Los lectores se acordarán, seguramente con horror, de aquel bandido apodado Anguila, que en compañía de otro facineroso a quien llamaban Antón el zapatero, nos asaltó en el camino de San Cristóbal a mi amigo Alfonso y a mí cuando nos propusimos hacer vida solitaria y eremítica.
Voy a narrar ahora en qué forma intentó despojarse de la vida este sujeto.
Pero antes bueno es que comunique al universo entero, para que nadie se equivoque respecto a su temperamento moral, algunos datos que le han de hacer más odioso. Si aún vive (cosa que sentiría) no dudo que experimentará honda confusión y vergüenza y esto es precisamente lo que me propongo.
Es de saber que después de haberme maltratado indignamente so pretexto de enseñarme el ejercicio de las armas, me obligaba a hacerle el saludo militar cada vez que le encontraba en la calle. Y si me descuidaba de ello me lo recordaba dolorosamente con un puntapié o una bofetada. Al aproximarse a él era necesario cuadrarse y hacerle la venia. Entonces dirigiéndose a sus compañeros les decía guiñando un ojo:
—A este chico le he enseñado yo el ejercicio. Por eso me respeta siempre como su capitán.
Este payaso inmundo era popular en Avilés y sus farsas muy celebradas. ¡A tal punto puede un pueblo equivocarse respecto al valor de sus hijos!
Por las ferias de San Agustín acudían a nuestra villa muchos forasteros. Algunos llegaban de Madrid. Anguila tenía noticias de esta gran ciudad, no por la Geografía, pues seguro estoy de que en su vida había tomado un libro en las manos, sino por las noticias fantásticas de estos forasteros. Entre ellos había quien divertía sus ocios arrojando monedas de cobre envueltas en un papel desde el muelle a la hora de la marea, para que los pilluelos zambulléndose las cogiesen con los dientes.
Anguila sobresalía de tal modo en tan noble ejercicio que no tenía rival.
Jamás se había visto en Avilés un pez más acuático que Anguila.
Cuanto pueda hacer un cetáceo dentro del agua él lo hacía.
Yo creo que algo más.
En las mareas vivas se arrojaba de cabeza a la ría desde el puente de San Sebastián, que tenía una altura considerable, desaparecía de nuestra vista y al cabo de largo tiempo surgía allá lejos, muy lejos, haciendo muecas horrorosas. Y como su piel era dura, negra, curtida y como el cabello cerdoso le llegaba hasta cerca de los ojos, cuando asomaba medio cuerpo fuera del agua parecía realmente una foca marina apresada en las costas de Terranova.
Pero el momento en que se mostraba con verdadero esplendor su naturaleza de anfibio era en las fiestas náuticas celebradas durante las ferias de San Agustín. Se puede afirmar que Anguila era el héroe de estas fiestas. Ninguno logró jamás divertir tanto al público ni hacerse aplaudir tan calurosamente. Si se trataba de atrapar un bolsillo con dinero colocado en la punta de un mástil horizontal bien untado de sebo, Anguila a fuerza de intentarlo y caer infinitas veces al agua lograba al fin con destreza increíble apoderarse del dinero y al arrojarse al agua con el bolsillo en la mano lanzaba un ¡hurra! estentóreo al cual respondía el público con estruendoso palmoteo.
Cuando había carreras de patos y a estos desgraciados animales se les colgaba con la cabeza abajo de un bauprés, y los botes pasaban a todo remo por debajo conduciendo los efebos desnudos en pie sobre la popa, era de ver a Anguila lanzarse al aire como un pájaro de presa y clavar sus garras en el cuello del pato y quedar colgado de él hasta que se lo arrancaba.
Que me perdonen los manes de los señores de la comisión de festejos de la villa si afirmo que tal recreo era bárbaro, cruel y digno solamente de un hereje como Anguila.
Cuentan que éste durante unas ferias llegó a ganar la respetable cantidad de ocho duros y que una vez rico concibió la idea de viajar. Comunicóla con Antón el zapatero, su cómplice, y como éste le diese su aprobación determinaron para dar comienzo trasladarse ambos a la capital de España.
