Acaeció que una noche nos acostamos esclavos los españoles y amanecimos libres.

Unos generales filántropos desembarcados en Cádiz fueron los encargados de romper nuestras cadenas. Marcharon sobre Madrid, derrotaron en el camino a las tropas del Gobierno y entraron en la capital a los acordes del Himno de Riego.

Naturalmente las ondas sonoras de este Himno se propagaron en círculo como todas las demás y alcanzaron pronto el litoral de la Península. Yo las percibí entre sueños acompañadas del estampido de los cohetes. Me levanté velozmente, me asomé al balcón y vi desfilar pelotones de gente con banderas, gritando: ¡Viva la libertad!

Si hay libertad—me dije inmediatamente—, hoy no tendremos cátedra. Y me alegré del triunfo de la libertad.

Salí a la calle y observé por todas partes gran movimiento y regocijo. En la plaza de la Constitución se apiñaba la muchedumbre escuchando el discurso fogoso que desde el balcón del Ayuntamiento gritaba un honrado vecino progresista. Al final de este discurso se arrojó a la plaza el retrato de la Reina, que se hallaba en el salón de sesiones, y la muchedumbre se apresuró a hacerlo trizas rugiendo de gozo.

«¡Abajo las testas coronadas!» Por primera vez escuché entonces este grito eufónico, que me hizo cosquillas de placer. Si hubiera sido: «¡Abajo las cabezas coronadas!», no me habría producido efecto alguno. Mas la palabra testas le daba tal realce, lo hacía tan melodioso y halagüeño al oído, que, si yo fuese rey, pienso que al oírme llamar testa coronada me hubiera despojado, sin inconveniente, de la corona.

Pero la muchedumbre allí congregada sentía necesidad para saciar sus furores de algo más plástico que la pintura.

¡A la Universidad! ¡A la Universidad!

Seguí el tropel hasta la Universidad, y vi cómo derrocaban el busto de bronce de la reina Isabel erigido en medio del patio.

Confieso que al escuchar el ruido siniestro que hizo cayendo sobre las losas, corrió por mi cuerpo un escalofrío. Vi después que unos pilluelos le echaron una cuerda al cuello, lo arrastraron fuera de la Universidad y lo pasearon en esta forma por las calles en medio de gruesa algazara.

No les seguí. Aquel espectáculo me causó extrema repugnancia. Si alguien lo atribuyese a un espíritu estrecho y reaccionario, se equivocará. Ya he dicho que sonaba grato en mis oídos el grito de «¡Abajo las testas coronadas!», y añado que la libertad, la igualdad y la fraternidad me tenían por entero subyugado, pues entonces no sabía cuántas cositas sucias se pueden esconder debajo de estas palabras tan bellas. Me repugnaba tal espectáculo, sencillamente, porque encontraba poco galante arrastrar a una señora amarrada por el cuello.

Al día siguiente de tan graves sucesos observé, con sorpresa, que mis cadenas se hallaban en perfecto estado de conservación. Quiero decir que me vi obligado a estudiar mi lección de Geometría lo mismo que si no hubiera caído la dinastía de los Borbones. Es vergonzoso decirlo; pero no puedo ocultar que esto enfrió un poco mi ardor democrático.

Y no bastaba a mantenerlo vivo la circunstancia de estudiar los catetos y las hipotenusas a los acordes del Himno de Riego. Antes, por el contrario, este Himno, sonando día y noche por las calles, llegó a producirme un malestar indecible. Después de tantos años transcurridos, si por casualidad le oigo cantar o tocar, surge ante mis ojos, repentinamente, una legión espantosa de triángulos, cuadriláteros, polígonos, rombos y romboides, y me siento mareado y acometido de náuseas.

No solamente el Himno de Riego fué nuestro consuelo en los primeros días de la era revolucionaria. Había otros varios espectáculos interesantes. Entre ellos, uno de los mejores era ver desfilar, noche y día, al Batallón de la Guardia nacional. Este batallón se componía, en general, de vecinos desocupados. Los había también ocupados, pero predominaban los primeros. Allí estaba Epifanio, famoso bebedor de sidra, y Roque, igualmente renombrado bebedor de sidra, y Manolo, que bebía asimismo mucha sidra, pero dejaba siempre un hueco para la ginebra. Allí formaban el carnicero de la plaza de los Trascorrales y el mancebo de la tienda de mercería de la calle de San Antonio y el hojalatero de la calle del Peso.

