Perseo un principio de aventura más bien extravagante, pues pensó que más importante sería que el escudo fuera lo bastante fuerte para defenderle de las garras de bronce de la gorgona, que el que estuviese lustroso para poder verse la cara en él. Pero pensando que Azogue sabía más que él, inmediatamente puso manos a la obra y frotó el escudo con tal diligencia y buen deseo que pronto brilló como la luna en el mes de diciembre. Azogue lo miró y sonrió, en señal de aprobación. Entonces, quitándose la espada corta y retorcida, se la colgó a Perseo del cinto, en vez de la que llevaba.

—No hay espada en el mundo más apropiada al propósito que llevas —observó—. La hoja tiene un temple excelente y corta el hierro y el acero como tallos tiernos. Y, ahora, en marcha: lo primero que tenemos que hacer es buscar a las tres mujeres grises, que nos dirán dónde podemos encontrar a las ninfas.

—¡Las tres mujeres grises! —exclamó Perseo, a quien esto parecía únicamente una dificultad más en la aventura—. ¿Quiénes son esas tres mujeres grises? En mi vida he oído hablar de ellas.

—Son tres viejecitas muy raras —dijo Azogue riendo—. No tienen más que un ojo para las tres, y un diente. Tendrás que buscarlas a la luz de las estrellas o en las sombras de la noche, porque nunca se dejan ver cuando brillan el sol o la luna.

—Pero —dijo Perseo— ¿a qué perder el tiempo con esas tres mujeres grises? ¿No sería mejor ir inmediatamente en busca de las terribles gorgonas?

—No, no —respondió su amigo—. Hay bastantes cosas que hacer antes de encontrar el camino que te lleve a las gorgonas. No hay más remedio que ir en busca de esas tres señoras. Y cuando las hayamos encontrado, puedes estar seguro de que las gorgonas no andarán muy lejos. De modo que vamos rápido.

Perseo ya tenía tanta confianza en la sagacidad de su acompañante que no hizo más objeciones y aseguró que estaba listo para emprender inmediatamente la aventura. Empezaron a andar a buen paso, tanto que a Perseo le costaba trabajo seguir a su amigo Azogue. A decir verdad, se le ocurrió la peregrina idea de que Azogue llevaba un par de zapatos con alas, lo cual, naturalmente, lo ayudaba a las mil maravillas. Además, al mirarlo de reojo, porque no se atrevía a volver del todo la cabeza, le pareció que también tenía alas a los lados de la cabeza, aunque, si lo miraba de frente no se veían las alas, sino un gorro muy raro. Lo que sí era cierto es que el bastón trenzado ayudaba muchísimo a Azogue para caminar y lo hacía andar tan deprisa que, aunque Perseo era un muchacho fuerte, ya empezaba a perder el aliento.

—¡Vamos! —exclamó al fin Azogue, que de sobra sabía, pues era listo, el trabajo que al muchacho le costaba seguirle a su paso—. Toma este bastoncito, que me parece que lo necesitas bastante más que yo. ¿No hay en la isla de Serifo mejores andarines que tú?

—Mejor podría andar —dijo Perseo mirando atrevidamente los pies de su compañero— si tuviese un par de zapatos con alas.

—Buscaremos un par para ti —respondió Azogue.

Pero el bastón ayudaba tanto a Perseo que no volvió a sentir el menor cansancio. Parecía estar vivo en su mano y comunicarle algo de su vida. El joven y Azogue andaban ahora al mismo paso, con la mayor facilidad, hablando amistosamente; Azogue contaba historias tan divertidas sobre sus aventuras anteriores, y sobre lo bien que su ingenio le había servido en muchas ocasiones, que Perseo empezó a considerar que era una persona maravillosa. Evidentemente conocía el mundo, y nada es tan encantador para un joven como un amigo con esta clase de conocimiento. Perseo lo escuchaba con avidez, esperando aumentar su propio ingenio con todo lo que oía.

Por fin recordó que Azogue había hablado de una hermana suya, que había de prestar ayuda en la aventura que acababan de emprender.

—¿Dónde está? —preguntó—. ¿La encontraremos pronto?

—En cuanto la necesitemos —dijo su compañero—. Pero debo advertirte de que esta hermana mía es completamente distinta de mí. Es muy seria y muy prudente; no sonríe casi nunca; no se ríe jamás, y tiene por regla no pronunciar ni una palabra cuando no tiene algo muy importante que decir. Tampoco escucha conversación alguna que no sea totalmente razonable.

