Habíamos llegado a Entralgo la noche anterior; un día entero caminando en diligencia hasta entrar en Sama de Langreo. Allí nos esperaba nuestro mayordomo Cayetano con los caballos necesarios. Montó mi padre en un caballo blanco, izaron a mi madre sobre otro negro provisto de jámugas, acomodaron a las criadas sobre pacíficos asnos y a mí me puso Cayetano delante de sí en su propio caballo Gallardo, más brioso que Bucéfalo y más juicioso que Rocinante. Nos servía de espolique José Mateo.
Seguimos la orilla del río y cuando llegamos a Entralgo era ya noche. Yo estaba medio dormido. Sólo me di cuenta de que había unas montañas muy altas, muchos árboles, un río, una gran casa con balcones de madera y delante de ella unos cuantos aldeanos y aldeanas que nos acogieron con alegría. Dos de ellos llevaban sendos candiles en las manos, con los cuales nos alumbraban mientras nos apeábamos. Recuerdo que una mujer vieja y gorda, mejor vestida que las otras, me tomó de los brazos de Cayetano en los suyos y me besó con efusión diciendo en voz alta que parecía un clavel. Era Manola la noble esposa de Cayetano. Después manifestó en voz más alta aún, que parecía un botón de rosa y recuerdo que estos símiles me gustaron mucho y me hicieron formar buena idea de las facultades discursivas de esta señora.
Mi padre dijo:
—Acostad a ese niño inmediatamente.
Mi madre respondió:
—Le daremos antes de cenar.
Mi padre replicó:
—No es necesario. Ha comido muchas golosinas.
Y no recuerdo más. Cuando a la mañana siguiente abrí los ojos estaba en el Paraíso terrenal.
Por los cristales de mi balcón se veía el sol nadando ya por el cielo azul. Frente a mí se alzaba una alta, hermosa montaña cuya crestería semejaba la de un castillo fantástico. Sobre esta montaña venían a posarse algunas nubecillas arreboladas que el viento empujaba suavemente. El balcón abría sobre un corredor guarnecido de una magnífica parra cuyos pámpanos caían como espléndido cortinaje, ocultándome a medias el paisaje.
En aquel mismo cuarto hacía seis años, el de gracia de 1853, había yo visto por vez primera la luz del día.
Mi padre me contó más tarde las circunstancias de mi nacimiento. Mi madre se hallaba en manos de la partera, de Manola y de otras tres o cuatro mujerucas expertas. Mientras tanto él, agitado y temeroso paseaba por el salón de la casa en compañía del notario don Salvador, del abogado Juncos y del señor cura de Lorio. A estos personajes fuí presentado inmediatamente después de nacer con las solemnidades de rúbrica. No hacía memoria mi padre de lo que había dicho en esta grave ocasión don Salvador el notario, ni el señor cura de Lorio, pero sí recordaba perfectamente que el abogado Juncos, mirándome fijamente y extendiendo su mano sobre mi cabeza, profirió con acento severo estas memorables palabras:
—¡Dios le deje llegar al solio pontificio!
El lector tendrá ya noticia seguramente de que los deseos proféticos del abogado Juncos no se han verificado. Me consta que mientras vivió nunca pudo consolarse de esta amarga decepción que le hizo experimentar el Sacro Conclave Romano.
Poco después de nacer yo se trasladó mi familia a Avilés, la villa marítima que todo el mundo conoce. Y mis padres tuvieron el mal gusto de pasar seis años sin poner los pies en Entralgo, lugar de celestiales delicias enclavado en la montaña.
Osadamente me vestí sin llamar a la chacha y mi audacia llegó al punto de deslizarme por la casa sin conocerla. Encontré una escalera, bajé por ella y salí al campo. ¡Oh qué hermosa huerta se extendía delante de mí toda llena de ciruelas, cerezas y otros frutos deliciosos! Apenas di unos cuantos pasos tropecé con José Mateo, aquel criado moreno, fornido, de cabellos rizados que nos había servido de espolique la tarde anterior.
—José Mateo, alcánzame una ciruela.
José Mateo obedeció inmediatamente. Después vi un cerezo cubierto de cerezas y ordené con el mismo imperio:
—José Mateo, alcánzame cerezas.
Y con igual sumisión José Mateo se encaramó en el árbol y me entregó una rama cuajada de ellas.
—¿Dónde vas?—le pregunté.
José Mateo me enteró de que iba en aquel momento a ordeñar las vacas y me preguntó si quería hacerle el honor de acompañarle. Se lo otorgué generosamente. Fuimos al establo y delante de él había unos cuantos hombres y mujeres arrancando patatas, que me acogieron con júbilo y me vitorearon como a un emperador. Yo apenas correspondí a esta calurosa ovación porque tenía prisa de hallarme frente a las vacas. Había cinco o seis: la Salia, la Cereza, la Garbosa, la Morueca, etc. Las contemplé con respeto y simpatía, pero mis ojos y mis sentidos todos se dirigieron inmediatamente a los terneros que se hallaban amarrados lejos de sus madres a un pesebre mucho más bajo. Acometido súbito de fervoroso amor me precipité hacia ellos para abrazarlos y besarlos. Me acogieron con notoria ingratitud, brincando y retorciéndose para esquivar mis caricias.