Todos estos sujetos marchaban con el fusil al hombro, pero con su propia indumentaria, esto es, sin uniforme ni distintivo alguno. Hay que confesar que lo que ganaba de esta suerte en animación y colorido lo perdía en marcialidad. Pero sabían todos ellos compensar esta deficiencia con la gravedad bélica que imprimían a su rostro, ya atravesasen a paso de carga por las calles, ya evolucionasen majestuosamente en el parque de San Francisco. Es imposible que las hordas de los hunos capitaneadas por Atila marchasen más ceñudas y con más expresión de ferocidad guerrera.

Las mismas familias apenas podían reconocerlos en tales ocasiones.

—¿No ves a Pachín?—decía una madre a su chiquitín que llevaba de la mano.

—¿Cuál? ¿Cuál?—preguntaba el niño, abriendo mucho los ojos.

—Aquel, aquel que va allí con el sombrero de medio lado.

—¡Pachín! ¡Pachín!—gritaba el chico a su hermano mayor después de reconocerle.

Pero Pachín, al cruzar por delante de él, le dirigía una mirada torva que le helaba de espanto.

Cuando estos nacionales estaban de guardia y hacían centinela aumentaba aún su intransigencia. Recuerdo que hallándome en la plaza vi llegar, al son de las cornetas, una compañía de guardias civiles que se habían concentrado a la sazón en Oviedo. Antes de que atravesasen el arco del Ayuntamiento, Bonifacio, el repartidor de periódicos, que estaba allí de centinela, se plantó delante de ellos con el fusil en ristre y gritó con voz de trueno:

—¡Alto!… ¿Quién vive?

La compañía hizo alto y el teniente que la mandaba se dirigió lleno de deferencia a Bonifacio, y éste volvió a gritar con voz recia:

—¡Cabo de guardia!

Y vino el cabo de guardia y habló con el teniente. Y, mientras tanto, se mantenía Bonifacio un poco apartado, fusil en ristre y con expresión de ferocidad implacable en el rostro.

Si alguno imagina que esta actitud cruel impresionó a los guardias, siento decirle que se halla en un error. Los guardias, mientras duró la conferencia, miraban de hito en hito a Bonifacio con tal expresión de curiosidad y desprecio que no comprendo cómo éste no descargaba inmediatamente su fusil sobre ellos.

La historia de este batallón es gloriosa. Debemos reconocer, no obstante, que no todos sus individuos lograron conducirse con el valor y la dignidad que Bonifacio, el repartidor, en esta ocasión. Por ejemplo, Bernardón el Mirlo…

Es una historia que el lector no debe contar en Oviedo delante de alguno de aquellos veteranos, porque le expondría a un disgusto.

Bernardón el Mirlo no era propiamente Mirlo, pero se le llamaba así por ser marido de la Mirla, y él fué quien tuvo la culpa de que una vez fuese arrollada la guardia de este glorioso batallón. Acaeció del modo siguiente:

La Mirla tenía un puesto de pescado en la plaza de los Trascorrales. Este puesto se hallaba muy acreditado, porque la Mirla no vendía nunca el pescado demasiado podrido. Por lo cual en casa de la Mirla se vivía con desahogo. Particularmente Bernardón, su marido, zapatero de oficio, procuraba esmeradamente no ahogarse con el trabajo, sobre todo a la hora de la sidra, esto es, después de las tres de la tarde.

Su digna esposa no veía, sin embargo, con buenos ojos estas deserciones, y alguna que otra vez las interrumpía de un modo fragoroso y hacía que las cosas volviesen a la normalidad. Porque era la Mirla una mujer colosal, que, por error de la naturaleza, no había nacido sargento de coraceros, y Bernardón, aunque cabo de la Guardia nacional, se sentía intimidado en su presencia.

Todo lo que la Mirla tenía de impetuosa e irascible, lo tenía Bernardón de pacífico y alegre compadre. Nadie podía estar de mal humor a su lado; nadie más que su cara consorte. Y aun ésta en determinadas ocasiones se desarrugaba un poco con sus donaires y solía recompensarlos con alguna que otra peseta volante.

Por regla general, sin embargo, Bernardón no percibía un céntimo por sus chistes. Para la satisfacción de sus inclinaciones más invencibles se veía necesitado a apelar a ciertos medios…

Pero no anticipemos los sucesos.

Un día que entraba de retén en el Ayuntamiento, se palpó los bolsillos y observó, lleno de consternación, que estaban absolutamente vacíos. ¿Cómo invitar a sus subordinados a beber unos vasos? Atormentado por este problema, dió una vuelta por los Trascorrales a ver si su esposa presentaba signo de reblandecimiento.

