Posible es, y hasta casi seguro, pues cosas más raras se ven todos los días en España, que algunos de los pacíficos labradores á quienes especialísimamente va dedicado este artículo[5], tengan así como una vaga idea de que yo existo en el mundo, por haber llegado á la envidiable soledad de sus casas de campo tal ó cual periódico madrileño ó de provincias en que se me citara, probablemente para censurarme, como teólogo, como poeta, como soldado, como periodista, como diputado á Cortes, ó como cualquiera de las demás cosas que he sido consecutiva y áun simultáneamente, por falta de mérito bastante para ser una sola…
Pero de seguro que ningún campesino ni cortesano me ha oido mentar nunca como agricultor, ni tiene el más leve barrunto de que yo haya pasado años enteros de mi vida labrando la dura tierra, sembrando, regando, escardando, segando, podando, etc., etc.; todo ello con anterioridad á los tiempos actuales, en que he venido á ser un poquito jardinero y otro poquito hortelano en la villa de Valdemoro, de donde hace pocos meses me nombró Patriarca, en letras de molde, mi pícaro y buen amigo Alfredo Escobar, con gran asombro de las personas que todavía me tomaban por un muchacho.
¡Pues sí, mis queridos lectores técnicos del Almanaque agrícola! En los primeros años de mi varia y complicada existencia, yo he sido tan labriego como vosotros: yo he manejado millares de veces la azada, el almocafre, la hoz y otros muchos instrumentos de labranza: yo he confiado el grano de oro del trigo ó el grano de topacio del maiz á la generosa madre Tierra, y la he visto devolverme al poco tiempo el ciento por uno: yo he sepultado el hueso, que es como quien dice el esqueleto, del albaricoque ó de la guinda que me había comido, y luego he visto brotar un verde tallo por el grieteado suelo que cubría aquella fosa, y convertirse el tallo en tronco, y vestirse el tronco de hojas y flores, y trocarse las flores en frutos tan bellos y tan opimos como los del primer año de la Creación: yo he plantado el árido sarmiento que, andando los años, había de ser lujosa parra y darme fresca sombra y apretados racimos: yo he comido pimientos y tomates de las matas que planté y cultivé, y cebollas, y ajos, y calabazas y pepinos sembrados por mí, y… (¿por qué no he de decirlo todo, aunque tenga que acusarme de contrabando?) ¡yo he fumado tabaco de mi cosecha! ¡yo he criado la preciosa planta, la he secado, la he prensado, la he arrollado, y, una vez enjuto el resultante cigarro casero, lo he encendido y me lo he fumado con el mayor gusto, bien que á escondidas…, no de la Real Hacienda, sino de mis Padres (Q. E. P. D.)
Porque habéis de saber que apenas tendría yo nueve años cuando hacía todas estas cosas, es decir, cuando estaba dedicado en cuerpo y alma á la agricultura.—Poco después entré en el Seminario, no en busca de simientes, sino á estudiar latín: la lectura de los Clásicos me aficionó á las Bellas Letras, y ¡adios, mi azada! ¡adios, mi almocafre! ¡adios, mi huerta! ¡adios, mis calabazas!… Ya tenía mayores cuidados: ya tenía que pensar en no recoger cosecha de estas cucurbitáceas cuando llegase Junio con sus exámenes!
¡Mi huerta!—Mi huerta mediría seis varas cuadradas de extensión, y constituía la décima parte de un corral que de nada servía (por haber otros mejor acondicionados para gallinas y demás animales comestibles) en el viejo y destartalado caserón que ya no puedo llamar mi hogar paterno…
Pero explicaré eso que he dicho de décima parte.
Eramos diez hermanos…, como quien no dice nada, y no había local, ni juguetes, ni paciencia, ni oidos que bastasen á resistir nuestros juegos, reyertas y espíritu de destrucción.—Desde los gatos que discurrían por los tejados hasta los conejos que tenían sus madrigueras bajo los cimientos de la casa; desde las mismas tejas y chimeneas del edificio y de los demás de la manzana hasta el agua misteriosa de los profundos pozos, todo sufría el incesante azote de aquellos diez guerreros, cuya edad se escalonaba entre dos y quince años, y cuyo único descanso era el pelear. ¡No se nos tenía por tan malos como los cuatro hijos de un nuestro vecino á quienes todo el barrio llamaba los cuatrocientos; pero, áun así, cabía en lo posible que, de no buscarse mejor empleo á nuestra vertiginosa actividad, acabáramos por destruir la casa en que habíamos nacido y por matar á disgustos á los padres que nos habían engendrado!
