Ó al revés, abanico-álbum como gustéis. La señora de Frondoso tenía uno, célebre en todo Madrid. Por el tiempo en que comienza esta fiel historia de sucesos reales, ya el álbum de versos y dibujos era cosa bastante desacreditada, y el abanico convertido en álbum, el colmo de lo cursi. Pero la señora de Frondoso había leído en Pepita Jiménez que la esencia de lo cursi estaba en el excesivo temor de parecerlo; y se hubiera creído más cursi que todas las cursis juntas si hubiera renunciado á que la pusieran versos en los abanicos, considerando que se había abusado de este género de galantería, que ya apestaba al mundo, pero que á ella no le apestaba. Y en el círculo de sus relaciones, ó mejor, en la corte de Cupido que la rodeaba, lo ridículo é impertinente era quejarse de la anticuada manía.

—Fulanito, tiene usted que hacerme algo para el abanico—decía la de Frondoso á cualquier nuevo amigo presentado en su círculo escogido—; y Fulanito se guardaba de repetir los lugares comunes que corrían contra los abanicos literarios, y prometía escribir, y escribía y procuraba esmerarse. ¡Vaya, y que era fácil distinguirse entre aquellas patas de mosca que llenaban el país del álbum de viento! Ayala á la derecha; Campoamor por arriba; Núñez de Arce, con su Excelsior, por debajo; Manuel del Palacio á babor…; Echegaray allá á lo lejos… No había formas desconocidas, ni aficionados completamente memos; todos los firmantes eran poetas de verdad, ó, por lo menos, mozos de chispa, ó buenos mozos, ó ilustres políticos, ó periodistas célebres, ó cómicos insignes. Dígase pronto, porque ello se ha de saber. La señora de Frondoso amaba mucho; y su marido, secretario del Círculo, consejero de ferrocarriles y afortunado bolsista, no había sido más que uno de los primeros eslabones de una cadena de oro con que ella voluntariamente sujetaba el corazón. Era rica, hermosa todavía, muy franca, muy bien educada, digámoslo así; muy afable, muy natural, nada gazmoña. Su esposo era un hombre muy simpático y muy influyente, amigo y deudo de grandes personajes, algunos de escogida aristocracia… Todo Madrid sabía que Julita Medero, ó á la francesa, como la llamaban, Julita Frondoso, era… la Pródiga; y sin embargo, no sólo las catorce señoras malas que hay en la corte, según la estadística del P. Coloma, sino las muchas docenas de damas intachables de la más culta y distinguida sociedad, transigían con Julita, y la llevaban en palmas, siempre que ella quería, que no era todo el año. Porque había temporadas en que se la veía muy poco entre la gente de su mundo, y entonces ó desaparecía ó iba á sitios poco distinguidos con otras damas, también ricas y de mucho tono… pero un poco separadas del trato de las familias más escrupulosas.

La de Frondoso volvía á los suyos siempre que quería, y nadie temía que trajera consigo la peste que hubieran podido pegarle aquellas otras.

