Doña María de la Piedad era considerada en toda la villa como «una señora modelo». El viejo Nunes, administrador del correo, siempre que se hablaba de ella, decía, acariciando con autoridad los cuatro pelos de la calva:
—¡Es una santa! ¡Es lo que es!
La villa tenía casi orgullo de su belleza delicada y distinta; era una rubia, de perfil fino, piel ebúrnea y ojos oscuros de un tono de violeta, al que las largas pestañas oscurecían más el brillo sombrío y dulce. Vivía al fin de la carretera, en una casa azul de tres fachadas; y era, para la gente que a las tardes iba de paseo al molino, un encanto siempre nuevo verla por detrás de la vidriera, entre las cortinas, curvada sobre su costura, vestida de negro, recogida y seria. Salía pocas veces. El marido, más viejo que ella, era un inválido, que se pasaba la vida en la cama, inutilizado por una enfermedad de la espina dorsal; hacía años que no descendía a la calle; veíanlo a las veces también a la ventana mustio y renco, agarrado al bastón, encogido en la robe-de-chambre, con una faz macilenta, la barba descuidada y con un gorrito de seda enterrado melancólicamente hasta la nuca. Los hijos, dos niñitas y un rapaz, eran también enfermos y crecían poco a poco y con dificultad, llenos de tumores en las orejas, llorones y tristes. Interiormente, la casa parecía lúgubre. Andábase en puntillas, porque el señor, en la excitación nerviosa que le daban los insomnios, irritábase con el menor rumor; había sobre las cómodas algún frasco de la botica, alguna escudilla con harina de linaza; las mismas flores con que ella, en su arreglo y en su gusto de frescura, adornaba las mesas, mustiábanse en seguida en aquel aire sofocado de fiebre, nunca renovado por causa de las corrientes de aire; y daba una inmensa tristeza el ver siempre a alguno de los pequeños, o con un emplasto sobre la oreja, o en un rincón del sofá, arrebujado en cobertores, con una amarillez de hospital.
Desde los veinte años, María de la Piedad vivía así. Hasta de soltera, en casa de los padres, había sido triste su existencia. La madre era una criatura desagradable y aceda; el padre, metido en tabernas y salas de juego, ya viejo, siempre borracho, los días que aparecía en casa pasábalos en la cocina, en un silencio sombrío, fumando y salivando sobre las cenizas. Todas las semanas aporreaba a la mujer. Así que cuando Juan Coutinho pidió a María, ella, a pesar de saber que estaba enfermo ya, aceptó sin vacilación, casi con reconocimiento, para salvar a la casa arruinada de un embargo, no oír más los gritos de la madre, que la hacían temblar, rezar, arriba, en su cuarto, donde la lluvia entraba por el tejado.
No amaba al marido, claro; y en la villa lamentábase que aquel lindo rostro de Virgen María, aquella figura de hada, fuese a pertenecer a Juanito Coutinho, que desde rapaz fuera siempre baldado. Coutinho, por muerte del padre, quedara rico; y ella, acostumbrada por fin a aquel marido regañón, que pasaba el día arrastrándose sombríamente de la sala a la alcoba, habríase resignado, en su naturaleza de enfermera y de consoladora, si los hijos, por lo menos, hubieran nacido sanos y robustos. Mas aquella familia, que ya venía con la sangre viciada, aquellas existencias vacilantes, que después parecían pudrírseles en las manos, a pesar de sus inquietos cuidados, apesadumbrábanla. A las veces, sola ante la costura, corríanle lágrimas por la cara; una fatiga de vivir invadíala como una neblina que le oscureciera el alma.