—¡Pobre de mí! —exclamaba Perseo—. No me atreveré a pronunciar ni una sílaba delante de ella.

—Es una persona instruidísima, te lo aseguro —continuó Azogue—, y domina todas las artes y las ciencias. En una palabra: es tan extraordinariamente sabia que muchas gentes la llaman la sabiduría personificada. Pero, para decirte la verdad, para mi gusto le falta viveza, y no creo que a ti te pareciese tan agradable como yo para compañera de viaje. Tiene cosas buenas, desde luego, y ya verás de cuánto te sirve para tu encuentro con las gorgonas.

Ya había anochecido casi por completo. Llegaron entonces a un sitio completamente desierto, silvestre, cubierto de malezas y zarzas y tan solitario y silencioso que parecía que nunca nadie hubiese vivido en él ni hubiese pasado por allí. Todo estaba vacío y desolado en el crepúsculo gris, que se iba haciendo cada vez más oscuro. Perseo miró a su alrededor más bien con desconsuelo y preguntó si tenían que ir mucho más lejos.

—Chiss, chiss… —susurró su compañero—. No hagas ruido. Precisamente es la hora y el lugar propicios para encontrar a las tres mujeres grises. Ten cuidado, que no te vean antes de que las hayas visto tú, pues, aunque no tienen más que un ojo para las tres, este ve tan bien como media docena de ojos vulgares.

—Pero ¿qué tengo que hacer —preguntó Perseo— cuando las encontremos?

Azogue explicó a Perseo cómo se las arreglaban las tres mujeres grises con su único ojo. Al parecer tenían la costumbre de usarlo por turno, como si fueran unas gafas o —cosa que les hubiese convenido más— un monóculo. Cuando una de las tres lo había disfrutado algún tiempo, se lo sacaba de la órbita y se lo daba a otra, la cual inmediatamente se lo ajustaba en la frente y gozaba un ratito de la vista del mundo. Fácilmente se comprende que solo una de las mujeres veía, mientras las otras dos permanecían en la oscuridad; además, en el instante en que el ojo pasaba de mano en mano, ninguna de las pobres señoras veía nada. He oído contar muchas cosas extrañas en mi vida y he visto bastantes; pero ninguna, a mi parecer, puede compararse con la rareza de estas tres mujeres grises, todas mirando con un solo ojo.

Esto mismo pensó Perseo, y tan asombrado estaba que llegó a figurarse que su compañero se estaba burlando de él y que no existían en el mundo semejantes mujeres.

—Pronto te convencerás de que es verdad —observó Azogue—. Chiss, chiss, chiss… ¡Ya vienen!

Perseo miró ansiosamente en la oscuridad de la noche, y con seguridad, a poca distancia, vio a las tres mujeres grises. Como la luz era escasa, no pudo ver exactamente qué cara tenían; solo vislumbró que sus cabellos eran largos y grises; y cuando se acercaron, vio cómo dos de ellas no tenían más que una órbita vacía en medio de la frente. Pero en medio de la frente de su hermana había un ojo brillante que centelleaba como un diamante en una sortija, y tan penetrante parecía ser que Perseo pensó que poseía el don de ver en la medianoche más oscura lo mismo que a mediodía. La vista de tres pares de ojos estaba concentrada en aquel ojo único.

De este modo las tres ancianas se las arreglaban, a fin de cuentas, casi tan cómodamente como si pudiesen ver todas a un tiempo. La que tenía el ojo en la frente llevaba a las otras dos de la mano, mirando intensamente a uno y otro lado; tanto que Perseo temía que pudiese atravesar con la vista la espesa zarza tras la cual él se había escondido con Azogue. Decididamente, ¡era terrible encontrarse a la vista de un ojo tan penetrante!

Pero, antes de llegar a la zarza, una de las tres mujeres grises exclamó:

—¡Hermana, hermana Espanto, ya hace mucho tiempo que tienes puesto el ojo!

Ahora me toca a mí.

—Déjamelo un momento más, hermana Pesadilla —respondió Espanto—. Me parece que estoy viendo algo detrás de aquella zarza.

—Bueno, ¿y qué? —respondió Pesadilla con malos modos—. ¿No puedo yo ver tan bien como tú lo que haya detrás de la zarza? El ojo es tan mío como tuyo, y creo que sé usarlo tan bien como tú, por no decir mejor. Quiero que me lo des inmediatamente.

