I

VIVÍAN mis primas en el fondo del valle: su casa estaba situada en una meseta de la colina, a trescientos pasos del camino. Por detrás se elevaba un gran bosque de castaños y robles: por delante descendía una hermosa huerta bien provista de frutales, y después una vasta pomarada cuya cerca de piedra servía de linde al camino.

¡Pobres chicas! La Providencia les había dotado de un rostro nada halagüeño y de una madre menos halagüeña aun. Era terrible aquella doña Teresa, fuerte como un gañán y áspera hasta cuando acariciaba, como la lengua de una vaca. Y, sin embargo, ¿qué hubiera sido de ellas si aquella madre no fuese tan hombruna y enérgica? Su difunto padre, uno de los propietarios más ricos de la comarca, les había dejado casi por completo arruinadas. Primero jugando y derrochando en la capital, después, en los últimos años de su vida, degradándose hasta pasar las noches en las tabernas, vendió cuanto tenía, menos la posesión donde habitaban y que tenía por nombre la Rebollada.

Quedó doña Teresa con sus tres hijas Griselda, Erundina y Berenice, todas tres pasando de los veinte años, y con un chico, Teófilo, que no contaba aún los quince. No se arredró la vieja. ¡A trabajar, a trabajar! Se trabajó duro, se trabajó como jumentos; pero se comió, se vistió y se pagaron algunas deudas. La posesión daba bastante para alimentarlos, y se hacía algún dinero enviando a la criada con fruta al mercado de los jueves, con queso y con manteca. Para esto último era necesario que tomasen la leche descremada, llamada en aquella región leche fría. La madre daba el ejemplo: no se dió el caso durante algunos años de que bebiese la leche con toda su manteca, ni aun hallándose enferma. Sólo tenían una criada a su servicio, una moza fuerte y paciente como una mula, que cuidaba las vacas, traía el agua, la leña, era cocinera, doncella y mozo de labranza. Las faenas agrícolas de importancia, como la siega, la recolección de las castañas y, sobre todo, la fabricación de la sidra, venían a ejecutarlas gratuitamente los vecinos. Doña Teresa les facilitaba un bálsamo de su confección para las heridas y quemaduras, agua curativa para los ojos, les enviaba tortas de miel en la Nochebuena y monas en la Pascua, les recomendaba, cuando les hacía falta, al alcalde y al escribano. Por estos pequeños favores, y también por el respeto y cariño que siempre habían inspirado en la comarca los señores de la Rebollada, todos se creían obligados a acudir cuando doña Teresa los llamaba.

Vinieron buenos años de sidra, buenos años de avellana, y doña Teresa no sólo se desembarazó de deudas, sino que empezó a economizar dinero, que guardaba en los agujeros del desván o enterraba en el establo y en otros sitios aun más inaccesibles y fantásticos. Pero las niñas no se casaban. Las niñas se aproximaban a los treinta, y no parecía una mano masculina que se tendiera para demandar la suya. Con un labrador no podían casarse, porque aunque ellas lo fuesen también de hecho, no lo eran de derecho. Para un caballero, aunque fuese de menor cuantía, no ofrecían atractivos: ni eran ricas, ni eran bellas, ni poseían una educación esmerada. Además, aquellos nombres ¡eran tan ridículos! Su padre, que había sido tan aficionado a las novelas románticas como a las francachelas, logró ponérselo valiéndose de la impotencia de su esposa. La viril doña Teresa le decía desde la cama con voz quejumbrosa:

—Mira, Perico, te prohibo que pongas a la niña un nombre de novela. Quiero que se llame Juana, como mi hermana.

Sonreía don Pedro traidoramente, y cuando delante de la pila bautismal el cura le preguntaba qué nombre se debía poner a la criatura, respondía:

—Erundina, póngale usted Erundina.

Doña Teresa rugía entre las sábanas cuando se le daba la noticia. El nombre astronómico de Berenice, particularmente, le produjo tal sofocación, que en todo el curso de su vida no pudo pronunciarlo sin rechinar un poco los dientes.

