Cuando llegué a Madrid para estudiar mi carrera y vi en los escaparates de las tiendas de comestibles unos cartelitos que decían: Jamón de Avilés no pude menos de experimentar profunda sorpresa. A esta sorpresa siguió inmediatamente un sentimiento de vergüenza y de irritación. ¿Cómo? ¡La villa poética por excelencia, la villa de las mujeres hermosas y las canciones románticas, aquella blanca paloma del Cantábrico era conocida en el resto de España solamente por sus jamones!

Jamás pudiera imaginarlo ni lo imaginó ninguno de sus hijos. Viviendo en Avilés hasta entonces a nadie había oído gloriarse de esta grosera ventaja. Ni aun sabía que en Avilés existiesen cerdos. Mientras allí estuve no conocí más que uno, cierto administrador de correos que se comía las sardinas crudas y entregaba las cartas abiertas. Pero este administrador no había nacido en Avilés.

Si yo no he nacido tampoco en esta villa a ella me trajeron cuando contaba sólo algunos meses de edad. De modo que puedo y quiero considerarla como mi segunda patria.

Los avilesinos son nobles, alegres, probos y están dotados de viva imaginación, aman la música, son sentimentales y un poco románticos. Reina en este pueblo una amable jovialidad infantil que ensancha el corazón de cuantos viajeros lo visitan y aleja instantáneamente su mal humor. A muchos he oído decir que así que ponían los pies en Avilés se sentían cambiados, olvidaban sus penas y amaban otra vez la vida. Por todo lo cual sería muy justo que el Gobierno de la nación declarase a esta villa sanatorio oficial para los neurasténicos.

A mis oídos ha llegado el rumor de que los avilesinos actualmente toman en serio las mezquindades de la política. Me resisto a creerlo. Hace sesenta años en Avilés no existía la política ni nadie pensaba más que en servir a Dios y bailar habaneras. Si había elecciones, que yo lo dudo mucho, era cosa que se efectuaba allá en secreto en el Ayuntamiento entre unos cuantos señores que regresaban a la hora de comer a sus casas furiosos porque se les hubiera molestado para cosa tan baladí.

En cambio cuando se trataba de una romería todos éramos unos. Grandes y pequeños, hombres y mujeres, ancianos y niños marchábamos como un solo cuerpo. Si el santuario estaba lejos se iba por la mañana y las domésticas llevaban en grandes cestas la comida: si estaba cerca íbamos después de comer. Pero había uno, el más principal de todos, el de Nuestra Señora de la Luz que estaba cerca y sin embargo no faltaban sibaritas que al rayar el alba subían a la pintoresca colina provistos de bizcochos, compraban a las aldeanas pucheros de leche y después de proporcionarse este regalo jugaban con las vasijas hasta romperlas y volvían a casa para restituirse de nuevo a la romería por la tarde.

¿Qué se hacía en estas romerías? Pues bailar, bailar hasta caer exánime sobre el césped. En Avilés el no saber bailar constituye un crimen de lesa majestad. Todo el mundo habrá oído decir que de aquí han salido los primeros bailarines del mundo. Cuando por primera vez me llevaron mis padres a un baile del Liceo (tenía yo diez y seis años) mi madre me dijo gravemente:—«Anda ve a pedir este vals a Romana que es la que mejor lo baila en Avilés.»—Romana era una señorita de cuarenta años y bailaba de un modo increíble, como una sílfide veterana. Me arrebató en sus brazos y después de hacerme rodar como un trompo por espacio de un cuarto de hora me entregó casi privado de conocimiento a mis padres.

Se formaban corros de señoritas y corros de artesanas y en unos y otros se bailaba frenéticamente. No existía la lucha de clases; y la prueba es que muchos señoritos abandonaban el círculo de sus iguales y se introducían en el de las artesanas sin que los obreros se diesen por ofendidos. En los años que allí viví no he presenciado jamás una reyerta. ¡Cuán distintos de ellos los hijos belicosos del valle de Laviana donde vi la luz del día! Aquí no se celebraba romería sin que a la hora de ponerse el sol no viniesen fieramente a las manos las huestes acaudilladas respectivamente por Nolo de la Braña y Toribión de Lorio[3].