Pero al llegar aquí, la tercera hermana, cuyo nombre era Quebrantahuesos, empezó a quejarse y dijo que era a ella a quien le tocaba tener el ojo, y que Pesadilla y Espanto siempre lo querían solo para ellas. Para terminar la disputa, Espanto se quitó el ojo de la frente y sosteniéndolo en la mano dijo:

—Pues tomadlo vosotras, y sea de quien quiera, y acabemos con esta disputa necia. Por mi parte, me alegraré mucho de estar un rato en la oscuridad. Cogedlo pronto o me lo vuelvo a poner en la frente.

Pesadilla y Quebrantahuesos extendieron las manos procurando ansiosamente arrebatarle el ojo a Espanto. Pero como ambas estaban ciegas, no conseguían llegar a la mano de su hermana; y, como en aquel momento Espanto estaba tan ciega como ellas, tampoco acertaba a poner el ojo en sus manos. Así, como fácilmente comprenderéis, las tres viejas estaban en grandísimo apuro. Porque, aunque el ojo brillaba y refulgía como una estrella, a ninguna de las tres mujeres alcanzaba una sola chispa de su luz, y estaban todas en la más completa oscuridad por su demasiada impaciencia por ver.

A Azogue le divertía tanto ver a Pesadilla y a Quebrantahuesos esforzándose en vano por encontrar a su hermana Espanto que apenas podía contener la risa.

—Ha llegado el momento —dijo en voz muy baja a Perseo—. ¡Rápido, rápido, antes de que alguna pueda pescar el ojo! ¡Quítaselo de la mano!

Y en un instante, mientras las tres mujeres grises seguían disputando, Perseo saltó de detrás de la zarza y se apoderó de la presa. El ojo maravilloso, al pasar a su mano, lució más brillante que nunca y pareció mirarle a la cara con aire de inteligencia, con la misma expresión que si hubiese tenido párpados para hacer un guiño. Las tres mujeres grises no sabían nada de lo que había sucedido y, suponiendo cada una de ellas que el ojo estaba en poder de una de las otras, empezaron de nuevo a discutir. Por fin, Perseo no quiso que las pobres viejas se insultasen más de lo necesario y creyó que había llegado el momento de las explicaciones.

—Señoras mías —dijo—, tengan ustedes la bondad de no enfadarse unas con otras. Si hay algún culpable, ese soy yo, porque tengo el honor de llevar en la mano vuestro brillante y maravilloso ojo.

—¡Tú, tú tienes nuestro ojo! ¿Y quién eres tú? —chillaron a un tiempo las tres mujeres grises. Porque, naturalmente, se asustaron muchísimo al oír una voz extraña y comprender que su vista había caído en manos de no sabían quién—. ¡Ay, hermanas, hermanas! ¿Qué vamos a hacer? ¡Ninguna de las tres ve nada! ¡Danos nuestro ojo precioso y único! ¡Tú tienes dos para ti solo!

—Diles —apuntó Azogue a Perseo— que se lo darás en cuanto te hayan dicho dónde puedes encontrar a las ninfas que tienen unas sandalias que vuelan, el saco encantado y el yelmo de la invisibilidad.

—Mis queridas, buenas y admirables señoras —dijo Perseo dirigiéndose a las tres mujeres grises—: no hay razón para que se asusten ustedes de ese modo. No soy un malvado, ni mucho menos. Devolveré el ojo sano y salvo, brillante como nunca, en cuanto me digan dónde puedo encontrar a las ninfas.

—¿A las ninfas? ¡Pobres de nosotras, hermanas! ¿Qué dice este hombre? —gritó Espanto—. La gente afirma que hay muchísimas ninfas: unas que se pasan la vida cazando en los bosques, otras que viven entre los árboles, otras que tienen cómoda morada en el agua de las fuentes. De ninguna sabemos nada nosotras. Somos tres ancianas desdichadas que vamos caminando en la oscuridad, que nunca hemos tenido más que un ojo para las tres, y ahora nos lo han robado. ¡Devuélvenoslo, buen desconocido! Quienquiera que seas, ¡devuélvenoslo!

Y las tres mujeres extendían la mano, intentando coger a Perseo. Pero él tenía buen cuidado de no acercarse.

—Respetables señoras mías —dijo, porque su madre le había enseñado a comportarse siempre con la mayor cortesía—: tengo el ojo en la mano, y lo conservaré con el mayor cuidado hasta que tengan ustedes la bondad de decirme dónde están las ninfas. Las que yo voy buscando son las que tienen el saco encantado, las sandalias que vuelan y… ¿cómo se llama?… ¡ah, sí!, el yelmo de la invisibilidad.

