Jesús Murias de Paredes era natural del pueblo de su apellido; pero aquel horizonte era estrecho para él, según dijo en una elegía, sin tener en cuenta que el horizonte de Murias, á pesar de lo de Paredes, es bastante ancho. Quería él decir que en Murias no se podía ser vate sin ponerse en ridículo y despertar sospechas de las autoridades civiles, eclesiásticas y militares. El cura le tenía por hereje, el alcalde por vago, y el cabo de la Guardia civil por avanzado. No le querían bien. Además, en su pueblo natal se moría de hambre. No tenía oficio ni beneficio; no tenía más que lira, y ésa rota; por lo menos, así lo rezaban mil y mil pasajes de las poesías inéditas de Murias.
Azares de la suerte, que no es del caso recordar, le llevaron á Valladolid. Allí el horizonte era más ancho, pero el hambre la misma. En un periódico, cuya principal misión era llevar la cuenta del mercado de cereales, le admitieron los versos, que se publicaban entre cebada y centeno, como quien dice. Vamos, que la sección que había de quedar en barbecho, porque el periódico se escribía á tres hojas, se la dejaban á él. Lo que no hacían era pagarle. No faltaba más.
Lo que sí consiguió, que un impresor de la calle de Cantarranas (parecía alusión) le publicara algunas de aquellas poesías en una colección que parecía el Fleury, por fuera. Mal papel, y cubierta de cartulina áspera, amarilla, como la del Astete. El libro se llamaba Ecos del Pisuerga.
Pues como si hubiera tirado al Pisuerga los ecos.
Nadie se enteró. Él no se dió por vencido, y cogió otra porción de inspiraciones y las imprimió en otro libro de doctrina con este título: Ecos de la Esgueva. Dirán ustedes: ¡eso es inverosímil! Si él no pagaba la impresión, porque no tenía con qué, ¿cómo iba á encontrar impresor que le pagara la segunda salida? En Valladolid hay gente así. Como Zorrilla era de la provincia, en cuanto ven por allí un poeta, sea ó no de la tierra, se dicen algunos: ¡otra te pego! ¡Otro don José! Y le protegen. El de Cantarranas veía en la figura de Murias y hasta en su dulce nombre—el dulce nombre de Jesús—una garantía de éxito, según la frase favorita del impresor. Jesús tenía aspecto de tísico, el valor de su melena, desaliñada y de un castaño sucio (sucios tenía todos los colores de su cuerpo y traje); usaba barba corrida… de la vergüenza de sus pocos pelos; pocos y mal avenidos. En fin, así eran los poetas, ó no debían ser, según el librero impresor, y estaba seguro de que el chico le había de hacer ganar dinero, en cuanto le diera la mano algún crítico de Madrid, uno de aquellos sacerdotes á quienes don Nicomedes Niceno—el impresor editor—tenía por más Merlines cuantos más palos pegaban.
Decirle á Niceno que tal crítico “no se casaba con nadie”, era nombrarle un fetiche á quien él adoraría en adelante. Decidió mandar á Madrid—que tiene la exclusiva de los sacerdotes críticos—á su protegido; no para que los críticos se casaran con él, sino para que no le repudiaran antes de conocerle. Empezaba entonces á llamar algo la atención un abogadillo sin pleitos, chiquitín, bilioso, miope, que escribía de crítica y de cuanto Dios crió en prosa y en verso, en un papel satírico. ¡La sátira! la sátira le atraía como el abismo al impresor de Cantarranas; él, que era un hombre optimista, no se sentía capaz de tener hígados satíricos en su vida; pero, aun con cierto horror nativo al género, se sentía seducido, como en un vértigo de humorismo, por los escritores que empleaban la ironía, aunque fuera la de menos grados; y si llegaban al sarcasmo, como Aquiles ante el cadáver de Héctor, don Nicomedes gozaba de una voluptuosidad que él confesaba ser diabólica. Á pesar de que era incapaz de querer mal á nadie, y de que á él todos los versos y toda prosa que tuviese la ortografía académica le parecían bien, en cuanto veía maltratado á un literato por un crítico satírico, declaraba fuera de la ley al imbécil intruso, y sin compasión alguna le veía en las garras del ogro sardónico, sarcástico y cáustico, ó estanquero, como diría El vecino de enfrente, de Blasco.