Hacia el fin de ella comenzó a producirle algunos disgustos la conducta de su hijo menor, Teófilo. Era éste un muchacho espigado y robusto, más holgazán aun que su padre, pero menos inteligente. Le envió su madre al Seminario con el piadoso deseo de que fuese sacerdote y amparase a sus hermanas. De allí fué arrojado por su mala conducta y falta de aplicación. Pretextó que no estudiaba por carecer de vocación para el sacerdocio, y, haciendo un esfuerzo heroico, la diligente madre le envió a la Universidad para que fuese abogado. Idéntico resultado. En el primer curso logró engañarla falsificando la nota de aprobación; pero en el segundo se descubrió la trampa. Doña Teresa cogió el palo de la escoba y le molió las costillas, de tal manera, que en algunos días no pudo levantarse de la cama. Después, a trabajar el terruño como un siervo de la gleba.

Las faenas agrícolas no arrancaron, sin embargo, a Teófilo por completo el sello de su nacimiento señorial. Aunque durante la semana se distinguiese muy poco por su indumentaria del resto de los labradores, cuando llegaba el domingo se ponía para ir a misa camisa almidonada con cuello alto, corbata de seda, un traje de americana color canela y sombrero hongo. Además, se había dejado para adorno de la cara unas patillas largas y sedosas que contribuían en gran manera a separarle de los paisanos, todos humildemente rasurados. Se le llamaba don Teófilo; y como estaba privado de los placeres dispendiosos, porque su madre no le daba más que un par de pesetas los domingos, se entregó en cuerpo y alma al amor. Penetró en las enramadas, sorprendió los caseríos, traspasó los cerros, ocupó el llano, y en todas partes dejó, como un torbellino de fuego, señales aciagas de su paso.

Doña Teresa sonreía cuando le venían a noticiar algún resultado fehaciente de sus empresas galantes. Pero cuando le hicieron saber, por medio de algunas cartitas, que Teófilo había contraído deudas en las tabernas del concejo, no se dibujó sonrisa alguna en su rostro severo. Antes comenzó a rodar sus ojos de un modo siniestro, lanzó algunas imprecaciones temerosas, y, empuñando el consabido mango de la escoba, lo puse inmediatamente en contacto con la piel del voluptuoso mancebo.

Pero he aquí que un día el buen Teófilo, escarbando por casualidad en el establo, tropezó con un bote de hoja de lata, y en él guardadas algunas monedas de oro. Hay que dejar bien sentado que fué por casualidad, a fin de que los futuros cronistas de aquella región no caigan en el lamentable error en que cayó la familia y todo el vecindario, afirmando que el buen Teófilo no escarbó en aquel sitio casualmente, sino buscando el precioso bote.

De todos modos, no se creyó en el caso de comunicar con su familia el descubrimiento. Acaso haya padecido un error en este punto; pero no hay que reprochárselo demasiado, porque todos estamos sujetos a equivocarnos en este mundo. Lo que no ofrece duda es que hizo mal en convidar a sus amigos en las tabernas, dando en pago con cierta ostentación monedas de oro. Porque no se pasaron muchas horas sin que llegase la especie a los oídos de doña Teresa. Subió ésta como una flecha al desván, inspeccionó sus tesoros, y los halló intactos; bajó a la huerta, escarbó debajo del montón de la leña, y pudo cerciorarse de que allí tampoco había andado nadie; levantó después uno de los ladrillos del horno, y el mismo satisfactorio resultado. Pero se le ocurre ir al establo, cava debajo del pesebre, y…

Justamente en aquel instante penetraba en el establo nuestro Teófilo silbando dulcemente, descuidado y alegre como un mirlo. Doña Teresa saltó sobre él como una pantera. Pocos segundos después, una de las rubias, sedosas patillas del mancebo había desaparecido de su rostro. Convertida en asqueroso puñado de pelos, tremolaba siniestra en la mano derecha de su madre. A los gritos de la víctima y a los rugidos de la fiera acudieron la bucólica Griselda y la astronómica Berenice, que, secundadas por un vecino que a la sazón cruzaba, lograron, aunque a duras penas, que Teófilo no sufriese la extirpación de su otra patilla, pues su madre mostraba vivo interés en realizar esta obra de simetría. ¿Por qué esforzarse tanto en impedirla? ¿No la afeitó inmediatamente el mismo interesado?