Mas si el marido de dentro llamaba desesperado, o uno de los pequeños lloriqueaba, limpiábase los ojos y aparecía con su linda faz tranquila, y con alguna palabra consoladora, componiendo la almohada a uno, yendo a animar al otro, feliz en ser buena. Toda su ambición consistía en ver su pequeño mundo bien tratado y bien acariciado. Desde que se casó, nunca había tenido una curiosidad, un deseo, un capricho; nada le interesaba en el mundo sino las horas de las medicinas y el sueño de sus enfermos. Todo esfuerzo le era fácil cuando se trataba de contentarles; a pesar de flaca, paseaba horas enteras llevando en el cuello al pequeñín, que era el más impertinente, con las heridas que hacían de sus pobres labiecillos una costra oscura; durante los insomnios del marido tampoco dormía; los pasaba sentada al pie de la cama, hablando, leyéndole vidas de santos, porque el pobre baldado iba cayendo en devoción. De mañana estaba un poco más pálida, pero correcta en su vestido negro, fresca, con las trenzas lustrosas, poniéndose bonita para ir a dar las sopas de leche a los pequeñines. Su única distracción era, a la tarde, sentarse a la ventana con su costura, teniendo a los chiquillos en torno, aniñados en el suelo, jugando tristemente. El paisaje que veía desde la ventana era tan monótono como su vida; debajo, la carretera; después, una ondulación de campos, una tierra flaca, plantada aquí y acullá de olivos, e irguiéndose al fondo una colina triste y desnuda, sin una casa, un árbol, una columna de humo de una chimenea que pusiese en aquella soledad de terreno pobre una nota humana y viva. Viéndola así tan resignada y tan sujeta, algunas señoras de la villa afirmaban que era beata; pero nadie la había visto en la iglesia, a no ser el domingo, con el chico mayor por la mano, todo pálido en su vestido de terciopelo azul. Su devoción, en efecto, limitábase a esta misa todas las semanas. Ocupábala mucho su casa para dejarse invadir por las preocupaciones del cielo; en aquel deber de buena madre, cumplido con amor, hallaba una satisfacción suficiente a su sensibilidad; no necesitaba adorar santos o enternecerse con Jesús. Pensaba instintivamente que toda afección excesiva dedicada al Padre del Cielo, sería una disminución cruel en su cuidado de enfermera; su manera de rezar era velar a los hijos; y aquel pobre marido clavado en una cama, dependiendo de ella, teniéndole solo a ella, parecíale con más derecho a su favor que el otro, clavado en una cruz, que tenía toda una humanidad pronta para amarle. Además, nunca tuviera estos sentimentalismos de alma triste que llevan a la devoción. El largo hábito de dirigir una casa de enfermos, de ser ella el centro, la fuerza, el amparo de aquellos inválidos, hiciéronla tierna, pero práctica; y por esta razón era ella la que administraba ahora la casa del marido con un buen sentido que la afección dirigía y una solicitud de madre prevenida. Tales ocupaciones bastaban para entretenerle el día; el marido, de otra parte, detestaba las visitas, el aspecto de las caras saludables, las conmiseraciones de ceremonia; pasábanse meses sin que en casa de María de la Piedad se oyese otra voz extraña a la familia, a no ser la del doctor Abilio —que la adoraba, y que decía de ella con los ojos espantados:
—¡Es un hada! ¡Es un hada!…
Grande fue la excitación en la casa, cuando Juan Coutinho recibió una carta de su primo Adrián, anunciándole que en dos o tres semanas iba a llegar a la villa. Adrián era un hombre célebre, y el marido de María de la Piedad tenía en aquel pariente un orgullo enfático. Suscribiérase a un periódico de Lisboa, solo para ver su nombre en las noticias locales y en la crítica. Adrián era novelista; su último libro, Magdalena, un estudio de mujer, de un análisis delicado y sutil, consagráralo como un maestro. Su fama, que llegara hasta la villa, en una confusión de leyenda, presentábale como una personalidad interesante, un héroe de Lisboa, amado de las aristócratas, impetuoso y brillante, destinado a una alta situación en el Estado. Mas realmente en la villa habíase hecho, sobre todo, notable por ser primo de Juan Coutinho.
Doña María de la Piedad quedó aterrada con el anuncio de esta visita. Veía ya su casa en confusión con la presencia del huésped extraordinario. Después la necesidad de hacer más toilette, de alterar la hora de comer, de conversar con un literato y ¡tantos otros esfuerzos crueles!… La invasión brusca de aquel mundano con sus maletas, el humo de su cigarro, su alegría de sano, en la paz triste de su hospital, dábale la impresión pavorosa de una profanación. De modo que para ella fue un alivio, casi un reconocimiento, que Adrián, al llegar, muy simplemente se instalase en la antigua hospedería del tío Andrés, al otro extremo de la villa. Juan Coutinho escandalizose; tenía ya el cuarto del huésped preparado, con sábanas de encaje, una colcha de damasco, plata sobre la cómoda, y queríalo todo para él, para el primo, el hombre célebre, el grande autor… Adrián negose.
