(Pasillo en prosa.)
El pasillo, señora, hermosa niña, es como un lento y rosado vals. Vea usted cómo aquellos dos enamorados pueden llevar el compás, en medio de la más ardiente conversación. El dice que los lindos ojos de una mujer valen por todos los astros, y los lindos labios por todas las rosas. Como ella quiere demostrar lo contrario, le mira con los bellísimos ojos suyos, le sonríe con sus inefables labios, que son en un todo iguales a aquellos con que la señorita de Abril dió el primer beso al caballero de Mayo. El pasillo, señora, hermosa niña, es como un lento y rosado vals.
¡Oh, sí, sí! La fuerza de una pasión es mayor, infinitas veces, que el empuje de ese enorme y poderoso Tequendama. ¿Usted conoce la catarata?
Dicen que sus aguas saltan de un clima a otro. Que allá abajo hay palmas y flores; que arriba, en la roca que conoció la espada de Bolívar, hace frío. ¡Qué delicia estar allá abajo, señora, dos que se quieren! La soberana armonía de la naturaleza pondría un palio augusto y soberbio al idilio. Al ruido del salto no se oirían los besos. ¡Idilio solitario y magnífico! ¿Sabe usted, señora, que tengo deseos de que se casen dos amables solteros al comenzar a florecer los naranjos? Efraim Isaacs con Edda Pombo. ¡Qué envidiable pareja! ¿Está usted agitada? El pasillo, señora, hermosa niña, es como un lento y rosado vals.
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En cuanto las heridas alas de mi Pegaso me lo permitan, heridas, ¡ay, por dolores hondos y flechas implacables!—iré, señora, a la Vía Láctea, a cortar un lirio de los jardines que cuidan las vírgenes del paraíso. Al pasar por la estrella de Venus cortaré una rosa, en Sirio un clavel, y en la{
Al pasar por la estrella de Venus cortaré una rosa…
enfermiza y pálida Selene una adelfa. El ramo se lo daré a una suave y pura mujer que todavía no haya amado. La rosa y el clavel la ofrecerán su perfume despertador de ansias secretas. El lirio será comparable a su alma cándida y casta. En la adelfa pondré el diamante de una lágrima, para que sea ella ofrenda de mi desesperanza. Bien se conversa al compás de esta blanda música. El pasillo, señora, hermosa niña, es como un lento y rosado vals.
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Conque ¿se va? ¡Feliz, muy feliz viaje! Así sucede en la vida. El alba, que abre los ojos de una diana de liras, dura un momento; dichoso el monje que oyó, por largos siglos, cantar al ruiseñor de la leyenda, ¡Adiós, golondrina, adiós paloma! Pero ¿quiere hacerme un dulce favor? Cuando llegue usted a su gigantesco Tequendama, deshoje, a mi memoria, la flor que lleva en su corpiño, y arrójela en las locas espumas que allá abajo, sobre las rosas, junto a las palmas, hacen temblar sus iris… El pasillo, señora, hermosa niña, es como un lento y rosado vals.
LA VIRGEN NEGRA (Havre).
En Normandía de Francia, yendo del Havre a Orcher, se encuentra un pueblecito coronado por una bella estatua de la Virgen. Llaman a este divino icono «La Virgen Negra». ¡Quién rimase latín de himnos y secuencias para hallar una cuenta de oro que agregar al rosario precioso de la Letanía! La Virgen está en bronce, en un lugar alto; domina el mar y el campo.
El zócalo de su estatua está vestido de verdura por una fresca invasión de enredaderas. La Virgen Negra es patrona de los marineros. Desde su trono de piedra muestra su niño Jesús al mar; y por ella, muchos hijos de pescadores ven llegar a la casa pobre, después de las tempestades, blancas barcas chorreando agua salada.
¡María Stella! La estrella del mar tiene al Dios hijo en los brazos. ¡Orgullosa con su delfín, franceses! Esa reina de la Francia celeste, en su maternidad, es la que libra de los vientos y de las rocas vuestras barcas, y la que hace madurar vuestras uvas, que dan la sangre y las danzas. Vosotros, campesinos de Orcher, marineros del Havre, sabéis hacer su fiesta con el canto de los campanarios, los cirios nuevos y las ofrendas florales.
Ella, que es estrella de la mañana, es también el faro, la estrella de la noche. Cuando el sol se va queda su sol sublime. ¡Stella Vespertina! Encarnada en el más duro de los metales, ha puesto en él su enternecimiento y su gracia. Así esa gran Virgen, formidable en su bronce, tiene el propio encanto, la misma humildad materna de las vírgenes delicadas de los lienzos y de las místicas esculturas policromas que están en los templos. De todas las manos que a ella se tienden bajo la tormenta, ¿cuál es la que no halla apoyo? Tú, que te hundes, no tienes en tus labios sino palabras de blasfemia y de desesperanza…
El milagro existe. El milagro lo cuentan pescadores canosos, domadores de vientos. El que no cree en el milagro, no ha rogado nunca en una inmensa desgracia, no ha tenido jamás el momento de pedir llorando, con el alma, un algo de su piedad y de su dulzura a la madre María. Ella tiene siempre la sonrisa en sus místicos labios. Ella tiene a cada instante el gesto de salvación, la mirada de aliento, lo que apacigua a Behemot, y lo que detiene a Leviathan.
Su hermosa cabeza imperial y maternal se mueve entoldada por un zodiaco de virtudes. La ola enorme del mar que ella tiene a sus pies, no hace su obra brutal si ella la mira. Cada bruma le reza, cada espuma le canta. El vago y fugitivo iris tiene siempre, para que ella pase, listo su puente. Las gaviotas vuelan alrededor de la media luna que ella pisa.
«Madre María—dice la golondrina—, ya volví de la tierra de Africa.»
«Madre María—dice la anciana abuela—, ¿nada malo ha pasado al grumete?»
«Madre María—dice una mariposa blanca—, la niña rubia que aguarda al novio, te está tejiendo una guirnalda de rosas rojas.»
Y en el campo cercano, más allá de las «villas», donde los árboles se ven recortados como los encajes, está el hombre rural, que ama su fuerte buey y su caballo normando.
El ruega también a la Virgen Negra de Harfleur por la cosecha, por la felicidad de la campiña, por la flor y el fruto. Ella, la madre, escucha asimismo la plegaria del cultor.
Quizá tuviere alguna pequeñita predilección por las gentes de mar, porque… ¡pasan por tantos peligros! ¡van tan lejos! ¡son tan bravos y serenos, y cantan tan alegres canciones! Mas no, ella es la misma para todos.
Bajo su manto de oscuro metal se agrupan todas las oraciones. ¿Son muchas? El manto crece, se agranda, se agiganta. ¿Son más? Crecen tanto como si fuese el mismo cielo azul, constelado de gemas siderales. Allí cabe todo lo creado. Allí encuentra abrigo la plegaria de la humanidad, y el Angelus que reza cada crepúsculo de la tarde, el alma del mundo.