No vaciló don Nicomedes. Pagó el viaje á Jesús Murias, que tenía un catarro crónico que no le dejaba respirar, cuanto más inspirarse; le regaló unos cuartos para la posada; le cargó las alforjas de ejemplares de los Ecos de ambos ríos, y le dió una carta de recomendación para el Sr. Sencillo, que así se llamaba el crítico corrosivo. ¿Que de quién era la carta? De Niceno en persona. Decía así: Ilustre Aristarco: no le conozco á usted. No lo necesito. No pido favor. Pido justicia… Y por ahí adelante, todo en estilo cortado, manía que había cogido Niceno, como una peste, corrigiendo pruebas de una obra de Henao y Muñoz.
Jesús se presentó á Herodes, es decir, Murias se presentó á Sencillo en la redacción de El Erizo. Saludó al Minos que tenía delante con uno de aquellos saludos que Fígaro llamaba, en casos semejantes, sordos; y precisamente saludó pensando en Fígaro y en aquel adjetivo, y procurando evitar toda gauchería (como él se dijo para sus adentros, porque usaba los galicismos voluntarios hasta en sueños). Ya se verá después que la especialidad de Murias era el francés… y sus consecuencias.
Sencillo contestó al saludo de Murias sin mirarle, y siguió escribiendo en la mesa que tenía para él sólo. Por de pronto, no abrió la carta.
Murias no se ofendió. Él pensaba hacer lo mismo cuando fuese célebre: pensaba darse tono no viendo siquiera los principiantes que se le pusiesen delante.
Pasaron cinco minutos y tosió Murias, sin querer.
Levantó los ojos Sencillo y dijo:—Soy con usted. No puedo interrumpir ahora esto…
Vamos, pensó Jesús, tiene á algún poeta en el asador y temerá que se le queme.
El director del periódico, que observaba la escena desde su despacho, pues estaba la puerta abierta, se levantó, no sin vencer la prosa y se acercó á la mesa de Sencillo. Conocía al crítico, sabía cómo las gastaba y le quitaba todas las púas que podía. Allí El Erizo era Sencillo; el director, D. Autónomo Eufemio de Pérezbueno, era lo menos áspero que cabía. Era una mantequilla de Soria de mucho bulto y muy ilustrado. Usaba bata de las talares y babuchas de Tánger. Flemático, hombre de mucho mundo… corrido con buena correa, no creía en los malos escritores, á fuerza de creerlos inofensivos… No digo que no los haya, decía, sino que es lo mismo que si no los hubiera.
Abreviando: Murias salió de allí con muchas ilusiones, gracias á las buenas palabras de Pérezbueno. Á Sencillo apenas le oyó el metal de su voz, pero don Autónomo le había dado palabra de que Sencillo—Bisturí en el claustro… crítico—hablaría de los Ecos de todos los ríos y canales de Castilla y Aragón que se pusieran por delante.
Pasaron años; por lo menos así le parecieron á Murias, aunque no eran más que días, y Sencillo nada dijo ni de Ecos ni de resonancias. Murias se atrevió á ponérsele otra vez delante de la mesa. No estaba el director. Tosió Jesús, sin querer, de puro tísico; le miró Bisturí, le reparó bien y le mandó sentarse. Asado el poeta del día, Bisturí se volvió á Jesús y le preguntó, sin echar veneno, qué se le ofrecía… Murias, balbuciente, aludió á los Ecos que estaban en el cajón de la derecha… si no recordaba mal. Buscó Bisturí y echó de menos… un cartucho de dulces que había metido allí. Bronca entre la crítica y la portería. El portero culpaba á un redactor.