Nada de cuanto voy a narrar he presenciado. Lo sé por la voz pública. Pero como hizo mucho ruido en Avilés y no dejará de haber allí algún personaje prehistórico que lo recuerde no temo garantizarlo como rigurosamente exacto.
Salieron, pues, una mañana estas buenas piezas de nuestra villa sin dar un tierno adiós a sus familias y llegaron a Oviedo en una jornada caminando a pie, como era entonces la moda. Hicieron noche en esta ciudad, durmiendo al aire libre, lo cual no puede ser más higiénico, y al día siguiente prosiguieron su marcha hacia León, adonde llegaron al cabo de cuatro.
Una vez en León ¿qué impresiones agitan el ánimo de Antón el zapatero a la vista de esta ciudad? Nada menos que un sentimiento de nostalgia irresistible. Al menos esto fué lo que hizo presente a su compañero Anguila. Lo que no dijo es que todas aquellas noches había tenido pesadillas espantosas. Veía constantemente a su padre con el tirapié en la mano haciéndole reflexiones. Y pensando, sin duda, que estaba amagado a un desarreglo del estómago o quizá a la neurastenia determinó volverse a respirar de nuevo los aires natales.
Anguila trató de oponerse, pero fué en vano. Se discutió largamente el asunto y al cabo quedó resuelto que Antón se volviera y Anguila continuaría solo el viaje.
Inmediatamente se presentó un problema que siempre es de difícil solución, al menos en nuestro planeta, el problema del dinero. Antón quería llevarse la mitad de lo que había en caja, o sea sesenta reales. Anguila no quería darle más que veinte. Hubo disputa muy agria y estuvieron a punto de venir a las manos. Al fin predominó el dictamen de Antón, porque si Anguila semejaba mucho a un gorila, Antón era un verdadero tigre de Hircania.
Cuando este tigre llegó a su madriguera de Avilés no se sabe lo que allí pasó; pero entre nosotros los chicos de la escuela corrió como muy válido el rumor de que había tenido que ir al médico para arreglarle la piel. Mentiría si dijese que no me había alegrado.
En cuanto al gorila, así que se vió solo crecieron sus ánimos, cosa que nada tiene de sorprendente tratándose de un animal salvaje.
El ferrocarril del Noroeste de España no llegaba entonces más que a León. Anguila se fué a la estación, comió un panecillo y un pedazo de queso en la cantina, bebió un vaso de vino y se puso a dar paseos gravemente por el andén, como un rentista, esperando la hora del tren. Preguntó cuál era la estación más próxima y como le nombrasen Torneros, cuando llegó el momento de sacar los billetes pidió en la taquilla uno de tercera para Torneros, que le costó solamente algunos céntimos.
Los viajeros eran numerosos porque se acumulaban los que habían llegado en las diligencias de Asturias y Galicia: Anguila observó en qué coche había más gente y allí se encajó. En los departamentos de tercera suele viajar la gente menos aromática pero también la más franca y afectuosa. Fuera del coche podrán ser los unos para los otros lobos feroces, pero en cuanto allí se acomodan todo es cordialidad y alegría y fraternidad y cuchipanda. Los caballeros no llevan abrigos de pieles sino groseros sacos al hombro; las señoras enormes cestas cargadas de legumbres en vez del primoroso cabás con las joyas; mas no por eso maldicen de la existencia.
A esta sociedad trató de hacerse pronto simpático Anguila, y lo consiguió fácilmente. A uno le quitaba el viento con su gorra para que pudiese encender el cigarro, a otro le desembarazaba del saco o de la cesta colocándolos debajo del asiento, a los niños les sentaba sobre sus rodillas y les enseñaba juegos de manos. Nada de esto necesitaba para obtener la benevolencia de los viajeros, porque repito que en los coches de tercera se practican todas las virtudes cristianas de una vez.