Fue la última operación quirúrgica llevada a cabo por la respetable viuda. Aquella misma tarde sufrió un ataque de apoplejía, y unos días después se extinguía en los brazos de sus hijas.

 

II.

Lo mismo en vida de su madre que después de fallecida, solía hacer alguna visita a mis primas durante el verano. Generalmente eran dos: una cuando llegaba a aquel mi valle natal en el mes de julio, y otra en septiembre, cuando regresaba a la capital. Por impulso adquirido, tal vez por la fuerza del hábito, que tiene más fuerza en los espíritus limitados, o, lo que es aún más probable, porque lo llevasen en la sangre, mis tres primas eran otras tantas doña Teresa pocos años después de fallecida ésta. No la imitaban ciertamente en la energía; pero la igualaban, y aun la superaban, en la avaricia.

Me acuerdo que uno de los últimos días de septiembre monté a caballo por la tarde y me dirigí a la Rebollada, que distaba de mi casa poco más de una legua. Griselda, Erundina y Berenice me acogieron, como siempre, con dulces sonrisas y palabras cariñosas. Hasta, si mal no recuerdo, una de ellas me abrazó y me besó en la frente. Debió de ser Griselda, la más vieja y la más fea, porque siempre tuve la misma fortuna con las damas. Pero no pasó de ahí, esto es, nadie me ofreció otra cosa, ni un vaso de vino, ni un poco de mermelada. Ya lo sabía, y por eso cuando iba a visitar a mis primas de la Rebollada, llevaba, como hombre prevenido, una onza de chocolate en el bolsillo.

Después de los primeros momentos de expansión vinieron lamentaciones sin cuento, amargas reflexiones, suspiros, gemidos, furiosas exclamaciones de cólera y dolor. El gran Teófilo, una vez libre y sin aprensión por la integridad de sus patillas, pasaba una vida dulce y regalada como la de un canónigo. No es mía la comparación, sino de Berenice. Yo la hice observar que los canónigos estaban obligados a guardar las horas canónicas y ciertas abstinencias, canónicas también, a las cuales no se sujetaba su hermano. Convinieron todas conmigo, y me hicieron saber que desde la muerte de su madre no había tocado en un instrumento de labranza ni se cuidaba apenas del ganado. Había tomado su parte de dinero, del dinero escondido por doña Teresa, había comprado un jaco, y andaba de feria en feria, sin parecer a veces en quince días por casa. Lo que no me dijeron fué que gracias a Teófilo pudieron hallar este dinero, y que sin su habilidad de zahorí para adivinar los agujeros hubieran perdido más de la mitad. Pero no habían parado ahí las cosas, sino que, después de derrochado todo este dinero, les había vendido su parte de la posesión y se la gastó alegremente también, y después de gastada siguió comiendo y durmiendo en la casa de sus hermanas, como si nunca hubiera dejado de ser la suya. Tampoco habían parado aquí las cosas, y esto es lo que hacía estremecer las entrañas de las tres vírgenes, sino que Teófilo había descubierto ya varios agujeros donde guardaban el fruto de sus economías, y se los había dejado limpios. No hacía aún quince días que les había sustraído dos mil reales en monedas de cinco duros. Mis primas lloraban a hilo mientras narraban este último crimen de un modo tan desesperado, que si no fuera porque me acometieron ganas de reir, me hubiera echado también a llorar, seguramente.

Por último, Teófilo había profanado de otro modo el santuario del hogar. Aquella criada mixta de dama de compañía y mozo de labranza que ellas guardaban hacía años como preciado tesoro en su casa, fué corrompida por él, y a la hora presente se hallaba encinta. Como yo la veía por allí desempeñando sus tareas tranquilamente, pregunté sorprendido:

—¿Y cómo no la habéis despedido ya?

Las vi un poco confusas para responder, y deduje que la avaricia había vencido a la delicadeza. Por el corto salario que la daban no hallarían una moza tan fuerte y trabajadora.