—Yo tengo mis hábitos, ustedes tienen los suyos… No nos contrariemos ¿eh?… Lo que hago es venir a comer aquí. Ni estoy mal tampoco en casa del tío Andrés… Desde la ventana veo un molino y una represa, que son un cuadrito delicioso. Y quedamos tan amigos, ¿no es verdad?
María de la Piedad mirábale asombrada; ¡aquel héroe, aquel fascinador por quien lloraban las mujeres, aquel poeta que los periódicos glorificaban, era un hombre extremamente simple, mucho menos complicado, menos espectacular que el hijo del cobrador! No era hermoso siquiera. Con el sombrero blanco echado sobre una faz llena y barbuda, la levita de franela cayendo a lo largo de un cuerpo robusto y pequeño, sus zapatos enormes, parecíale uno de esos cazadores de aldea que, a las veces, encontraba, cuando de mes para mes iba a visitar las propiedades del otro lado del río. Además de eso, no hacía frases; la primera vez que vino a comer habló apenas, con grande naturalidad, de sus negocios. Viniera por ellos. La única tierra que no estaba devorada o abominablemente hipotecada, de lo que le correspondiera de la fortuna de su padre, era la Curgosa, una hacienda cerca de la villa, que estaba muy mal arrendada… Deseaba venderla. ¡Mas eso parecíale a él tan difícil, como hacer la Iliada!… Sinceramente lamentaba ver al primo allí, inútil sobre la cama, sin poderle ayudar en esos pasos que era menester dar con los compradores. Así que tuvo una grande alegría cuando Juan Coutinho le declaró que su mujer era una administradora de primer orden, y hábil en estas cuestiones, como un antiguo rábula.
—Ella va contigo a ver la hacienda, habla con Telles, y arréglate todo eso… Y en cuestión de precio, déjala a ella…
—¡Qué superioridad, prima! —exclamó Adrián maravillado—. ¡Un ángel que entiende de cifras!
Por primera vez en su vida, enrojeció María de la Piedad con la palabra de un hombre. Prestose en seguida a ser la procuradora del primo…
Al otro día fueron a ver la hacienda. Como estaba cerca, y era un día de marzo fresco y claro, partieron a pie. Intimidada al principio por aquella compañía de un león, la pobre señora caminaba junto a él con el aire de un pájaro asustado; porque, a pesar de ser tan sencillo, había en su figura, enérgica y musculosa, en el timbre duro de su voz, en sus ojos pequeños y lúcidos, alguna cosa de fuerte, de dominante, que la embarazaba. Prendiérasele a la orla de su vestido un vástago de zarza, y como él se inclinara para desprenderlo delicadamente, el contacto de aquella mano blanca y fina de artista en el volante de su saya, incomodola mucho. Apresuraba el paso para llegar pronto a la hacienda, avivar el negocio con Telles, y retornar inmediatamente a refugiarse, como en su elemento propio, en el aire sofocado y triste de un hospital. Pero la carretera extendíase blanca y larga, bajo el sol tibio, y la conversación de Adrián fuérala lentamente acostumbrando a su presencia. El primo parecía desolado de la tristeza de aquella casa. Diole algunos buenos consejos; lo que los pequeños necesitaban era aire, sol, otra vida distinta de aquel sofocamiento de la alcoba…
También ella lo juzgaba así; pero, ¿qué? El pobre Juan, siempre que se le hablaba de ir a pasar una temporada a la quinta, afligíase terriblemente; tenía horror a los grandes aires y a los grandes horizontes; la fuerte naturaleza hacíale casi desmayarse; hiciérase un ser artificial, oculto entre los cortinones de la cama…
Compadeciola entonces. De seguro podría haber alguna satisfacción en un deber tan santamente cumplido… Mas, en fin, ella debía tener momentos en que desease algo más que aquellas cuatro paredes, impregnadas del hálito de la enfermedad…
—¿Qué he de desear más? —dijo ella.
Callose Adrián; pareciole absurdo suponer que desease, por ejemplo, el Chiado o el teatro de la Trinidad… Pensaba en otros apetitos, en las ambiciones del corazón insatisfecho… Mas esto pareciole tan delicado, tan grave de decir a aquella criatura virginal y seria, que habló del paisaje.
—¿Ya vio el molino? —preguntole ella.