A los quince minutos era allí popular. Uno le regalaba la mitad de un chorizo, otro le daba nueces, otro le hacía beber un trago de su bota, y había quien le daba pescozones cariñosos llamándole granuja. El se dejaba querer. Por supuesto, había tenido cuidado de manifestar que iba a Madrid, de lo cual nadie dudó porque llevaba siempre empuñado su billete en la mano izquierda.
Mas he aquí que hallándose asomado a la ventanilla cuando el tren marchaba a toda velocidad, se le oye lanzar un grito lastimero. Inmediatamente vuelve la cabeza con tales señales de consternación en el rostro, que los viajeros, asustados, le preguntan a un tiempo:
—¿Qué te pasa, chico?
—¡Se me cayó!, ¡se me cayó!—gimió Anguila desesperadamente.
—¿Qué te ha caído?
—¡El billete…! ¡Se me cayó el billete!
Y sus mejillas se bañan de lágrimas porque este pícaro tenia la rara facultad de llorar cuando le daba la gana. Lloraba tan amargamente y estaba tan feo llorando, que todos se sintieron conmovidos.
—¿Pero cómo fué eso, chico?
Él, entre suspiros y lágrimas, explicaba que no sabía cómo había sido… Estaba descuidado…, la mano se le había aflojado…, el viento era muy fuerte. Y venga llorar y suspirar y moquear.
—No te apures niño—dijo uno—. Ya veremos cómo se arregla eso.
—¡Ya lo creo que se ha de arreglar! ¡No faltaba más!—exclamó otro.
Inmediatamente se formó un conclave y se discutió con calor el asunto. Los hombres, en general, opinaban que cuando llegase el revisor se le debía explicar con franqueza lo acaecido, pensando que sería suficiente para que no hiciese bajar al muchacho. Las mujeres no se fiaban del revisor, encontraban más seguro ocultar al chico, para lo cual había bastante acomodo con sus faldas.
Predominó, como siempre, la opinión de las mujeres. Unos y otros se estuvieron relevando a la ventanilla para espiar la venida del empleado y cuando le vieron, Anguila se hizo un pequeño ovillo de algodón y quedó disimulado entre los pliegues de una basquiña.
Los viajeros hallaban tan divertido este juego, que reían sin cesar. Trataban a aquel malhechor con afectuosa atención y le regalaban y le mimaban como si fuese su propio hijo.
Al llegar a Madrid también pasó la puerta de la estación oculto entre tres o cuatro mujeres que se apretaban unas contra otras más de lo razonable. En cuanto se vió fuera y libre despidióse de aquella buena gente diciendo que iba en busca de un hermano que allí tenía, y se lanzó a las calles de la corte tan alegre como el pájaro que por vez primera abandona el nido.
Era necesario estirar, cuanto fuese posible, los tres duros mal contados que tenia en el bolsillo. Por lo tanto, en vez de montar en un coche de punto y hacerse trasladar al hotel de París, compró un bollo de pan en el primer puesto que halló y por dos cuartos más tomó el café con que le brindaba un vendedor ambulante en la esquina de la Cuesta de San Vicente.
Aquella noche durmió patriarcalmente sobre uno de los bancos de la plaza de Oriente.
Se propuso aprovechar el tiempo y no partir de Madrid sin ver todo lo que de notable encierra, ya que calculaba que no había de permanecer muchos días. Todo lo visitó, pues, rápidamente, las calles principales, los barrios bajos, la Casa de Fieras, el Palacio Real, los Museos, los teatros, el Congreso de los Diputados, etc., etc. No hay para qué advertir que lo vió todo por fuera porque Anguila había vivido siempre al aire libre y no era cosa de romper con sus hábitos. Los leones de bronce del Congreso, acabados de fundir con los cañones tomados a los moros, le interesaron muchísimo. No entró en el Salón de Conferencias porque odiaba la política. En cambio, como el Derecho penal era su especialidad, asistió muy cerca y sin perder un detalle a la ejecución de un reo en el Campo de Guardias. Lo que algo vale algo cuesta. Su curiosidad científica le costó algunos puntapiés de los agentes de Orden público, pero los dió por bien empleados puesto que había logrado presenciar un espectáculo que ni Antón el zapatero ni ninguno de sus camaradas de Avilés verían probablemente en su vida.