Cuando se hubieron calmado un poco salimos a la huerta y me mostraron la gran riqueza de legumbres y frutas que allí había. En verdad que en pocas partes había visto tierra tan feraz y bien cultivada. Griselda me ofreció dos grandes peras…, pero de las que se hallaban caídas en el suelo. Bajamos a la pomarada, donde había manzana aquel año para llenar cincuenta pipas. Una verdadera riqueza, pues cada pipa valía diez duros. A la vista de tan espléndida cosecha se serenó la fisonomía de mis primas y comenzaron a mostrarse joviales. Me llevaron por fin al sitio de las colmenas. Recogían de ellas todos los años más de doscientas libras de miel y bastante cera, que vendían a los cereros de la capital.

Nos acercamos con alguna precaución y estuvimos un rato entretenidos mirando. Mis primas, aunque apicultoras, sabían poco acerca de la vida de las abejas. Yo, que siempre sentí afición hacia estos maravillosos insectos, les fuí dando a conocer algunos de sus secretos; cómo se construían su ciudad, cómo se distribuían el trabajo entre ellas, cómo se entienden entre sí por medio de un lenguaje que eternamente será para nosotros un secreto. Gracias a él, no sólo se comunican lo necesario para realizar sus complicadas operaciones, sino que también se participan las noticias favorables y adversas, la pérdida de la madre, la entrada de una reina intrusa o de un enemigo, el descubrimiento de un tesoro, esto es, de algunas nuevas flores o de algún tarro de miel. Pero la maravilla de las maravillas es la producción de la cera. La miel se transforma en material de construcción por un misterioso procedimiento químico que se realiza en el cuerpo de estos animalitos. Son las abejas más jóvenes las que proporcionan la cera. Cuando llega el instante de construir su fábrica, éstas escalan las paredes del tronco nuevo de árbol donde generalmente edifican, otras las siguen y se sujetan por las patas, formando largas columnas o guirnaldas, y así permanecen inmóviles horas y horas, hasta que por un misterio admirable empiezan a sudar esa materia blanca que se llama cera. Con ella construyen rápidamente su gran falansterio, cuyas celdas tienen invariablemente una forma hexagonal. Hay cuatro clases de celdas: las celdas reales, las grandes celdas, destinadas a la cría de los machos y para almacenar las provisiones cuando abundan las flores, las celdas pequeñas, que sirven de cuna a las obreras y de almacenes ordinarios, y las celdas de transición, que sirven para enlazar las grandes a las pequeñas.

Mis primas me escuchaban con interés, y no se hartaban de hacerme preguntas. Cuando llegamos a la tragedia que anualmente se representa en aquellos pequeños mundos, a la matanza de los zánganos, les expliqué cómo después de la fecundación de las reinas la presencia de los machos en la colmena no sólo es inútil, sino muy perjudicial, porque, sin trabajar, devoran las provisiones, interrumpen los trabajos, ensucian las celdas, obstruyen el paso y se conducen de un modo grosero e intolerable. Las abejas los toleran todavía algún tiempo; mas, perdiendo al cabo la paciencia, un día circula entre ellas la orden, sin saber quién la da, y se preparan a hacer sangrienta justicia. Una parte del enjambre no sale aquella mañana al trabajo. Son los verdugos. Mientras los pobres zánganos duermen tranquilos, se prepara silenciosamente su ruina. Al despertarse se encuentran rodeados cada uno de tres o cuatro de sus enfurecidas hermanas, que fríamente los despedazan, les cortan las alas, les atraviesan el vientre con sus dardos venenosos, les amputan las antenas y los dejan en un estado tan lamentable, que a cualquiera movería a piedad. Pero aquellas crueles obreras no la sienten; los persiguen por todas partes, y cuando, heridos y maltrechos, un grupo de ellos se refugia en algún rincón, lo bloquean y le hacen morir de hambre. Muchos de ellos consiguen escapar; se lanzan al campo; pero cuando a la caída de la tarde, acosados por el frío y el hambre, tratan de ganar su casa, se encuentran con la puerta cerrada, son rechazados por las inflexibles centinelas, y perecen aquella noche implorando en vano abrigo y alimento.

—¿Sabéis una cosa?—les dije cuando terminé mi relato—. Si vosotras fueseis abejas en vez de ser mujeres, ya habríais matado a vuestro hermano Teófilo.