—José Mateo, móntame sobre una vaca.
José Mateo me montó sobre una vaca y me sostuvo todo el tiempo que yo quise. Después tomó su colodra y se puso a ordeñar. Los que arrancaban las patatas vinieron un momento a reposarse y siguieron tributándome los mismos homenajes. Pero yo estaba atentísimo a la operación que realizaba José Mateo. Sin saber cómo, en mi mente nació un pensamiento ambicioso, el de ordeñar yo también a uno de los terneros. En cuanto signifiqué la proposición obtuvo un éxito inesperado. No sólo José Mateo sino todos los que allí había lo mismo hombres que mujeres la aprobaron fuertemente y manifestaron del modo más ostensible su satisfacción. José Mateo buscó un zapito más chico y me lo entregó. Acto continuo me puse a la obra…
¿Por qué ríen aquellos mastuerzos? ¿Por qué ríen tanto? Reían hasta desternillarse, apretándose las costillas como si fuesen a estallar. Pero el ternero, brincaba, coceaba, se retorcía: y por más que yo, diligente y enardecido por los gritos de entusiasmo que los arrancadores de patatas lanzaban al aire, no cejaba en mi tarea, nunca pude extraer de él una gota de leche. Para resarcirme de esta dolorosa decepción José Mateo me ofreció un zapito rebosante de ella. Bebí hasta que me harté con viva satisfacción del concurso, el cual prorrumpió en gritos de entusiasmo al verme con las narices teñidas.
En cuanto salimos del establo lo primero que encontramos ¡oh dicha! fué un asno.
—José Mateo, móntame sobre ese burro.
José Mateo obedeció y todos los demás le ayudaron a izarme y me pasearon largo rato por mis dominios hasta que me llamaron a tomar el chocolate. Y apenas tomado, subí de nuevo al cielo, esto es, monté en el asno y seguí paseándome, sirviéndome de palafreneros una muchedumbre de hombres y mujeres, por aquellos parajes encantados donde todo era placer, dicha y amor.
Cuando llegó la hora de comer Manola y su digno esposo Cayetano, que ocupaban los bajos de nuestra casa, me invitaron a su mesa. ¡Oh! esta mesa era el artefacto más ingenioso y admirable que jamás se haya visto. Nos sentábamos en un gran escaño de madera ennegrecida delante del lar; se soltaban unas clavijas y de pronto bajaba una gran tabla a colocarse delante de nosotros. A pesar de mis canas todavía no puedo recordar esta mesa sin que mi corazón salte de alegría.
Mientras comíamos, una gata maravillosa vino a ponerse sobre el hombro de Cayetano y a comer las sobras de su plato. Mi sueño en aquel momento sería que se montase también sobre mi hombro y comiese conmigo. Pues bien, este sueño ambicioso se realizó antes de llegar al final de la comida. La Micona, aquella gata majestuosa, madre de tres generaciones de gatos guerreros, me hizo el honor de subirse a mi espalda y meter el hocico en mi plato. Yo permanecí tan confuso y agradecido que me apresuré a darle todo lo que había en él y si no hubiera sido por Manola me quedo con hambre.
Después salgo al campo otra vez, y mis pies recorren los deliciosos senderos de la aldea, los bosques de avellanos, las calles estrechas entre setos de zarzamora y madreselva. Un sentimiento de inmortal felicidad invadía mi espíritu, lo tenía suspenso y extasiado. El aire embalsamado penetraba en mis pulmones embriagándome, los pájaros gorjeaban sobre mi cabeza bendiciones, las hojas de los árboles susurraban a mi oído promesas de dicha. De pronto en una de las revueltas del sendero, tropiezo con una gran cerda que llevaba en pos de sí ocho o diez cerditos. Jamás he visto una aparición más celestial. Aquellos animalitos bulliciosos, sonrosados, cautivaron inmediatamente mi corazón.
Y como yo estaba persuadido de que me hallaba en el Paraíso y que todas las criaturas de Dios debían obedecerme y acatarme, en cuanto vi a un paisano cerca le ordené que me diera uno de aquellos cerditos. Sin pérdida de tiempo me lo entregó y yo le besé con transporte en el hocico. Pero aquel animalito no debía estar acostumbrado a esta clase de expansiones amorosas porque la tomó como una ofensa, se puso a chillar y a forcejear hasta que logró desasirse y escapar con sus hermanos.