—Tengo ganas de verlo; si me lo quisieras ir a enseñar, prima.
—Hoy es tarde.
Combináronse para ir a visitar ese rincón de verdura, que era el idilio de la villa.
La larga plática con Telles, en la hacienda, creó una aproximación mayor entre Adrián y María de la Piedad. Aquella venta, que había discutido con una astucia de aldeana, ponía entre ellos como un interés común. Al volver, hablábanse ya con menos reserva. Y es que había en las maneras del primo una atracción que, a su pesar, la llevaba a revelarse, a darle su confianza; nunca hablara tanto con nadie; a nadie jamás dejara ver tanto de la melancolía oculta que erraba constantemente en su alma. Por otra parte, sus quejas eran sobre el mismo dolor: la tristeza de su vida, las enfermedades, tantos cuidados graves… Y atraíale hacia él una simpatía, como un indefinido deseo de tenerle siempre presente, desde que se hacía de tal manera depositario de sus tristezas.
Adrián volvió para su casa, impresionado, interesado por aquella criatura tan triste y tan dulce, que se destacaba sobre el mundo de mujeres que hasta allí había conocido, como un suave perfil de ángel gótico entre fisonomías de mesa redonda. Concordaba todo en ella deliciosamente: el oro del cabello, la dulzura de la voz, la modestia en la melancolía, la casta línea, haciendo un ser delicado y distinto, al cual ese mismo pequeño espíritu burgués, cierto fondo rústico de aldeana y una leve vulgaridad de hábitos dábanle mayor encanto; era un ángel que vivía en un villorrio grosero, atado por muchos lados a las trivialidades del sitio; pero bastaría un soplo para hacerlo remontar al cielo natural, a las puras cimas de la sentimentalidad…
Hallaba absurdo e infame enamorar a la prima… Mas involuntariamente pensaba en el delicioso placer de hacer latir aquel corazón, que no estaba deformado por el corsé, y de poner al fin sus labios en un rostro donde no hubiese polvos de arroz… Inducíale sobre todo el pensar que podría recorrer todo Portugal, sin encontrar ni aquella línea del cuerpo, ni aquella virginidad, distinta de alma adormecida… Ocasión como aquella no volvería.
El paseo al molino fue encantador. Era un rincón de la naturaleza, digno de Corot, especialmente a la hora del medio día, en que ellos habían ido, con la frescura del verdor, la sombra recogida de los grandes árboles y toda suerte de murmurios de agua corriente, huyendo, reluciendo entre los musgos y las piedras, elevando y esparciendo en el aire el frío del follaje, del césped, por donde corrían cantando. El molino hallábase en un hondo pintoresco, con su vieja edificación de piedra secular, su rueda enorme, casi podrida, cubierta de hierbas, inmóvil, sobre la helada limpidez del agua oscura. Adrián hallábalo digno de una escena de novela, o mejor, de la morada de una hada. María de la Piedad no decía nada, hallando extraordinaria aquella admiración por el molino abandonado del tío Costa. Como ella venía un poco cansada, sentáronse en una escalera de piedra descoyuntada, que tenía sumergidos en el agua de la presa los últimos peldaños, y allí permanecieron un momento callados, en el encanto de aquella frescura murmuradora, oyendo a las aves piar en las ramas. Adrián veíala de perfil, un poco curvada, agujereando con la punta de la sombrilla las hierbas bravas que invadían la escalera. Estaba deliciosa así, tan blanca, tan rubia, de una línea tan pura sobre el fondo azul del aire; el sombrero era de mal gusto, el vestido anticuado, pero él hasta hallaba en eso una picante ingenuidad. El silencio de los campos aislábalos en derredor, e, insensiblemente, Adrián comenzó a hablarle bajo. Compadecíala otra vez, por la melancolía de su existencia en aquella triste villa, por su destino de enfermera… Escuchábale ella con los ojos bajos, pasmada de verse allí, tan a solas con aquel hombre tan robusto, toda recelosa y hallando un delicioso sabor a su recelo… Hubo un momento en que él habló del encanto de quedar allí para siempre, en la villa.
—¿Quedar aquí? ¿Para qué? —preguntole sonriendo.