—¡Desgraciadas de nosotras, hermanas! ¿De qué habla este joven? —exclamaron Espanto, Pesadilla y Quebrantahuesos dirigiéndose unas a otras con gran apariencia de asombro—. ¡Un par de sandalias que vuelan! Pero ¿no comprende que si cometiera la locura de ponerse semejante calzado, los pies le echarían a volar por encima de la cabeza? ¡Y un yelmo de invisibilidad! ¿Cómo puede un yelmo hacer invisible a un hombre, a no ser que le cubra de pies a cabeza? ¡Y, por si fuera poco, un saco encantado! ¿Qué clase de bolso será ese? No, no, buen amigo; no podemos decirte nada de esas maravillas. Tú tienes tus dos ojos y nosotras uno para las tres; mejor podrás tú que nosotras, pobres mujeres ciegas, encontrar todo lo que buscas.

Perseo, oyéndolas hablar de aquel modo, empezó a creer que, en realidad, las tres mujeres grises no sabían nada de lo que les preguntaba, y le daba pena haberlas puesto en apuro tan grande; tanto que ya estaba a punto de devolverles el ojo pidiéndoles perdón por las molestias que les había causado; pero Azogue le sujetó la mano.

—No consientas que se burlen de ti —dijo—. Estas tres mujeres grises son las únicas en el mundo que pueden decirte dónde encontrarás a las ninfas y, si no consigues saberlo, nunca lograrás cortar la cabeza de Medusa con sus cabellos de serpientes. No te ablandes y todo saldrá bien.

Y sucedió como Azogue decía. Hay pocas cosas que la gente quiera más que la vista de sus ojos. Y las tres mujeres grises querían al suyo como si hubiese sido media docena. Viendo que no había otro medio de recuperarlo, acabaron por decirle a Perseo lo que este necesitaba saber. Y en cuanto se lo hubieron dicho, él, con el mayor respeto, puso el ojo en la órbita vacía de una de sus frentes, les dio las gracias por su amabilidad y se despidió de ellas. Antes de que el joven se hubiese alejado lo bastante para dejar de oírlas ya habían empezado otra disputa, pues dio la casualidad de que había entregado el ojo a Espanto, que ya había disfrutado de él antes de que empezase la cuestión con Perseo.

Es muy posible que las tres mujeres grises tuvieran demasiada costumbre de turbar su armonía con peleas de esta clase; lo cual era muy lamentable, ya que no podían vivir unas sin otras y estaban, evidentemente, destinadas a ser compañeras inseparables. Como regla general aconsejo a todos, hermanos o hermanas, jóvenes o viejos, que no tengan más que un ojo para disfrutarlo entre varios, que cultiven la tolerancia y no se empeñen en gozarlo todos a un mismo tiempo.

Azogue y Perseo iban, mientras, lo más deprisa que podían en busca de las ninfas. Las viejas les habían dado indicaciones tan detalladas que no tardaron mucho en encontrarlas. Eran muy distintas de Pesadilla, Quebrantahuesos y Espanto pues, en vez de ser viejas, eran jóvenes y hermosas; en vez de un ojo para tres, cada ninfa tenía un par de ojos muy brillantes, que miraban a Perseo con la mayor amabilidad. Parecían muy amigas de Azogue y, cuando este les contó la aventura que Perseo había emprendido, no pusieron dificultad alguna para entregarle los valiosos objetos que estaban confiados a su custodia. Primero trajeron lo que parecía ser una bolsa pequeña, hecha de piel de ciervo y primorosamente bordada, y le encarecieron mucho que cuidase de ella, para no perderla. Este era el saco encantado. Las ninfas sacaron después un par de zapatos o sandalias con un lindo par de alas sujetas al talón de cada una.

—Póntelas, Perseo —dijo Azogue—. Con ellas te sentirás tan ligero de pies como puedas desear todo el resto del viaje.

Perseo empezó a ponerse una y dejó la otra en el suelo, a su lado. De repente la sandalia que había dejado abrió las alas y dio un salto, y probablemente habría echado a volar si Azogue no hubiese dado un brinco y la hubiese atrapado al vuelo.

—Ten más cuidado —dijo a Perseo—. Los pájaros se asustarían si viesen una sandalia volando a su lado.