La Mirla se hallaba ausente. Habían venido a notificarla que una hija suya casada tenía un niño enfermo y había ido a enterarse. Bernardón al ver que el puesto de su mujer estaba ocupado por una amiga, a quien aquélla había encargado que la representase, concibió una idea felicísima. Se dirigió hacia allá y con semblante grave y acento perentorio invitó a la encargada de parte de su esposa para que le entregase el dinero que había en el cajón, pues debía pagar algunas medicinas. Sin sospechar la estafa, le entregó aquélla lo que había, que resultó ser un duro en plata, una peseta en plata también y otras dos o poco mas en calderilla. Con todo cargó el buen Bernardón, y una vez que se halló en el cuerpo de guardia supo darle empleo adecuado.

Algunas horas después llegó la Mirla a su jaula. Al abrir el cajón y encontrarlo sin alpiste y enterarse del pájaro que se lo había comido, una ola de sangre subió a su rostro mofletudo y no faltó mucho para caer al suelo víctima de una apoplejía. Tuvo la fortuna, sin embargo, de poder desahogarse preventivamente con una ristra de exclamaciones, interjecciones y maldiciones proféticas que la aliviaron momentáneamente, dándole tiempo para trasladarse al cuerpo de guardia del Ayuntamiento.

Hacía la centinela el hijo de una frutera amiga suya.

—¿Está ahí mi hombre? le preguntó con trabajo, pues apenas podía respirar.

El centinela le dirigió una larga y severa mirada y respondió fríamente:

—No se puede pasar.

—Yo no te pregunto si se puede pasar, borrico. ¿Está ahí mi hombre, sí o no?

El hijo de la frutera no se sintió halagado por el calificativo y respondió con mayor frialdad aún.

—No se puede pasar.

—¿No se puede pasar?—rugió la Mirla—. ¡Ahora lo veremos!

Y le dió tan descomunal empellón con sus manos poderosas, que el pobre chico cayó de espaldas.

La Mirla penetra en el estrecho recinto donde se hallaba el retén, y lo primero que ven sus ojos es una mesa con botellas y vasos y cascaras de centollas y huesos de aceitunas. Lo segundo a su feliz esposo con las señales de la más pura felicidad pintadas en el rostro.

Y no vió más.

La mesa con las botellas, los vasos y los residuos del marisco y las aceitunas todo cayó sobre el desdichado Bernardón. Y cayeron después ciento veinte kilos más representados por su consorte. Estrujones, puñetazos, violentas sacudidas, tentativas de estrangulación, de todo un poco. Si Bernardón en aquel momento no vomitó los treinta y dos reales convertidos en líquido, no fué porque su digna esposa dejase de poner en práctica los medios conducentes para realizar esta operación.

En cuanto al resto de la guardia no diré que huyó, porque no es cierto. Tampoco diré que se dispersó. Lo único que se puede afirmar con exactitud es que se retiró desordenadamente.

Declaro además, lealmente, que lo que acabo de narrar se refiere exclusivamente a la historia interna o privada del batallón de nacionales. En cuanto a su historia pública no puede ser más honrosa.

Algunos días después de organizado, hallándome en la calle presenciando el desfile, acierto a ver con profunda sorpresa entre los nacionales, con el fusil al hombro, a mi amigo Tuero. Siempre original, no iba en fila como los demás, sino que marchaba a retaguardia solo y apartado ocho o diez pasos del resto de la fuerza. Su talla infantil, pues no contaría más de diez y seis años, y sus largas melenas rubias flotantes, atraían las miradas del público. Parecía un poeta francés maniobrando en el campo de Marte con la guardia cívica en el mes Brumario. Al pasar cerca de mí le grité casi al oído:

—¡Adelante, hijo de la patria!

Volvió el rostro y se puso un poco colorado y me hizo un guiño expresivo. Tuero era un romántico, estaba empapado en Los Miserables, de Víctor Hugo, que sabía casi de memoria; pero era un romántico forrado de humorista, y esta mezcla curiosa le hacía siempre interesante.