Ignoro cuántos días empleó en ilustrar su joven inteligencia de esta suerte. No debieron de ser muchos, porque aunque la cama le salía barata, los comestibles eran caros ya en aquella época. De todos modos tan agradable temporada se hubiera prolongado un poco más, si no fuese porque una mañana, al despertarse en su marmóreo lecho de la plaza de Oriente, se encontró con que durante el sueño le habían desembarazado de las pocas pesetas que le quedaban. No lloró, porque Anguila aborrecía las cosas inútiles. Se contentó con proferir con voz recia sucesivamente y en ristra, todas las blasfemias y palabras sucias que había logrado aprender en su pueblo natal. Se dirá que esto es también inútil. No tanto; algunas blasfemias proferidas con adecuada entonación, pueden salvar a un hombre de un derrame biliar o cólico nefrítico.
Aunque libre por el momento de estos accidentes, Anguila no pudo menos de pensar que su situación distaba un poco de ser brillante. Poco después comprendió, igualmente, que si algo había indispensable para él en aquel momento era almorzar. En consecuencia, dirigió sus pasos hacia la taberna donde solía hacerlo desde que había llegado, comió lo que tenía por costumbre y aprovechando la distracción de la tabernera que, por otra parte no le vigilaba considerándole ya como parroquiano, logró salir sin ser notado y se alejó velozmente de aquellos lugares. Era domingo. Estábamos en los primeros días de Septiembre; el tiempo espléndido; temperatura agradable; grande animación por las calles. Aunque sus negocios le preocupaban un poco, Anguila gozó como cualquier ciudadano bien acomodado de estas ventajas naturales y sociales. Recorrió las calles, entró en las iglesias, paseó por la acera de las Calatravas y cuando llegó la hora se fué, como siempre, a escuchar la música y presenciar el relevo de la guardia del Palacio Real. En la Puerta del Sol vió a unos chicos limpiando el calzado de los transeuntes y, súbitamente, le acometió la idea de hacerse limpiabotas. Pero apenas nacida la idea la desechó con desprecio. ¡Limpiabotas! ¡Puf! Lo último que él sería en este mundo.
No hay forastero en Madrid que los domingos por la tarde no vaya a pasearse a la Castellana o al Retiro. Anguila optó por este último punto, como más pintoresco y divertido. El real sitio, del cual todavía una parte estaba vedada para el público, rebosaba de gente. La burguesía madrileña se derramaba por sus caminos arenosos produciendo con su charla y su risa un gozoso rumor que Anguila aspiró deliciosamente. Le parecía hallarse todavía en las ferias de Avilés. Innumerables niños que corrían riendo, gritando y se caían y lloraban, señoras elegantísimas, mancebos que jugaban a la pelota, grupos de hermosas jóvenes que saltaban a la cuerda, apuestos militares que las miraban y requebraban… Pero lo que más atraía su atención y más le interesaba era, como debe suponerse, el gran estanque que surcaban algunas barquichuelas tripuladas por marineritos acicalados como los de las cajas de bombones. Puede calcularse el desprecio y la risa que a Anguila inspiraban estas barcas y estos marineros.
Aquel día se amontonaba una muchedumbre inmensa en las orillas del estanque. Anguila miraba al estanque, miraba a la gente y se hallaba en un estado contemplativo sin pensar absolutamente en nada cuando de pronto nace en su cerebro una idea maravillosa.
Fué una de esas ideas que sólo acuden a los hombres cuando Dios quiere demostrarles que su providencia jamás deja de velar por ellos.
Dió vuelta lentamente al estanque y después de haberse cerciorado dónde había más gente y dónde estaban más lejanas las lanchas, se encarama velozmente sobre la barandilla de hierro, da un grito desgarrador y se precipita en el agua.