Cuando Perseo se hubo calzado las dos sandalias maravillosas, se sintió demasiado ligero para andar por la tierra. Dio un paso o dos y —¡oh, maravilla!— se levantó en el aire muy por encima de la cabeza de Azogue y de las ninfas, y le costó mucho trabajo bajar de nuevo. Las sandalias con alas y todas las cosas así resultan muy difíciles de manejar hasta que uno se acostumbra a ellas. Azogue se echó a reír de la involuntaria ligereza de su compañero y le dijo que no cabía apresurarse tanto, porque aún tenían que aguardar a que les trajesen el yelmo de la invisibilidad.

Las amables ninfas sostenían el yelmo con su hermoso penacho de plumas ondulantes dispuestas a ponérselo a Perseo en la cabeza. Y entonces sucedió el incidente más maravilloso de todos los que os vengo contando. Un momento antes de que le pusieran el yelmo, ahí teníamos a Perseo, joven, de buena presencia, con su ensortijada cabellera rubia y sus mejillas sonrosadas, con la retorcida espada en el cinto y el bien pulido escudo al brazo: figura que parecía hecha de valor, fuego y luz gloriosa. Pero, en cuanto el yelmo se apoyó en su frente blanca, ¡nada se vio ya de Perseo! ¡Nada, sino el aire vacío! ¡Hasta el yelmo que lo cubría haciéndole invisible se había desvanecido!

—¿Dónde estás, Perseo? —preguntó Azogue.

—Aquí —respondió Perseo tranquilamente, aunque su voz parecía salir de la transparente atmósfera—. Donde estaba ahora mismo. ¿No me ves?

—No te veo, no —respondió su amigo—. Estás oculto por el yelmo. Y, si yo no te veo, tampoco te verán las gorgonas. Sígueme y probaremos tu destreza con las sandalias con alas.

Con estas palabras, el gorro de Azogue abrió las alas, como si la cabeza fuese a salir volando separándose de los hombros; pero todo su cuerpo se levantó en el aire y Perseo lo siguió. Cuando hubieron subido unos cuantos metros, el joven empezó a sentir lo delicioso que era dejar abajo la tierra dura y poder volar como un pájaro.

Era ya completamente de noche. Perseo miró al cielo y vio la redonda, brillante y plateada luna, y pensó que le gustaría más que nada levantar el vuelo, llegar a ella y pasarse allí la vida. Entonces miró de nuevo hacia abajo y vio la Tierra con sus mares y sus lagos, el curso de plata de los ríos, los nevados picos de sus montañas, lo ancho de sus campos, la mancha oscura de sus bosques, sus ciudades de mármol blanco.

Y, con la luz de la luna cayendo sobre ella, la Tierra era tan hermosa como pudiera serlo la luna misma o cualquier otra estrella. Y, sobre todo, vio la isla de Serifo, donde estaría su querida madre. Algunas veces, se acercaba con Azogue a una nube que, de lejos, parecía estar hecha de vellones de plata, aunque cuando entraban en ella se mojaban y tenían frío por la niebla gris. Pero su vuelo era tan veloz que en un instante salían de la nube otra vez a la luz de la luna. Una vez pasó casi rozando a Perseo un águila que volaba muy alto. Lo más hermoso de todo lo que vieron fueron los meteoros, que resplandecían repentinamente como si en los aires estallaran fuegos artificiales y hacían palidecer la luz de la luna en muchos kilómetros a la redonda.

Mientras los dos compañeros volaban uno junto a otro, Perseo creyó oír a su lado —el lado contrario a aquel en que veía a Azogue— un ligero rumor como el roce de un vestido. Miró con atención, pero no vio nada.

—¿De quién es este vestido —preguntó—, que parece moverse a mi lado con la brisa?

—¡Oh! ¡Es el de mi hermana…! —respondió Azogue—. Viene con nosotros, como ya te había anunciado. Nada podríamos hacer si mi hermana no nos ayudase. No puedes imaginarte lo sabia que es. Y ¡tiene unos ojos…! En este momento te ve como si no fuera invisible, y apuesto cualquier cosa a que ella es la primera que divisa a las gorgonas.

En su rápido viaje por los aires ya habían llegado a la vista del gran océano, y pronto volaron sobre él. A lo lejos, las olas se amontonaban tumultuosamente en medio del mar o se rompían formando una ancha franja de espuma sobre los peñascos de la orilla, con un fragor que en el bajo mundo parecía el del trueno, pero que en lo alto llegaba a oídos de Perseo como un murmullo suave, como la voz de un niño medio dormido. Precisamente en aquel momento una voz habló a su lado. Parecía de mujer y era melodiosa, aunque no precisamente dulce, sino grave y serena.