—¿Para qué? Para esto, para estar siempre cerca de usted…
Cubriose de rubor y se le escapó la sombrilla de las manos. Recelando haberla ofendido, Adrián añadió luego, riendo:
—¿Pues no sería delicioso?… Yo podía arrendar este molino, hacerme molinero… Usted me daría su parroquia…
Hízola reír; estaba más linda cuando reía; brillaba todo en ella: los dientes, la piel, el color del cabello. Adrián continuó bromeando con su plan de hacerse molinero y de ir por la carretera detrás de un burro, cargado de sacos de harina.
—Y yo vengo a ayudarle, primo —dijo, animada por su propia risa, por la alegría de aquel hombre que tenía a su lado.
—¿Viene? —exclamó él—. Júrole que me hago molinero. ¡Qué paraíso los dos aquí, en el molino, ganando alegremente nuestra vida y oyendo cantar a estos mirlos!
Enrojeció otra vez María y retrocedió como si en efecto tratase ya de arrebatarla para el molino. Mas Adrián ahora, inflamado por aquella idea, pintábale con su palabra colorida una vida novelesca, de una felicidad idílica, en aquel escondrijo de verdura. De mañana, a pie, muy temprano, para el trabajo; después, el almuerzo, en el césped, a la orilla del agua; y de noche, sus buenas charlas allí sentados, a la claridad de las estrellas o bajo la sombra cálida de los negros cielos de verano…
Y de repente, sin que ella se resistiese, prendiola en los brazos y besola sobre los labios, en un solo beso profundo e interminable. María había quedado contra su pecho, blanca, como muerta; dos lágrimas corríanle a lo largo de la faz. Tan dolorosa y flaca estaba, que Adrián la soltó; alzose ella, cogió la sombrilla y quedó delante de él, con el labio temblando:
—Está mal hecho… está mal hecho…
Él estaba también tan perturbado, que la dejó descender hacia el camino; a poco, seguían entrambos, callados, hacia la villa. Ya en la hospedería, pensó:
—¡Fui un loco!
Mas en el fondo sentíase contento de su generosidad. De noche fue a su casa y encontrola con el pequeñín en el cuello, lavándole en agua de malvas unas heridas que tenía en la pierna. Pareciole odioso entonces distraer a aquella mujer de sus enfermos. Además, que un momento como aquel del molino no volvería. Quedar allí, en aquel rincón odioso de provincia, desmoralizando en frío a una buena madre, sería absurdo… La venta de la finca estaba concluida. Por lo cual, apareció al día siguiente, por la tarde, a decirle adiós; partía a la anochecida en la diligencia. Encontrola en la sala ante la acostumbrada ventana, con la chiquillada enferma, acurrucada contra sus sayas. Oyole decir que partía sin que se le mudase el color, sin palpitarle el pecho… Adrián hallole la palma de la mano tan fría como un mármol. Al salir él, María de la Piedad quedó vuelta para la ventana, escondiendo la cara de los pequeños, mirando abstractamente al paisaje que oscurecía, cayéndole las lágrimas cuatro a cuatro sobre la costura…
Amábalo. Desde los primeros días, su figura, resuelta y fuerte, sus ojos lúcidos, toda la virilidad de su persona, habíansele apoderado de la imaginación. No era su talento, ni su celebridad en Lisboa, ni las mujeres que le habían amado lo que la encantaba; eso para ella aparecíasele vago y poco comprensible; lo que la fascinaba era aquella seriedad, aquel aire honrado y sano, aquella robustez de vida, aquella voz tan grave y tan rica; adivinaba, más allá de su existencia ligada a un inválido, otras posibles existencias, en las cuales no se ve siempre delante de los ojos una capa flaca y moribunda, en que las noches no se pasan esperando las horas de los remedios… Había sido como una ráfaga de aire impregnado de todas las fuerzas vivas de la Naturaleza que atravesara súbitamente su alcoba ahogada; respiráralo deliciosamente… Habíale oído, además, hablar de aquel modo, mostrándose tan bueno, tan serio, tan delicado; a la fuerza de su cuerpo, que admiraba, juntábase ahora un corazón tierno, de una ternura varonil y fuerte, para cautivarla… Invadiola este amor latente, apoderose de ella una noche en que se le ofreció esta idea, esta visión: ¡Si fuese mi marido! Estremeciose toda, apretó desesperadamente los brazos contra el pecho, como confundiéndose con su imagen evocada, prendiéndose a ella, refugiándose en su fuerza…Después, como le había dado aquel beso en el molino.
¡Y partiera!