Las tres soltaron una carcajada.

—¡Qué ocurrencia! ¡Es de veras gracioso! ¡Siempre serás el mismo, Angel!

Y reían mis primas con tanta gana como si las hubiera leído el capítulo más chistoso del Quijote. Todavía después que volvieron a casa, y pasado largo rato, recordaban mis palabras y se renovaban las carcajadas.

 

III.

Aquel invierno supe que la criada de mis primas había dado a luz un niño en la misma casa, y que aquéllas habían guardado a la madre y al hijo, en vez de ponerlos en la calle. El sujeto de la Rebollada que me dió la noticia añadió que a la hora presente se hallaban tan entusiasmadas con el chiquillo, que eran para él otras tantas madres. Me alegré por la inocente criatura y por ellas también. Al fin, tenía un sentido su existencia. El instinto de la maternidad, tan vivo en todas las mujeres, hallaría satisfacción y las haría felices.

Pero he aquí que pocos meses después me dieron otra noticia mucho más desagradable; la del fallecimiento de mi primo. El buen Teófilo había muerto repentinamente. Una noche había cenado en perfecto estado de salud y se habla acostado. Poco después se sintió indispuesto, llamó a la campanilla, acudieron en su auxilio, se le prodigaron algunos remedios caseros, se expidió un propio a caballo en busca del médico, y se llamó al cura. Éste llegó a tiempo para darle la absolución; pero cuando llegó el médico ya hacía una hora que había fallecido el enfermo.

Cuando supe la noticia, acudieron a mi memoria las últimas palabras que les había dirigido, y de pronto nació en mi mente una sospecha terrible. Esta sospecha me causó impresión tan profunda y tal repugnancia, que no pude escribirlas dándoles el pésame.

Al mes siguiente, que era el de junio, fuí a Suiza, y sólo pude pasar unos días del mes de octubre en mi valle natal, que aproveché para hacer una visita a la Rebollada. Cierto remordimiento me atenaceaba desde hacía algún tiempo el espíritu. No podía desechar de él las palabras que por burla había pronunciado el año anterior. ¡Quién sabe si tal burla habría sido causa ocasional de un crimen! Traté de salir de dudas, poniendo para ello en práctica los medios que me parecieron más conducentes.

Hallé a mis primas enlutadas, pero nada tristes. Me recibieron jovialmente, y acto continuo se pusieron a narrarme las gracias increíbles de Periquillo, que así se llamaba el niño de la criada y de su difunto hermano. Pude convencerme en seguida de que aquella criatura de pocos meses les tenía sorbido el seso. No se hartaban de ponderar su robustez, su blancura, su dulce mirada, su voracidad, su picardía, su ático humorismo.

—Verás, Angel—me decía la astronómica Berenice con ojos brillantes de alegría—. Por la mañana temprano, cuando su madre va al molino, me deja a Periquillo. A veces tarda más de una hora, y el chiquillo tiene hambre. Empieza a llorar, y yo, para acallarle, le paseo y le meto mi lengua en la boquita, que chupa como si fuese el pecho de su madre. Pero al cabo se convence de que no puede sacar nada, y llora mucho más fuerte. Pero hoy, cuando fuí a hacer la misma operación, levantó hacia mí sus ojitos sonrientes como diciendo: «¡Ya estoy al tanto de la burla!»

Griselda y Erundina rieron con el mismo placer que ella, y se hicieron lenguas del prodigioso talento de aquel chiquillo.

Salimos, como siempre que las visitaba, a la huerta, recorrimos la pomarada, y después me encaminé resueltamente al sitio de las colmenas. Nos acercamos a ellas, y noté que mis primas se pusieron repentinamente serias. Guardé largo rato silencio, en actitud de observar la entrada y salida de las obreras, y de pronto, volviéndome hacia mis primas y clavando en ellas una mirada penetrante, les pregunté bruscamente:

—¿Habéis matado ya a los zánganos?

Las tres se pusieron pálidas, y en el primer momento no acertaron a contestar. Al cabo, Griselda, la más vieja, respondió con sonrisa forzada:

—¡Qué pregunta! ¡Los habrán matado ellas!