Quel giorno più non…
No se habló más de los Ecos aquel día. Al siguiente, sí. Estaba el director. Pareció el libro… debajo de un pie de la mesa. Estaba haciendo de forro. Ni por el forro lo había mirado Bisturí.
Murias empezó á observar al crítico mas en silencio. Pero cada vez más humilde. Bisturí acabó por fijarse en aquel tipo que venía semanas y semanas á pedir que lo pusieran en parrillas si lo merecía, pero que se hablara de él, y que lo pedía poniendo el rostro á todos los desaires.
Todavía no había dicho nada del libro Sencillo, cuando ya era casi como de la casa, á fuerza de trato y familiaridad, Jesús Murias.
Casi convencido de que no tendrían eco los Ecos, empezó á alimentar otra esperanza… pensando en que necesitaba alimentarse él. Se habían acabado los cuartos de Niceno. Jesús aspiraba á ser meritorio en El Erizo. Pérezbueno á los colaboradores regalados no les miraba el diente. Pero no había plaza. No había dónde poner un alfiler ni un galicismo en el periódico.
Cierto redactor maleante—que era el que se comía los caramelos del sacerdote con púas—propuso, con la mayor seriedad, que Murias entrase á formar parte de la colaboración de El Erizo en la sección… de fajas.
“Podía escribirlas; no pegarlas, por supuesto.”
Murias no le tiró un tintero ni nada al redactor maleante.
No aceptó el empleo. Pero sí otro que le ofreció el director. Fué de cronista á la tribuna del Senado.—¿Quiere usted que sea cáustico?—Sea usted el pimiento del baturro zaragozano…
Al día siguiente aquel poeta llamaba animal al respetable presidente de la Cámara alta; dudaba, con ironía, de la honradez de tres generales victoriosos y dirigía alusiones pornográficas á lo más augusto. Presidio seguro para toda la redacción si se publicaba aquello.
El Erizo siguió sin clavarse en la ley de imprenta como hasta entonces. Y las crónicas del Senado firmadas por Arquiloco salían todos los días.
“Mis yambos en prosa”, llamaba él á las crónicas, hablando con sus amigos en Fornos.
—Pero, hombre, le preguntó uno á Pérezbueno, ¿cómo se las echa de Arquiloco el pobre Jesús, si sus crónicas del Senado son anodinas, inocentes?…
—¡Oh!—exclamó D. Autónomo—¡Qué han de ser anónimas! ¡Si ustedes las vieran! Cantáridas, injurias, calumnias, yambos á toca teja… Lo que hay es que al corregirle las pruebas yo le quito las ocurrencias (Histórico). No queda más que lo que él copia del extracto de una agencia. Pero él ser, es una ventosa.
Y el pobre Murias aguantaba esto y aguantaba el hambre, porque sueldo ¡Dios lo diera!
Cuando ya Jesús era lo que se llama redactor de El Erizo, aunque á prueba… de pruebas, y sin probar bocado, por fin Bisturí se dignó hablar de los Ecos de Entrambasaguas.
Y decía Bisturí en El Erizo: “Ahora se verá si soy ó no imparcial de veras. El autor es un amigo, un compañero… pues bien, por lo mismo se le debe la verdad entera…” Y la verdad era digna de los yangüeses que apalearon á D. Quijote.—Murias se quedó en la cama unos días, porque se sentía molido materialmente. No se reconocía hueso sano.
No volvió por El Erizo, y, en la cama, recibió una carta del Mecenas de Cantarranas, don Nicomedes, que le decía entre otras cosas: “Nos hemos equivocado. No es usted lírico. Bisturí ha puesto el filo en la llaga. Acaso sea usted épico. Pero por si acaso, probemos otra cosa. Cuente usted conmigo. ¿Quiere usted traducir un diccionario de teología, en veinticinco tomos? Se trata de la lengua de Fenelón. Cinco duros por tomo.”
—Bueno, seré épico—se dijo Jesús resignado.—Traduciré los veinticinco tomos. Y ésta es la primera estación. Las que faltan se recorrerán en el segundo y último capítulo de esta historia, arrancada á la realidad.