—Perseo —dijo la voz—, ahí están las gorgonas.

—¿Dónde? —exclamó Perseo—. ¡No las veo!

—En la costa de esa isla, debajo de ti —replicó la voz—. Si soltases una piedra, caería entre ellas.

—Ya te dije que sería ella la primera en verlas —dijo Azogue a Perseo—. Y ahí están.

Abajo, en línea recta a unos mil metros de distancia, Perseo alcanzó a ver un islote y el cinturón de espuma del mar alrededor de su costa, toda de rocas menos por un lado, donde había una playa de arena blanca como la nieve. Descendió y, mirando con atención hacia algo que brillaba, a los pies de un precipicio de roca negra vio a las terribles gorgonas. Estaban echadas en el suelo, profundamente dormidas, arrulladas por el ruido atronador del mar; porque hacía falta un estruendo que hubiese dejado sordo a cualquier mortal para conseguir que se durmiesen aquellas criaturas terribles. La luz de la luna centelleaba sobre sus escamas de acero y sobre sus alas de oro, que caían perezosamente sobre la arena. Las garras de bronce, horribles, se agarraban a los fragmentos de la roca castigada por las olas, mientras las dormidas gorgonas soñaban que estaban despedazando a algún pobre mortal. Las serpientes que tenían por cabellos también parecían estar dormidas, aunque de cuando en cuando alguna se retorcía o alzaba la cabeza y sacaba su lengua ahorquillada, con un silbido adormilado y luego volvía con sus hermanas serpientes.

Las gorgonas se parecían más a alguna tremenda gigantesca especie de insecto — inmensas abejas con alas de oro o moscas-dragones o cosa por el estilo— que a ningún otro ser vivo; solo que eran como un millón de veces más grandes que cualquier insecto. A pesar de todo, había en ellas algo humano. Afortunadamente para Perseo, tenían la cara escondida por la postura en que se encontraban; porque, si las hubiese mirado un solo instante, habría caído del aire con todo su peso, convertido en imagen de piedra.

—Este —susurró Azogue, que seguía al lado de Perseo—, este es el momento que debes aprovechar para tu hazaña. ¡Apresúrate, porque, si una de las gorgonas despierta, será demasiado tarde!

—¿A cuál debo herir? —preguntó Perseo sacando la espada y bajando un poco más—. Las tres parecen iguales. Las tres tienen cabellera de serpientes. ¿Cuál de las tres es Medusa?

Hay que saber que Medusa era la única de aquellos tres monstruos a quien Perseo podía cortar la cabeza, porque a las otras dos era imposible hacerles el menor daño, ni aunque hubiese tenido la espada mejor templada del mundo y la hubiese afilado una hora seguida.

—Sé prudente —le dijo la misma voz tranquila que antes le había hablado—. Una de las gorgonas empieza a moverse todavía en sueños y precisamente se va a volver.

¡Esta es Medusa! ¡No la mires! ¡Su vista te convertiría en piedra! Mira el reflejo de su rostro y de su cuerpo en el brillante espejo de tu escudo.

Perseo comprendió entonces por qué motivo Azogue le había aconsejado que puliese su escudo con tanto afán. En aquella superficie podía mirar con tranquilidad el reflejo del rostro de la gorgona. Y allí tenía el rostro terrible, reflejado en el lustre del escudo, con la luz de la luna de plano sobre él, revelando todo su horror. Las serpientes, cuya naturaleza venenosa no les permitía dormirse del todo, se le enroscaban por la frente. Era el rostro más fiero y más horrible que nunca se haya visto ni imaginado y, sin embargo, había en él una extraña, terrible y salvaje belleza. Los ojos estaban cerrados porque la gorgona dormía aún profundamente; pero sus facciones estaban conturbadas por una expresión inquieta, como si el monstruo sufriese algún mal sueño. Le rechinaban los dientes y arañaba la arena con sus garras de bronce.

Las serpientes también parecían sentir el sueño de Medusa e inquietarse con él cada vez más. Se trenzaban unas con otras en nudos tumultuosos, se retorcían furiosamente y levantaban cien sibilantes cabezas sin abrir los ojos.

—¡Ahora, ahora! —murmuró Azogue, que se iba impacientando—. ¡Hiere al monstruo!

—Pero con calma —dijo la voz, grave y melodiosa, al lado del joven—. Mira tu escudo mientras vas volando hacia abajo, y ten cuidado de no errar el primer golpe.