Este privilegio lo debía Julita á muchas cosas. En parte, á su humor equilibrado, alegre, sin aturdimiento; á su trato simpático, cordial; á su atractivo singular, que era tal, que muchas veces se vió enamoradas de ella, en pura amistad, á las mismas que debían estar celosas, por causa del respectivo marido. Tenía la de Frondoso una particular complacencia en conquistar á un tiempo á un amigo… y á su mujer; y lo conseguía no pocas veces. Nadie hablaba mal de ella… en detalle. Se reconocía, en general, que no había por dónde cogerla, porque eso era notorio; pero… nada más. Nadie comentaba sus aventuras una á una, ni se hablaba de su querido actual; no se la seguían los pasos. Tenía la gran virtud… mundana de no dar escándalo. Cierto beneficiado de una catedral, amigo suyo, había dicho en una ocasión delante de ella: “Si no puedes ser casto, sé cauto”; y ella había convertido en dogma de moral la frase, digna de Cicerón. Secreto, siempre secreto. Nadie tenía pruebas, que pudieran valer en juicio, de lo que era una convicción común. “Concretamente no se sabe nada”, se repetía por todas partes. En fin, aquello sí que era cursi y de clavo pasado: hablar de los adulterios de Julita. ¡Adulterios! ¡Jesús, qué palabrota tan poco oportuna y tan escandalosa… tratándose de Julita Frondoso! Amigos, protegidos, así se debían llamar los amantes de aquella señora. No eran sus admiradores, sino mejor sus admirados; era ella la que admiraba. Su especialidad era… el plato del día; el hombre de quien hablaban los periódicos de aquella semana…, ése era el seductor… á quien Julita procuraba seducir. Parecía á veces la de Frondoso la flor natural de un certamen. Se adjudicaba al más excelente versificador, ó al diputado de más labia, ó al espadachín de más agallas y más arte. Nunca llegó á los toreros. Pero sí á los ministros. Un ministro joven le parecía un encanto, si no era tonto. Por lo general, prefería las bellas artes, incluyendo las letras. El poeta era lo mejor, y lo que más se le pareciese, en seguida. En pintura entró por el naturalismo primero que en literatura. En la época de los últimos resplandores de la hermosura de esta señora, empezaba el realismo á estar de moda en España; y ella lo acogió, en las artes plásticas, concediendo sus favores á Pablito Fonseca, que era un paisajista de la escuela natural. Su especialidad eran las vacas sentadas sobre la yerba. Pablito no tenía dos dedos de frente; pero sus vacas eran pedazos de la realidad puestos en el lienzo. Daban ganas de ordeñarlas. Por unas cuantas semanas, algunos chuscos llamaron á la de Frondoso la de Finojosa. Ya comprenden ustedes por qué.

 

Pero, amigo, en materia de novelas, “¡mi Feuillet de mi alma!” decía Julita; y, dicho sea en puridad, lo que le gustaba á ella de verdad era el folletín criminal, con un misterio en cada número del respectivo periódico. Una hija que estaba una porción de semanas sin padre, y que á lo mejor encontraba tres ó cuatro…; eso, eso era lo que encantaba á Julita.

Si al cabo entró por la novela más ó menos naturalista, fué gracias al carácter firme y genio áspero de Ángel Trabanco, poeta lírico predominantemente descriptivo, que despreciaba de modo olímpico el argumento, la fábula, y en poesía y en novela quería ver el mundo real pintado por él mismo, por el mundo, no por las aventuras de los muñecos humanos que lo pisaban y profanaban. Con todo su mal genio, Trabanco, si quiso conquistar el corazón de Julita, ó por lo menos alquilarlo por una temporada, no tuvo más remedio que pasar por las horcas caudinas del álbum-abanico. Quedaba un rincón en blanco, y allí, con letra muy menuda, el poeta descriptivo de mal genio tuvo que pintar en unos veinte versos, modelo de concisión y fuerza plástica, El molino viejo. Era un molino cansado de moler, en ruinas por fuera y por dentro; la molinera vieja, la cítola gastada… ¡Magnífico de verdad y de tristeza! “Ese molino soy yo”, dijo la de Frondoso. No valieron protestas; se empeñó en que era ella, y le hizo gracia tener un parroquiano nuevo para el molino viejo de su corazón… Ángel se hizo querer más que otros, porque era dominante, desconfiado, montaraz, decía Julita. La convenció de que tenía la pobre muy mal gusto literario, y le hizo leer las novelas de los Goncourt, que la aburrían, y las de Balzac y demás maestros consabidos, que no las podía concluir sin dormirse.

Pero al álbum-abanico no pudo hacerla renunciar. Aquel registro de notabilidades más ó menos pasajeras siguió siendo la manía de Julita; los amantes variaban; la manía siempre era la misma. Como se decía que aquellos abanicos poéticos y artísticos eran las actas de los mártires, es decir, listas de los amantes de Julita, ésta creyó oportuno advertir á Trabanco que en tal supuesto había notoria exageración.