Comenzaron los días dichosos de la revolución triunfante. Los nacionales, las asambleas, las manifestaciones públicas, los discursos, los motines ostentaban entonces su frescura primaveral. ¡Ay! este verde follaje no tardó mucho tiempo en marchitarse. Cuando recuerdo, las muchas veces que fuí en procesión en medio de aquellos honrados obreros dando ¡vivas! y ¡mueras! sin saber a punto fijo qué es lo que deseaba que viviese o muriese, me siento conmovido y me ataca la nostalgia del desorden. En cada encrucijada, en cada balcón, nos acechaba un orador. Sus discursos nos arrebataban de entusiasmo, aunque yo nunca logré oír de ellos más que la conclusión: ¡Viva la soberanía nacional!

Se procuraba imitar en lo posible a la revolución francesa, salvo, por supuesto, la guillotina. Y, naturalmente, una de las primeras cosas en que se pensó, fué en la organización de un club que recordase el de los jacobinos o el de los franciscanos de París.

Quedó instalado este club en el amplio salón de un establecimiento de baños, cuyo dueño era un fervoroso republicano. Se reunían allí todas las noches hasta un centenar de personas de todas clases y condiciones, aunque predominaban los obreros. Nosotros, esto es, los cuatro o cinco amigos inseparables que yo tenía, fuimos admitidos a pesar de nuestra excesiva juventud.

¡Qué tiempos aquellos! Todas las cabezas estaban llenas de la revolución francesa. Apenas se pronunciaba un discurso en que no se recordase algunas frases de Mirabeau, de Dantón o Desmoulins. La que aquel profirió cuando Brezé intimó a la Asamblea, en nombre del rey, la orden de disolverse:—«Los diputados de la Francia han resuelto deliberar. Id y decid a vuestro amo que estamos aquí por la voluntad del pueblo y que sólo nos arrancará de este lugar la fuerza de las bayonetas», me parece que tuve el placer de escucharla tres o cuatro docenas de veces. También se recordaba con insistencia aquello de «los privilegios acabarán, pero el pueblo es eterno», y lo otro de «una nación en revolución es como el bronce que se funde y se regenera en el crisol: la estatua de la libertad no está aún vaciada: ¡el metal está hirviendo!»

En suma, aquello parecía una representación casera del noventa y tres.

Hasta los que, incapaces de pronunciar discursos cultivaban el género más fácil de las interrupciones, copiaban las de los convencionales. Había uno que cuando la discusión se acaloraba demasiado solía gritar como Marat:—«¡Os recuerdo el pudor… si es que lo tenéis!» Había otro que no se cansaba de vociferar:—«¡El pueblo se ha levantado, está en pie y espera!»

Pero la frase más extraordinaria que escuché fué la de un sujeto que en momentos de confusión, subido sobre un banco, gritaba como el pintor David en la Convención: «—¡Pido que me asesinéis!»

Era un oficial de sastre. No se le asesinó, aunque bien lo merecía por desvergonzado, pero le dieron dos puntapiés y lo echaron a la calle.

En general, las sesiones no eran borrascosas. Se pronunciaban largos discursos ajenos por completo al drama revolucionario. Recuerdo que un señor nos entretuvo toda una noche explicándonos los movimientos de la tierra y los planetas alrededor del sol, la causa de los eclipses y las estaciones. Un grabador nos leía las Palabras de un creyente, de Lamenais, y su voz se alteraba en ocasiones y se le nublaban los ojos de lágrimas. Un maestro de escuela pronunció un discurso fogoso contra la gramática de la Academia lleno de apóstrofes vehementes y de rasgos irónicos.—«Hay un tiempo en los verbos—exclamaba sarcásticamente—que en la gramática se denomina tiempo pluscuamperfecto. ¿Concebís, ciudadanos, algo que sea más que perfecto? ¡Si existiese este tiempo del verbo sería más que Dios!»

El discurso, aunque contundente, produjo cierto malestar en la asamblea. Aquel rudo e inconsiderado ataque a la Academia inquietaba las conciencias. Se murmuraba que el orador iba demasiado lejos; rebasaba los límites de la audacia.

En fin, que en estas memorables sesiones se hablaba de todo, de Dios, del alma, de la libertad, de astronomía, de las formas de gobierno, del idioma, etc. Porque aquellos obreros eran hombres primitivos, atrasados aún en la evolución, y, por lo tanto, ignoraban que el único ideal digno de discusión en tales asambleas es el de escatimar unos minutos de trabajo y aumentar unos céntimos de salario.

Los oradores todos, sin exceptuar uno, recomendaban constantemente el orden. Sin orden no hay libertad. Era la frase que sin cesar se repetía. Había un ayudante de obras públicas tuerto que no se hartaba jamás de hacer el panegírico del orden amenazando con las más espantosas calamidades, si bajo cualquier pretexto se alteraba poco o mucho.