Perseo bajó, volando siempre cuidadosamente y sin apartar la vista del rostro de Medusa, reflejado en su escudo. Cuanto más se acercaba, más terrible se iba volviendo el rostro, rodeado de serpientes, y el cuerpo metálico del monstruo. Por fin, cuando estaba por encima de ella tan cerca que podía alcanzarla con el brazo, Perseo levantó la espada. En el mismo instante todas las serpientes que formaban la cabellera de la gorgona se alzaron amenazadoras y Medusa abrió los ojos. Pero cuando despertó ya era demasiado tarde. La espada estaba muy afilada: el golpe cayó como un rayo y la cabeza de la horrible Medusa rodó separada del cuerpo.

—¡Admirable…! —dijo Azogue—. Date prisa y mete la cabeza en el saco mágico.

Con gran asombro de Perseo la bolsita bordada que se había colgado del cuello aumentó lo bastante de tamaño para que cupiera en ella la cabeza de Medusa. Rápido como el pensamiento la levantó cuando aún las serpientes se retorcían en torno a ella y la metió en el saco.

—Tu misión está cumplida —dijo la voz serena—. Ahora vuela, porque las otras gorgonas harán todo lo posible para vengar la muerte de Medusa.

Era verdaderamente necesario alzar el vuelo, porque Perseo no había realizado su hazaña tan silenciosamente que el ruido de la espada, el silbar de las sierpes y el golpe de la cabeza de Medusa, al caer sobre la arena batida por el mar, no hubiesen despertado a los demás monstruos. Se incorporaron un instante frotándose los ojos adormilados con los dedos de bronce mientras todas las serpientes de sus cabezas se revolvían con sorpresa y venenosa malicia, no sabiendo contra quién. Pero cuando las gorgonas vieron el escamoso cuerpo de Medusa sin cabeza, con las alas de oro erizadas y caídas sobre la arena, fue realmente terrible oír sus alaridos. ¡Y las serpientes! Lanzaron mil silbidos todas a un tiempo, y las serpientes de Medusa contestaron desde el saco mágico.

Apenas estuvieron las gorgonas completamente despiertas, se levantaron en el aire blandiendo sus garras de bronce, sus horribles dientes rechinaban y movían las alas tan furiosamente que se les desprendieron algunas plumas de oro y cayeron a la playa. Y puede que aún estén allí desparramadas. Las gorgonas se levantaron mirando horriblemente de un lado a otro con la esperanza de convertir a alguien en piedra. Si Perseo las hubiese mirado o hubiese caído en sus garras, su pobre madre nunca habría vuelto a besarlo. Pero tuvo buen cuidado de volver la vista a otro lado y, como llevaba el yelmo de la invisibilidad, las gorgonas no supieron hacia dónde seguirlo; además él hizo el mejor uso posible de las sandalias con alas, subiendo más o menos una legua. A aquella altura, cuando los gritos de las abominables criaturas ya llegaban hasta él muy débiles, se dirigió en línea recta hacia la isla de Serifo para entregar la cabeza de Medusa al rey Polidectes.

No tengo tiempo de contaros varias cosas maravillosas que le sucedieron a Perseo al volver a su casa, tales como matar a un horrible monstruo marino que estaba a punto de devorar a una hermosa doncella; ni cómo convirtió a un enorme gigante en una montaña de piedra con solo enseñarle la cabeza de la gorgona. Si dudáis de esta última historia, podéis hacer un viaje a África, cualquier día de estos, y veréis la montaña que todavía lleva el antiguo nombre del gigante.

Por último, nuestro valiente Perseo llegó a la isla, donde esperaba ver a su querida madre. Pero en su ausencia el malvado rey había tratado tan mal a Dánae, que esta se había visto obligada a huir y a refugiarse en un templo donde unos sacerdotes ancianos y buenos la habían recogido. Estos sacerdotes dignos de alabanza y el pescador de buen corazón, que fue el primero en dar hospitalidad a Dánae y a Perseo cuando los encontró flotando en el arca, al parecer eran las únicas personas de la isla que se preocupaban por hacer el bien. El resto del pueblo, lo mismo que el rey Polidectes, eran notablemente malos y no merecían mejor destino que el que cayó sobre ellos, como ahora sabréis.

Al no hallar a su madre en casa, Perseo se fue derecho a palacio, e inmediatamente le llevaron a presencia del rey. Polidectes no se alegró gran cosa de volver a verlo, porque casi estaba seguro, con regocijo de su mal corazón, de que las gorgonas habrían hecho pedazos al pobre muchacho y se lo habrían comido de inmediato. Pero al verlo volver sano y salvo, puso la mejor cara que pudo y le preguntó qué había hecho.