En tal aprieto, decidieron sus mercedes regalarnos en propiedad y en usufructo el mencionado corral sobrante, para que lo convirtiéramos en teatro exclusivo de nuestras hazañas, é hiciésemos de él lo que se nos antojase, incluso levantar sus tapias hasta las nubes ó cavar su suelo hasta los antípodas, bien que aconsejándonos prudentemente que nos lo repartiésemos por lotes y que lo cultiváramos hasta convertirlo en una especie de jardín-huerta, cuyos frutos y flores perteneciesen de derecho al dueño de cada pedazo.—Á este fín, nuestros padres nos comprarían los necesarios instrumentos de labor y permitirían á los hortelanos y hortelanas mayores de ocho años sacar agua de los pozos con acetres de poco peso y con las debidas precauciones, dando además á un criado orden de regar la tierra de los minúsculos, quienes también podrían arrendarlas á sus hermanos más crecidos.
Con indecible entusiasmo y frenética alegría fué aceptada tan oportuna idea. Inmediatamente se dividió el corral en diez lotes iguales, dejando en medio una calle para vía pública. Hiciéronse escrituras que sirviesen de título á cada cual. Redactáronse leyes y ordenanzas sobre huertos, riegos, servidumbres, etcétera, y ya en adelante no dimos á nuestros padres más trabajo que el de impedir que echásemos raices en nuestra respectiva pertenencia. Todas las horas que nos dejaban libres escuelas y colegios, las pasábamos con el azadón ó el escardillo en la mano, ó sacando agua del pozo, ó haciendo estanques y acequias, ó construyendo pozos en el paseo que corría entre las dos series de huertecillas, ó pintando verjas en las tapias, con almagra y almazarrón, ó labrando encañados para acotar cada propiedad y defenderla de los gatos, ó cambiando entre nosotros tales ó cuales frutos ó semillas; cuando no convidándonos recíprocamente á comer sobre el terreno, y hasta en la mata, las lechugas, las habas ó los pimientos que habíamos criado.—¡Hubo allí agricultor que recogió más de una libra de algunas cosas!
Dicho se está que las primicias de cada cosecha eran llevadas solemnemente á nuestros padres, quienes las celebraban por todo extremo, dispensándoles la honra de disponer, como si fueran frutos de verdad, que se trasportasen á la cocina, y se sirviesen luego á la mesa, en el frito, cocido ó ensalada correspondiente.—Ni dejó de suceder, sino que ocurrió en varias ocasiones, el que los muy amados de nuestra alma fueren á ayudarnos por las tardes ó los días de fiesta en aquellas infantiles tareas agrícolas, ó sea á jugar con nosotros á labradores y hortelanos, prendados al igual de cada huertecillo, por ser obra y llevar el nombre de un hijo de su corazón…
¡Oh! no quiero seguir… Comencé en broma á hablar de mis juegos de la niñez, y ya no caben las lágrimas en mis ojos…
Pasaron ¡ay! aquellos años… Los hermanos más pequeños fueron heredando las abandonadas huertas de los mayores, según que estos iban casándose, ó yéndose del hogar paterno.—Uno murió, y su propiedad fué toda sembrada de siempre-vivas…—Pronto no quedaron hortelanos ni hortelanas que cultivasen, riendo, aquellas liliputienses fincas, y dos ancianos, ya casi solos, tuvieron que cultivarlas llorando, mientras que sus hijos creaban nuevas familias en otras casas, ó recorrían el mundo cargados con el fardo de tan santas memorias…—Apagóse, en fín, aquel hogar: murieron nuestros padres: secóse aquel jardín; ¡desapareció todo!
Mudáronse después los horizontes de nuestra vida, y, por lo que á mí toca, ví á mi alrededor nuevos seres amados, otros niños, muy parecidos á los que jugaban conmigo en la casa paterna, y que jugaban á los mismos juegos que nosotros…—¡Eran mis hijos, no mis hermanos!—Eran estos pedazos del alma que han de sobrevivirme, como yo he sobrevivido á los honrados cónyuges que me dieron el ser…
Así es que, al pensar en los años de mi infancia, paréceme que ahora vivo en otro mundo; pues de mi historia de niño y de agricultor, ya no me queda más que la dulce tristeza con que recuerdo alegrías tan inocentes, dichas tan puras, placeres tan benditos…
Digo mal: también me queda este amor al campo y este culto á la Naturaleza de que dan testimonio mis pobres obras literarias; amor que profeso asímismo á cuantos viven en íntimo contacto con la Madre Tierra,—depositaria de las cenizas de mis padres, que en plazo no muy remoto lo será también de las mías.
1880.