A este grito contestaron otros cien que partieron de la muchedumbre.
—¡Un niño se ha caído al agua!
—¡No; se ha tirado! ¡Lo he visto yo!
—¡Se ha caído!
—Le digo a usted que se ha tirado.
Anguila había desaparecido debajo del agua y quedó oculto unos instantes, pero al cabo asoma el rostro haciendo muecas horribles, agitando las manos como quien lucha con la muerte. Vuelve a sumergirse y otra vez aparece gesticulando, chapoteando, gritando:
—¡Madre!… ¡Madre del alma! ¡Socorro!
—¡Que se ahoga ese niño! ¡Salvad a ese niño!—gritaban de todas partes.
Anguila desaparecía otra vez, permanecía unos instantes bajo el agua y de nuevo aparecía con el rostro más descompuesto todavía, exhalando gemidos lastimeros.
El público se agitaba, gritaba, pero nadie se atrevía a tirarse al agua. Hay que comprender que Madrid es el pueblo más interior de España.
Las mujeres convulsas, frenéticas increpaban a los hombres.
—¡Salvad a ese niño, cobardes!
Las lanchas se hallaban en el extremo opuesto. Una de ellas venía ya remando hacia el sitio, pero antes de que llegase tenía tiempo el chico de ahogarse diez veces.
Al fin un hombre, el mismo que afirmaba haberle visto tirarse se despojó rápidamente de la chaqueta diciendo:
—El se ha tirado; yo lo he visto por mis ojos… pero no importa.
Y se arrojó al agua. Nadó unos instantes, se aproximó con cautela al chico y tomándole por los cabellos en el momento en que aparecía otra vez le arrastró hacia la orilla. Allí numerosas manos se apresuraron a izarle.
Anguila parecía medio asfixiado. Quisieron volverle la cabeza para que soltase el agua que había tragado pero él se opuso enérgicamente a esta operación. Un grupo inmenso de gente le rodeaba. El hombre que le había salvado y que a todo trance quería hacer valer su opinión le preguntó:
—¿Te has caído o te has tirado?
—¡Me he tirado!—balbuceó Anguila.
—¿Y por qué te has tirado?
—¡Porque… porque quería matarme!
—¿Y por qué querías matarte?
—¡Porque estoy muerto de hambre!—profirió entre sollozos aquel tunante.
La noticia corrió como un reguero de pólvora por la multitud.
Un niño que trató de suicidarse por estar en la última miseria, se decían los unos a los otros. Un tierno sentimiento de compasión se apoderó de todos los corazones. En un momento se recaudó allí un montón de calderilla y algunas pesetas. Metieron todo este dinero en un pañuelo y se lo entregaron al náufrago.
Pero ya algunos guardas habían llegado, los cuales se empeñaron en llevarle a la Casa de Socorro. Antes de hacerlo un caballero anciano elegantemente vestido se abrió paso entre la gente y llegando hasta el suicida le habló con el mayor afecto y le dió una tarjeta para que se pasase por su casa.
En la de socorro metieron al buen Anguila en la cama mientras le secaban la ropa. Una vez seco y restaurado y dueño de algunas pesetas se dirigió al palacio del conde de F., cuya era la tarjeta que le dieran. Este caritativo señor se enteró con emoción de la historia lamentable que a Anguila le plugo ensartarle, le hizo dormir en su casa y al día siguiente le envió con un criado a la estación del Norte. Allí le dieron un billete para León y otro para la diligencia hasta Oviedo.
Esta es la historia verídica del suicidio de Anguila. Yo he presenciado una repetición desde el muelle, porque alguna vez hacía reír a sus amigos parodiándolo.
¡Había que ver a aquel payaso hundirse en el agua y aparecer medio asfixiado pidiendo socorro con las ansias de la muerte!
Al sujeto que le salvó la vida le dieron, a petición de la Prensa, la cruz de Beneficencia.