Comenzó entonces para María de la Piedad una existencia de abandonada. De repente, todo en torno de ella —la enfermedad del marido, achaques de los hijos, tristezas de sus días, la costura— le pareció lúgubre. Sus deberes, ahora que no ponía en ellos el alma entera, éranle pesados como fardos injustos. Represéntasele su vida como desgracia excepcional; no se rebelaba aún; mas tenía de esos abatimientos, de esas súbitas fatigas de todo su ser, en que caía sobre la silla, con los brazos pendientes, murmurando:
—¿Cuándo se acabará esto?
Refugiábase entonces en aquel amor como en una compensación deliciosa. Juzgándolo puro, todo del alma, dejábase penetrar de él y de su lenta influencia. Adrián tornárase en su imaginación como un ser de proporciones extraordinarias, todo lo que es fuerte y es bello y da razón a la vida. No quiso que nada de lo que era de él o venía de él, le fuese ajeno. Leyó todos sus libros, sobre todo, aquella Magdalena que también amara, y muriera de un abandono. Estas lecturas calmábanla, dábanle como una vaga satisfacción al deseo. Llorando los dolores de las heroínas de novela, parecía sentir alivio en los suyos.
Lentamente esta necesidad de llenar la imaginación con estos lances de amor, apoderose de ella. Un devorar constante de novelas durante meses. Iba así creando en su espíritu un mundo artificial e idealizado. Hacíasele odiosa la realidad, sobre todo bajo aquel aspecto de su casa, donde encontraba siempre agarrado a sus sayas un ser enfermo. Vinieron las primeras revueltas. Tornose impaciente y áspera. No soportaba que la arrancasen a los episodios sentimentales de su libro para ir a ayudar a volverse en la cama al marido y sentirle el mal aliento. Llegaron a causarle asco las botellas de medicina, los emplastos, las heridas de los pequeños que tenía que lavar. Comenzó a leer versos. Pasaba horas sola, en un profundo mutismo, a la ventana, teniendo bajo su mirar de virgen rubia toda la rebelión de una apasionada. Creía en los amantes que escalan los balcones entre el canto de los ruiseñores y quería ser amada así, poseída en el misterio de una noche romántica.
Poco a poco, su amor desprendiose de la imagen de Adrián, alargose, extendiose a un ser vago que estaba hecho de todo lo que la encantara en los héroes de novela: era un ente medio príncipe y medio facineroso, que tenía, sobre todo, fuerza. Esto era lo que quería, lo que admiraba, lo que ansiaba en las noches cálidas en que no podía dormir: dos brazos fuertes como acero que la apretasen en un abrazo mortal; dos labios de fuego que en un beso le chupasen el alma. Estaba histérica.
A las veces, al pie del lecho del marido, viendo delante de ella a aquel cuerpo de tísico, en una inmovilidad de tullido, sentía un odio torpe, un deseo de apresurarle la muerte…
Y, en medio de esta excitación mórbida del temperamento irritado, acometíanla súbitas flaquezas; sustos de ave que posa, un grito al oír batir una puerta; una palidez de desmayo en habiendo en la sala flores muy olorosas… De noche, asfixiábase: abría la ventana; mas el cálido aire, el tibio hálito de la tierra caliente del sol, henchíanla de un intenso deseo, de una ansia voluptuosa cortada de visión de llanto. La santa tornábase Venus.
El romanticismo mórbido había penetrado tanto en ella, y desmoralizara tan profundamente, que llegó el momento en que bastaría que un hombre la tocase, para que a seguida se echara en sus brazos. Fue lo que le sucedió con el primero que la enamoró, de ahí a dos años. Era el practicante de la farmacia.
Por causa de él, escandalizó toda la villa. Y ahora, deja la casa en el mayor desorden, los hijos sucios, en harapos, sin comer hasta las mil y quinientas; el marido, gimiendo, abandonado en su alcoba, toda la trapallada de los emplastos por encima de las sillas, todo en un torpe desamparo, para andar detrás del hombre, un tunante odioso, de cara gordiflona, anteojo negro con gruesa cinta pasada por detrás de la oreja y bonete de seda puesto coquetamente. Viene de noche a las entrevistas con chinelas de orillo; huele a sudor: y pídele dinero prestado, para sustentar a una Juana, obesa criatura, a quien llaman en la villa la bola de unto.