—Oye, tú—le dijo un día:—la tirria que le tienes al abanico ilustrado, como tú dices, no será porque creas que han sido amigos míos, así como tú, todos estos señores… Te juro que nunca tuve nada con Zorrilla, ni con Campoamor, ni con Pepe Luis…

—No; si á quien yo temo es al nuevo Parnaso.

—Yo soy franca, ya lo sabes; un cómico francés, que fué íntimo de casa, allá en París, me decía que ya Molière, en una comedia que se llama L’Etourdi, justificaba la brevedad de los amores: cuanto más breves sean los extravíos, menos malos serán.

Y la de Frondoso, con mediana pronunciación, repetía siempre que hablaba de esto:

Si notre esprit n’est pas sage á toutes les heures,

Les plus courts erreurs sont toujours les meilleurs.

—Y tú no puedes quejarte, Nerón—añadía la simpática matrona—; hace un siglo que te quiero.

Y era verdad; la de Frondoso se había acostumbrado á su poeta del molino viejo, y no llevaba trazas el trueno de venir por causa de ella.

Pero al vate le llamaron á su pueblo, donde le esperaba una buena moza, que le quería muchos años hacía, y que acababa de heredar algo más sólido que los poemas descriptivos. Trabanco habló claro. Julita trató de disuadirle; le aconsejó que se quedara en Madrid para hacerse célebre de veras; esto en el lenguaje de Julita, quería decir: hacerse hombre político con el riñón cubierto. Le prometió ayudarle con la influencia de su marido y otras que ella tenía… Quedaron en discutirlo en el tren, saliendo juntos de Madrid, ella para Francia y él para su pueblo… Si ella le convencía en unas cuantas horas… seguirían juntos á Francia…

La de Frondoso no vió á Trabanco ni en la estación ni en el tren. No le volvió á ver en muchos años. Le perdonó, le escribió; él contestó dos, tres veces; después, ni cartas.

Julita perdonó esto también… y á los pocos meses para ella Trabanco era un joven de porvenir, que había cortado la carrera casándose con una ingenua de pueblo. Y tan amigos.

Pasaron más de doce años, trece ó catorce; la de Frondoso siguió viviendo en Madrid, y Trabanco en Barcelona, en Sevilla, en el extranjero algunas temporadas; á Madrid no fué nunca más que de paso. Muy de tarde en tarde, leía Ángel en los periódicos algo referente á las tertulias de la señora de Frondoso; según los revisteros de salones, el encanto de aquella morada era Luz, aquella Bebé de que tanto le hablaba illo tempore Julita; la niña esbelta y precoz que había visto él muy pocas veces, siempre de lejos.

Una tarde, en uno de sus raros viajes á la corte, Trabanco hablaba con varios amigos, políticos y literatos, en un corrillo en la Carrera de San Jerónimo.

Á tales fechas, Trabanco era muchas cosas antes que lírico. Con el dinero de su mujer había hecho negocios muy sanos en la industria taponera; el corcho y su mercado eran una de las preocupaciones más importantes del poeta de cabeza gris y grandes patas de gallo alrededor de los ojos, siempre enérgicos y soñadores. El corcho le había llevado al estudio de ciertas cuestiones económicas muy prácticas; de estas cuestiones había ido por asociación de hechos á la política, y en la actualidad era un candidato á la diputación á Cortes, tan encasillado como otro cualquiera. Pero seguía siendo poeta y viendo el mundo por su aspecto de hermosura plástica; de tarde en tarde publicaba un tomo de versos, muy elegante, con grabados muy bonitos. No le atormentaba la mucha ó poca venta, como antaño; el corcho le permitía estar tranquilo respecto de este particular. Regalaba muchos ejemplares, recorría muchas redacciones y se hablaba bastante de los versos de Trabanco, sin que nadie pusiera interés en negarle el talento poético, que ni subía ni bajaba. Cuando había alguna vacante de académico de la Española, no faltaban críticos que indicaban á Trabanco, sin escándalo de nadie. Y nada más. Ésta era toda su gloria. Como se ve, Trabanco no había llegado á ser célebre de veras, como la de Frondoso hubiera querido, y acaso hubiera conseguido si él no se hubiese separado de ella y de la corte.