—¿Has cumplido tu promesa? —preguntó—. ¿Me traes la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes? Si no, hijo mío, te va a costar caro, porque necesito un regalo de boda para la princesa Hipodamia y sé que no hay nada en el mundo que pueda ser tan de su gusto.

—Sí, majestad —respondió Perseo tranquilamente y como si no hubiera por qué asombrarse de que un joven como él hubiese llevado a cabo tal hazaña—. Traigo la cabeza de la gorgona con su cabellera de serpientes.

—¡Vaya! Pues haz el favor de enseñármela —dijo el rey Polidectes—. Debe de ser un espectáculo curioso, si todos los viajeros que me han hablado de ella han dicho la verdad.

—Vuestra majestad está en lo cierto —replicó Perseo—. Realmente es un objeto capaz de atraer la mirada de todo el que lo vea. Y si vuestra majestad quiere, me permitiré recomendar que se declare el día de hoy fiesta nacional y que se llame a todos los súbditos de vuestra majestad para que vengan a contemplar esta curiosidad maravillosa. ¡Me parece que pocos serán los que hayan visto una cabeza de gorgona, y quizá nunca puedan volver a verla!

Bien sabía el rey que todos sus súbditos eran haraganes rematados y aficionadísimos a espectáculos, como suelen serlo todas las gentes perezosas; así que siguió el consejo del joven y envió por todas partes heraldos y mensajeros para que tocasen la trompeta en las esquinas, plazas y mercados, y dondequiera se encontrasen dos caminos, y llamasen a todo el mundo a la corte. Acudió, pues, gran multitud de personas inútiles y vagabundas que, por puro amor al mal, se hubieran alegrado muchísimo de que Perseo hubiese sufrido algún daño en la lucha con la gorgona. Si algunas buenas personas había en la isla (yo quiero creer que las hubo, aunque la historia no dice nada de ellas), seguro que se quedaron tranquilamente en casa atendiendo a sus quehaceres y cuidando a sus hijos. Muchos de los habitantes, de todos modos, corrieron a palacio a toda prisa y gritaron, se empujaron y se dieron codazos por afán de estar cerca de un balcón donde se veía a Perseo con el saco mágico y bordado en la mano.

En una tribuna colocada frente al balcón estaba sentado el rey Polidectes, rodeado por sus malvados consejeros y sus aduladores cortesanos. Monarca, consejeros, cortesanos y pueblo, todos miraban ansiosamente a Perseo.

—¡Enséñanos la cabeza de la gorgona…! ¡Enséñanosla! —gritaba el pueblo. Y había en sus gritos tal fiereza que parecían querer hacer pedazos a Perseo si lo que había de enseñarles no los satisfacía—. ¡Enséñanos la cabeza de Medusa con la cabellera de serpientes!

Un sentimiento de pena y de lástima sobrecogió a Perseo.

—¡Oh, rey Polidectes —exclamó—, y vosotros, pueblo: no quisiera mostraros la cabeza de la gorgona!

—¡Ah, canalla, cobarde! —gritó el pueblo, más furioso que nunca—. Se está burlando de nosotros. No tiene la cabeza de la gorgona. Enséñanosla si la has traído, y si no te cortaremos la tuya para jugar a la pelota.

Los malos consejeros hablaron al rey al oído; los cortesanos murmuraron todos a una que Perseo estaba faltando al respeto a su rey y señor, y el gran rey Polidectes levantó la mano y le ordenó, con la voz austera y grave de la autoridad, que enseñase la cabeza al pueblo si no quería perder la suya.

—Muéstranos la cabeza de Medusa o mando cortar la tuya. Perseo suspiró.

—¡Ahora mismo! —repitió Polidectes—, o mueres.

—¡Miradla, pues! —exclamó Perseo con voz que resonó como un clarín.

Y alzó de repente la terrible cabeza. Ni un solo párpado tuvo tiempo de entornarse, y el rey Polidectes, sus malvados consejeros y sus feroces súbditos quedaron al punto convertidos en imágenes de un monarca y su pueblo. Todos quedaron inmóviles para siempre en la postura que tenían en aquel instante. ¡La vista de la cabeza de Medusa los había transformado en blanco mármol!

Perseo volvió a meter la cabeza en el saco y fue a decir a su querida madre que ya no había por qué tener miedo al malvado rey Polidectes.

FIN