Al ponerse el sol regresaban los romeros a la villa entonando a dúo unas canciones románticas que aún me enternecen cuando las recuerdo.

Era la Bayamesa.

No recuerdas gentil Bayamesa

Que tú fuiste mi sol refulgente…

Era la Sútil nube

Sútil nube de luz ondulante.

Era el delicioso pasacalle que todo el mundo conoce.

Calle la del Rivero

Calle del Cristo.

Y algunos señoritos, sin duda para cantar con más afinación, traían colgada del brazo una linda menestrala más gentil y más ondulante que la bayamesa y la nube de sus canciones. Cantaban estas muchachas como los ángeles que rodean el trono del Altísimo y cuando las oía al pasar por el soportal debajo de mi casa me creía transportado al cielo. Mi padre pretendía que aliñaban el canto con adornos de mal gusto; pero no hay que hacer caso de mi padre en este punto porque había nacido en Oviedo y ya se sabe que todos los pueblos de la provincia, incluso la capital, nos tenían una envidia rabiosa.

La mayoría de las calles de Avilés está provista de arcos o pórticos que preservan de la lluvia y del sol al transeunte. Las dos más largas, la del Rivero, donde yo vivía, y la de Galiana, tienen al final cada una un santuario donde se venera un milagroso Cristo, como si la hermosa villa quisiera poner su alegría y su inocencia bajo la guarda de Aquel que dijo: «O niños o como niños».

Yo estaba persuadido en mi niñez de que estos pórticos se habían construído exclusivamente con el objeto de que nosotros los chicos pudiéramos divertirnos lo mismo que hiciera bueno que mal tiempo. Asimismo pensaba que la Providencia había colocado una espaciosa plaza delante de la iglesia de San Francisco llamada la Campa, para que nosotros pudiéramos jugar a la pelota, a la peonza y a Justicias y Ladrones, y delante del arruinado convento de la Merced, otro gran espacio llamado Campo Caín, donde había siempre grandes montones de lodo destinados sin duda alguna al juego del llancón (la estaca).

Pero cuando la Providencia se mostró verdaderamente perspicaz fué cuando sugirió al ministro de Fomento la idea de canalizar la ría y de enviar como director de las obras a un hermano de mi padre. Di gracias a Dios de todo corazón porque comprendí inmediatamente que todos aquellos trabajos y los millones gastados en ellos no tenían otro fin que el de poner a mi disposición un bote, el bote de la Empresa, para convidar a mis amigos y surcar con ellos en todas direcciones a marea baja y a marea alta la famosa ría. Tanto la surqué que en poco tiempo llegué a saberme de memoria las vueltas y revueltas del canal. A marea alta podría señalar, sin equivocarme en medio metro, el sitio por donde corría.

Avilés se compone de dos barrios, uno el de la villa propiamente dicha y otro el de Sabugo, donde habitan los marineros, pescadores y menestrales de menor cuantía. Los separaba en mi tiempo un brazo de la ría, sobre el cual había un puente de piedra. Hoy se ha cegado este brazo y sobre él han edificado una plaza y construído un parque. Para nosotros, los niños de la villa, Sabugo significaba el país enemigo. Allí estaban los bárbaros acechándonos noche y día para caer sobre nosotros al menor descuido y entregarse al pillaje. De allí salían aquellos bandidos que cuando nos apartábamos un poco del recinto de la villa para echar al aire nuestras sierpes (cometas) acudían feroces como si la tierra o por mejor decir el infierno los vomitasen y nos cortaban los hilos y se apoderaban de nuestras sierpes y además nos hartaban de bofetadas. ¿Dónde estaba la Reina? ¿Dónde estaba la Guardia civil? ¿Dónde estaba la policía para poner a buen recaudo a estos salteadores? Por ninguna parte asomaba la mano del poder coercitivo mostrando que vivíamos en una sociedad organizada. La vida de los niños repite sin cesar al través de los siglos el tipo anárquico de los tiempos primitivos.