De tal manera se incubó y echó raíces esta idea en el cerebro de nuestros obreros que en cierto motín popular uno de ellos gritaba frente a los balcones de un banquero con quien tenía resentimientos:

—¡Muera Pinedo!—y añadía después con acento de convicción—: ¡Pero con orden!

¡Cuán lejanos nos hallábamos todavía de estos días perversos en que se asesina a las mujeres y los niños en nombre de la fraternidad universal!

Aquellos honrados y sencillos trabajadores nos habían acogido a nosotros, niños aún, con señales de afecto, nos mostraban gran predilección y, aunque parezca extravagante, nos respetaban.

Pues bien, nosotros no correspondíamos como debiéramos a estas muestras de consideración. Eramos díscolos, turbulentos y nos reíamos más o menos ostensiblemente de los discursos que allí se pronunciaban. Y esto no porque fuésemos reaccionarios y enemigos del pueblo, pues creíamos tanto como ellos en la eficacia de las ideas democráticas, sino porque teníamos excesivamente afinado el sentido de lo cómico. Es un don de la Providencia que rara vez logra hacernos simpáticos.

Por eso algunos de aquellos ciudadanos comenzaron a mirarnos con recelo. Particularmente el grabador que leía en alta voz las Palabras de un creyente, hombre austero y virtuoso, nutría hacia nosotros en el fondo de su corazón un odio implacable. Cuando en sus lecturas tropezaba con algún epíteto que pudiera convenirnos como el de «espíritus frívolos» o el de «serpiente oculta entre las flores» o el de «sofistas embusteros» nunca dejaba de elevar la voz y dirigirnos una mirada significativa. Pero esto no contribuía poco ni mucho a inspirarnos mayor cordura y seriedad, como pudiera suponerse.

Sin embargo, la masa de los ciudadanos estaba con nosotros y sólo perdimos enteramente su apoyo cuando renunciamos al federalismo y nos declaramos unitarios. ¿Lo hicimos por convicción? ¿Lo hicimos por capricho? No lo sé. Lo único que puedo afirmar es que el adjetivo federal aplicado constantemente a la República nos iba crispando.

Era entonces el federalismo un misterio intangible como el de la encarnación del Hijo de Dios. Un viejo caudillo de la democracia, el marqués de Albaida, lo había introducido con barreno en la mente de los republicanos. Nosotros osamos concebir acerca de él algunas dudas sacrílegas. ¿Por qué había de ser federal la República? ¿Por qué romper un día y de un modo arbitrario la unidad nacional que tanto tiempo, tanto esfuerzo y tanta sangre había costado?

Estas dudas nos perdieron. Aunque sólo las habíamos expresado privadamente, todo el club se enteró pronto de ellas. Y comenzamos a ser mirados como réprobos dignos de eterna condenación. Rugía la tempestad sordamente mientras nosotros, inocentes marineros, navegábamos confiados sin poner el oído a su amenaza.

Al fin llegó la funesta noche en que se levantó un orador para manifestar que «en aquel recinto de la claridad y la justicia había seres solapados que trabajaban traidoramente contra la integridad de la República».

Los seres solapados nos levantamos entonces y declaramos abiertamente que renunciábamos para siempre a la federación y que seríamos unitarios hasta la muerte.

Tumulto indescriptible. Los ciudadanos se alzan airados, nos increpan, nos amenazan. No se oyen otros gritos que: «¡Fuera los traidores!» «¡Mueran los unitarios!»

Cuando se hubo calmado un poco la agitación, el presidente en pie y pálido dice con voz temblorosa:

—Después de lo que acabamos de escuchar, con gran sentimiento debo hacer presente a los señores que se han declarado contra la federación que no pueden permanecer más tiempo en este local.

—¡Eso! ¡Eso!… ¡Fuera los enemigos de la República!… ¡Abajo los unitarios!—se gritaba de todas partes.

Entonces nosotros salimos presurosos de los bancos y acompañados de otros tres o cuatro ciudadanos que habían simpatizado con nosotros, formando un grupo de ocho o diez, y entre los silbidos y los mueras de la asamblea nos dirigimos resueltamente a la puerta. Antes de trasponerla uno de los nuestros se volvió iracundo y agitando los puños gritó como Dantón en la guillotina:

—¡Nos cortáis la cabeza, pero no nos cortáis la cola!

Aquella cita trágica produjo enorme sensación. Se hizo un silencio profundo y en medio de él salimos erguidos del club para no volver a entrar.