Un poco más lejos vi algunos carneros pastando, y el pastor, que era un chico de catorce o quince años, me invitó a que me sentara a su lado. Me trató igualmente como a rey y señor, me regaló una flauta con la cual distraía sus ocios y los de los carneros, me enseñó a hacer jaulas de mimbre para los grillos, me adiestró en la caza de éstos, revelándome algunos procedimientos de su invención y por último me hizo saber que aquellos carneros me pertenecían y estaban a mis órdenes. Por lo tanto no tenía más que pedir a mi papá que me hiciese construir un carrito de madera y él se encargaba de enganchar los dos más fuertes y domarlos hasta que pudiera pasearme por todo el concejo y llegar a Sama si fuera necesario. Yo pensé que me volvía loco de alegría. Me fuí a casa y haciendo irrupción en el despacho donde se hallaba mi padre con algunos señores, le signifiqué a boca de jarro mi pretensión. Todos aquellos señores la encontraron muy razonable y la apoyaron con todas sus fuerzas, de modo que mi padre dió inmediatamente las órdenes oportunas para que se construyese el carro.
Pero ¿qué es lo que veo? Un perrito negro con un redondo lunar blanco en la frente, que empieza a brincar en torno mío solicitando mi valiosa protección. Me apoderé de él, le tomé en mis brazos y nuestra amistad quedó sellada. Este perrito era una perrita, se llamaba Peseta a causa de la forma y tamaño del lunar, que semejaba la moneda de este nombre y pertenecía al médico don Nicolás, uno de los señores presentes. Como es lógico le pedí en seguida que me la regalase, y como es lógico también, me respondió que desde aquel momento era mía.
Salí con ella en los brazos y la paseé triunfante por la aldea mostrándola con orgullo a todo el vecindario. El respeto a la verdad me obliga a confesar que durante las dos o tres horas que la llevé sobre mi pecho, aquella linda perrita me dió pruebas inequívocas del más fino amor. Me decía cosas tiernas al oído y me lamía la cara, acaso más a menudo que lo que hubiera aconsejado la decencia. ¿Por qué, pues, aprovechando un descuido mío, saltó al suelo y emprendió una carrera vertiginosa sin escuchar mis anhelantes llamamientos? Nunca he podido comprenderlo. El corazón femenino es un abismo de contradicciones y misterios.
Cuando venía hacia casa mohino y entristecido, tropecé con don Marcos, aquel famoso capellán que había perdido su fortuna en francachelas y sobre el tapete verde.
—¡Don Marcos—le dije con acento dolorido—se me escapó la Peseta!
—¡Ay, hijo mío, cuántas se me habrán escapado a mí!—me respondió sonriendo.
Yo no entendí el equívoco y creí de buena fe que había tenido muchas perritas y se le habían escapado. Y le compadecí sinceramente.
Pero cuando llegué a casa el Muley, el obeso perro de caza de Cayetano, vino a mí y me consoló de la traición de aquella pérfida. ¡Qué honradote era aquel Muley! ¡qué gracioso! ¡Qué buen carácter tenía! Aunque me montase sobre él, aunque le tirase de las orejas y del rabo jamás le he visto enfadado. Lo único que hacía era sustraerme bonitamente el pan de la merienda. Pero lo ejecutaba con tal gracia y destreza que se lo perdonaba de todo corazón. Aquella tarde me hizo feliz y se tragó tres buenos cachos de pan y un gran pedazo de queso.
Por la noche, después de cenar me recosté en el gran sofá del comedor, cerca de mi madre, que ocupaba el otro extremo. Más de una docena de mujerucas de la aldea vinieron a hacernos la tertulia. Como no había sillas bastantes, muchas de ellas se acomodaron en el suelo. Mi padre en un ángulo de la estancia fumaba un cigarro puro y charlaba con el señor cura, el notario don Salvador, el abogado Juncos y Cayetano. Las mujerucas hilaban y mi madre hilaba también sirviéndose de una preciosa rueca con incrustaciones de marfil que le había regalado mi abuelo. Sus dedos de hada torcían el hilo tan fino que las mujerucas no se hartaban de admirarla. De vez en cuando posaba en mí sus grandes, hermosos ojos negros, y sonreía dulcemente.
Los míos se entornaban ya a mi despecho para dormir. Sentía perder de vista por algunas horas el paraíso en que la Providencia me había colocado. A mis oídos llegaba, sin embargo, la conversación que sostenía mi padre con aquellos señores. Se hablaba de unas cosas espantosas, del robo que se había cometido hacía pocos días en casa del señor cura de Pelúgano, de la ferocidad de los ladrones, de los tormentos que habían infligido al buen sacerdote y a su ama de gobierno para hacerles declarar dónde estaba escondido el dinero. Pero todo aquello no era más que una horrible pesadilla. Yo estaba en el Paraíso, me hallaba absolutamente convencido de ello, y ansiaba despertarme para gozar nuevamente de sus alegrías inmortales.