Existía en Avilés una academia de música, un teatro, una sociedad de baile. De todo esto era el alma un tío mío oficial de artillería retirado y valetudinario. A pesar de sus crueles achaques este perfecto caballero esparcía la alegría y mantenía vivo en su pueblo natal el cultivo del arte. Cuando se erigió el pequeño teatro de la calle de la Cámara sus conciudadanos agradecidos le dejaron construir en apartado rincón un palco con celosía desde donde el buen viejo podía asistir a las representaciones sin ser visto.

La sociedad de baile llamada el Liceo estaba situada en el antiguo convento de San Francisco. Porque los arruinados conventos de la Merced y de San Francisco servían para todo, para escuelas, para cátedras, para cuartel, para oficinas, para aduanas… y hasta para salones de baile. El del Liceo era magnífico, de elevada techumbre y lindamente decorado. Los bailes se celebraban allí con toda pompa y majestad y eran el orgullo de la villa y la envidia de los extraños. Las damas y los caballeros que a ellos asistían o estaban unidos por los lazos del parentesco o eran amigos íntimos desde la infancia. En una población de ocho mil habitantes nada tiene de asombroso. Pues a pesar de eso todo se efectuaba allí con una gravedad y una corrección dignas de cualquier recepción diplomática. Las damas iban descotadas luciendo sus brazos y espaldas alabastrinas, los caballeros de frac y corbata blanca. El presidente nombraba la comisión de jóvenes introductores. La orquesta tocaba oculta desde una tribuna; los criados entraban a cierta hora con grandes bandejas de plata atestadas de confites. Se hablaba en voz baja, y los amigos con sus amigos y hasta los hermanos con sus hermanas adoptaban una actitud fría y cortesana. Todo era allí ceremonioso, imponente, dramático. Nadie dudaba de que al bailar un rigodón o una mazurca estaba cumpliendo con el sagrado deber de ilustrar a su patria.

Ya puede imaginarse el efecto que causaría la desenvoltura de un joven lánguido y displicente hijo de un banquero de Oviedo que en el baile más solemne de Avilés, nada menos que en el baile de San Agustín, penetró en el salón del Liceo con botas de color, americana de alpaca y una sombrilla en la mano. El presidente le envió un recado por medio del conserje para que desalojase inmediatamente. Así lo hizo, pero la herida estaba ya inferida. A la mañana siguiente la noticia corrió como un reguero de pólvora por todos los ámbitos de la población levantando una tempestad de protestas. La villa entera vibró de indignación y de cólera. Los jóvenes y los viejos, lo mismo los caballeros que los menestrales gimieron al unísono por aquella puñalada que a nuestra amada villa le habían dado por la espalda. En los cafés, en las tiendas, en medio de la calle se hacían comentarios acalorados. Debajo de los arcos del Ayuntamiento se formaron corrillos amenazadores. En el centro de uno de ellos un viejo capitán de barco mercante vociferaba aconsejando que se fuese al hotel donde el mequetrefe de Oviedo se alojaba y se le arrojase por el balcón. El mequetrefe, escuchando la voz de la prudencia, tomó a bien meterse en la diligencia de Oviedo sustrayéndose de este modo a un probable lynchamiento.