—Eso quise decir. Vosotras no sois abejas, sino mujeres. Los procedimientos desalmados quedan para los seres que no tienen alma. Porque estos insectos, tan previsores, tan inteligentes en la apariencia, tan maravillosos en sus costumbres, carecen de alma y, porque carecen de alma, carecen de moralidad. En esas colmenas que tenéis delante reina la fatalidad: lo que hoy hacen esos insectos lo han hecho hace diez mil años y lo harían exactamente igual dentro de otros diez mil si el hombre, único ser libre en la creación, no interviniera modificando con destreza sus costumbres y señalando nuevas direcciones a su actividad. Las abejas no recuerdan el pasado ni se representan el porvenir; sus movimientos todos están regulados por las fuerzas inconscientes de la materia. Si observaseis con un microscopio la formación de un cristal dentro de cualquier líquido que se cuaja, advertiríais cómo acuden de un lado y de otro las partículas, con qué inteligencia se combinan, cómo aceptan todo aquello que puede convenirles para la construcción de su prodigioso artefacto, cómo rechazan todo lo que les estorba. En el cristal existe algo que nos parece inteligencia, como en la abeja. Pero el cristal, la abeja, los animales todos no son más que los heraldos del espíritu, son las apariencias de aquello que sólo tiene realidad, los peldaños obscuros de una escalera que conduce a la luz. El mundo se ha hecho para el espíritu, y el espíritu se ha hecho para el amor… Esas abejas que ahí veis, tan previsoras, tan inteligentes, no aman, y porque no aman no viven en la realidad sino en la apariencia. Nunca me han inspirado admiración. Las estudio con curiosidad, como estudio las combinaciones de los cuerpos elementales de la química; pero no las admiro. Reservo mi admiración para los seres libres, que son los únicos que viven realmente; porque para mí sólo existe una cosa real y digna de respeto en este mundo: la caridad… Figuraos por un momento que al salir de vuestra casa, y caminando para la mía a la orilla del río, veo que un hombre cae en él y que la corriente lo arrebata y está a punto de ahogarse. Salto del caballo, me arrojo a socorrerlo, y con riesgo inminente de mi vida, después de luchar desesperadamente con la corriente, logro salvarlo. Y figuraos que en aquel momento oigo una voz en lo alto del cielo que me grita: «¡Has hecho mal!» Yo respondería inmediatamente sin vacilar a esa voz: «¡He hecho bien!» Y aunque viera después que la tierra temblaba, que los árboles se desgajaban, que las piedras rodaban de las montañas para aplastarme, y que delante de mí se abrían bocas de fuego para tragarme, yo seguiría diciendo obstinadamente: «¡He hecho bien!» Y después de muerto y pulverizado, todavía mis cenizas seguirían gritando: «¡He hecho bien!, ¡he hecho bien!…» Por el contrario, figuraos que hay en mi casa o fuera de ella una persona que me estorba, que me perjudica en mis intereses y atenta a mi bienestar. Me decido a hacerla desaparecer de este mundo, y una noche, cobarde y alevosamente, la asesino por medio del puñal o del veneno. Pues aunque en aquel instante una voz del cielo me gritase: «¡Has hecho bien!», yo estoy seguro de que esa voz me sonaría como la voz del demonio, que no volvería a disfrutar una hora de tranquilidad en esta vida, que la imagen de mi víctima se alzaría constantemente delante de mí como un espectro aterrador, que el sueño huiría de mis párpados y la alegría de mi alma, y que, al cabo, para sustraerme a tan atroces tormentos, quizás acercase a mi sien el cañón de una pistola, a fin de caer de una vez y para siempre en el Infierno…

A medida que iba hablando observé que mis primas se ponían cada vez más pálidas. Cuando llegué a estas últimas palabras, Berenice, la menor de las hermanas, se llevó la mano al pecho y cayó al suelo privada de sentido. Acudimos a socorrerla, la transportamos a la cama, le rociamos las sienes con agua fría, le hicimos oler un frasco de esencia aromática, y a los pocos minutos logramos que recobrase el conocimiento. Yo aproveché la ocasión para montar de nuevo a caballo y trasladarme a mi casa. Jamás volví a parecer por la Rebollada.