En fin, aquella tarde, cuando más animada estaba la conversación del corrillo, dos damas muy bien vestidas, altas las dos, una vieja y otra muy joven, deslumbradora de lozanía y belleza, pasaron junto á aquel grupo, que se abrió para dejar libre la acera.

—¡Ibáñez!—exclamó la dama entrada en años deteniéndose y alargando una mano á un buen mozo, pero muy gastado, que formaba parte del corro.

—Señora… Luz…

—Me tiene usted olvidada.. Y tú, Luz, ríñele…

—No lo crea usted. Mañana mismo…

—Sí, siempre mañana…

—Mañana sin falta tiene usted eso en el palco; ¿no le toca á usted mañana en el Español?

—Sí, sí; ¿pero están ya hechos?

—Sí, señora, sí. No valen nada… pero…

—¡Oh! eso es modestia… ¡Oh, Trabanco! Usted por aquí… cuánto tiempo…

—Sí, señora; catorce años lo menos…

—Sí, catorce…

—¿Y ésta es?

—Luz…

—¿Bebé?

—Sí, Bebé… ¿Ha crecido, eh?

Y Luz, sonriente, sencilla, natural, mucho más natural que los versos de Trabanco, miró y saludó con un apretón de manos, al antiguo amante de aquella madre de quien ella nada malo sabía ni sospechaba.

Siguió la conversación entre las señoras, Ibáñez y Trabanco. Ibáñez era poeta también, pero de otra generación… literaria, aunque poco menos viejo que Trabanco. Pero Ibáñez estaba de moda, era entre místico y diabólico y con las señoras tenía mucho más partido que Trabanco había tenido en sus mejores tiempos. Además, vivía casi siempre en París ó en Londres, y esto le refrescaba la fama como si fuera sal.

Lo que Julita Frondoso, anciana respetable, muy bien conservada, le pedía á Ibáñez era, efectivamente, unos versos para un abanico de Luz. Luz tenía también álbum-abanico, ó mejor, lo tenía su madre á nombre de Luz. La arrogante moza, figura de Diana, era pura, noble, enérgica; si coqueteaba, era por procedimientos que nada tenían que ver con las letras ni con los abanicos.

Pero Trabanco, al oir lo del álbum, miró á la virgen arrogante y tranquila, y un momento temió que el álbum de la hija, sugestión de la madre, fuera un registro simbólico, como aquel otro abanico en que él había escrito: “El molino viejo”…

Por lo demás, Trabanco y la de Frondoso se miraban y se sonreían, como dos antiguos conocidos que nada recordaban de intimidades y ternezas… Aún Trabanco, como poeta, daba cierto tinte de filosófica añoranza á las reminiscencias comunes… pero la de Frondoso, nada absolutamente, nada parecía recordar; es decir, se acordaba de todo, pero como si no. En una casa que veían enfrente habían tenido su nido de amores, pues allí vivía Ángel, y allí le visitaba Julita. Trabanco lo recordó, miró á la casa, al balcón de su gabinete… También, por casualidad, la de Frondoso miró hacia allí… pero sin pensar en nada remoto, pensando en Ibáñez, en Luz… en el álbum, en los versos que Ibáñez prometía llevar al teatro al día siguiente…

¡La de Frondoso! ¡Oh! una señora muy respetable. Aquella gente nueva nada malo sabía de tal dama; se había olvidado su vida alegre; no era ya nadie más que la madre amabilísima de una de las muchachas más hermosas y elegantes de Madrid… En cuanto al álbum-abanico… era una manía inocente, inofensiva, que todos seguían respetando.

Trabanco, viendo seguir calle arriba á la dama vistosa, siempre alegre… siempre frívola; sin los vicios que la edad le había hecho abandonar, pero con la manía que era como la cáscara, ya vacía, del vicio, pensó para sus adentros una porción de cosas, filosóficas como ellas solas, de una filosofía ni pesimista ni optimista… casi cómica.

Y se dijo lleno de benevolencia irónica…

—¡Qué diferencia entre Julita Frondoso… y la Magdalena.