Los avilesinos son apasionados del arte lírico y dramático. Cada una de las compañías de verso, de zarzuela o de ópera que durante la temporada de verano venían a dar entre nosotros algunas representaciones, lograban conmover hasta los cimientos la villa y exaltar todos los ánimos. No sólo se aplaudía a los cómicos y cantantes en el teatro; se les festejaba fuera, se organizaban en su obsequio jiras campestres y excursiones marítimas y se aspiraba ambiciosamente a tratarles con intimidad. Nuestros jóvenes se creían felices el día que tuteaban al barítono o les llamaba por su nombre de pila la dama joven. El pueblo improvisaba coplas alusivas a ellos y se cantaban por la calle. Recuerdo que llegaron en cierta ocasión un tenor llamado Palermi y una tiple llamada la Dalti que lograron cautivar como nunca a la población. Habiendo enfermado ésta se oía cantar a los chicos y a las artesanas por las calles de Avilés:

¿Qué tienes Palermi

que tan triste estás?

Me falta la Dalti

no puedo cantar.

Cuando la compañía contaba con dos tiples o dos tenores inmediatamente se tomaba parte por uno de ellos; la población se dividía en dos bandos: lo mismo en las tertulias particulares que en los cafés se discutía apasionadamente, se aquilataban sus méritos y se escudriñaban sus defectos. En cierta compañía llegaron dos tiples, una alta y gruesa a quien el pueblo llamó en seguida la tiplona, y otra bajita y menuda a quien se conoció por el sobrenombre de la tiplina. Una y otra tuvieron inmediatamente sus partidarios tan exaltados los unos como los otros. Los dos bandos riñeron una tarde en el paseo del Bombé y vinieron a las manos y un señorito partidario de la tiplona salió de la reyerta con las narices ensangrentadas.

Pero estas alegrías terminaban así que las Pléyades asomaban la punta de su carrito por el horizonte y el cierzo comenzaba a soplar frío y húmedo. Durante el invierno no había teatro. Algún prestidigitador extraviado, algunos exhibidores de vacas sabias o de focas amaestradas, niñas gordas, enanos y otros monstruos. Nada, en suma, que pudiera satisfacer los anhelos espirituales de aquel pueblo artista por excelencia.

No obstante, estos anhelos se abrían paso y se mostraban poderosos al través de las brumas, de la soledad y monotonía del invierno. Entregada a sus propios recursos la villa de Avilés mostraba su vitalidad y su amor a la carátula. Formábase una compañía de aficionados que actuaba con bastante frecuencia en el teatro. Entre estos aficionados había algunos que en mi opinión pudieran competir con los buenos actores que después he visto en Madrid. Había también un fecundísimo poeta llamado don Pedro Carreño que abastecía a la compañía de dramas, tragedias, comedias y entremeses. Este notable poeta no sólo escribía las obras dramáticas sino que, como Shakespeare, las dirigía y las representaba personalmente, si bien, como el gran poeta inglés, se reservaba sólo los papeles secundarios. Del inmenso catálogo de sus obras, sólo muy pocas fueron impresas en vida lo mismo que acaeció con las del autor de Hamlet, y para que la semejanza sea más completa añadiré que adoptaba también para ellas títulos caprichosos y fantásticos. Uno de sus dramas más aplaudidos se titulaba, si no recuerdo mal, Más vale que sierren tablas, de sabor verdaderamente shakespeariano.

Pero donde se hizo ostensible de manera más evidente el poder de nuestra raza y lo maravillosamente dotada que está para el cultivo de las Artes, fué cuando unos cuantos aficionados, luchando con dificultades increíbles, se resolvieron a poner en escena y cantar una ópera. No creo que ningún otro pueblo de España lo haya intentado siquiera. La ópera elegida fué la Lucía di Lammermoor del maestro Donizeti. Un ebanista de la calle de la Herrería llamado Mariño, que poseía una agradable voz de tenor, desempeñó el papel de Edgardo y un barbero de los arcos de la plaza el de barítono. Lo más escogido de la sociedad avilesina figuraba en los coros de ambos sexos.

¿Será arrogancia, por mi parte, el decir que una villa capaz de llevar a feliz término tales empresas merece ser conocida en el mundo de otro modo que por sus jamones?