¡Hermosos días de fe venid a mí! Soplad en este corazón herido por los desengaños, soplad en este pensamiento marchito por tanto estéril trabajo. Refrescadme unos instantes. Que vuelva a ser al despertarme el niño que se postraba de rodillas sobre su diminuto lecho y vuelto hacia una imagen de Jesús Crucificado le pedía con palabras fervorosas la salud de mis padres y la salvación de mi alma. Dejadme ver otra vez en el azul del cielo la imagen de María, hollando con su divina planta el creciente de la luna rodeada de niños alados. Dejad que lleguen a mis oídos como entonces sus cánticos celestes. Dejadme sentir de nuevo sobre la frente las alas del Angel de mi guarda al tiempo de dormirme.

Aún me veo en la iglesia de San Francisco oyendo misa con mi padre. Los sones del órgano me transportaban; la voz de bajo profundo de Fray Antonio Arenas cantando desde el coro me estremecía con santo terror; las nubes de incienso me embriagaban. Y allá en lo alto, sobre el altar mayor veía una hermosa escultura de la Virgen envuelta en una luz fantástica que dejaban filtrar los cristales de color. Y mis ojos no se apartaban de ella y hacia ella volaba mi corazón con ansias de dicha inmortal. Entonces pasaban por mi alma sublimes emociones que por experimentarlas de nuevo diera cien vidas si las tuviese, emociones que espero sentir después de la muerte.

Aún me veo caminando con mi madre bajo los arcos de la calle de Galiana hacia el santuario donde se venera al Cristo con la cruz sobre los hombros. La noche ha cerrado ya. A esta hora próxima al crepúsculo las damas piadosas de Avilés tienen costumbre de ir a rezar un credo delante de la milagrosa imagen. Los arcos apenas están esclarecidos. Allá hacia el medio, sobre uno de ellos hay una hornacina y dentro una pequeña escultura de la Virgen alumbrada por una lámpara de aceite. Algunas parejas enamoradas se sientan en los pretiles de la calle. Sólo percibimos sus bultos y escuchamos el rumor de su plática. Llegamos al santuario; subimos algunos peldaños; nos postramos delante de Jesús agobiado bajo el peso de la Cruz y su frente pálida coronada de espinas me infunde una compasión infinita. Sus ojos me miran doloridos y parecen decirme: «Hijo mío, hoy eres dichoso, pero si algún día estás triste acuérdate de mí.»

Aún me veo en el mes de Mayo cantando por las calles de Avilés la letanía de la Virgen. Todos los niños de la escuela formábamos en dos filas. En el centro iba una gran cruz cubierta de flores, soportada alternativamente por los más fuertes entre nosotros. Detrás de ella caminaban algunos sacerdotes acompañados del maestro. ¡Oh, qué luz radiosa en el cielo! ¡Qué alegría en la tierra! Estábamos en el mes de las flores y cada uno de nosotros con un puñado de ellas en la mano marchábamos cantando para ofrecerlas a la Reina del Cielo. Y al volver nuestra cabeza descubierta hacia las puertas y los balcones de las casas no tropezábamos con las miradas burlonas, con las sonrisas escépticas que hielan el corazón de la infancia. No; los hombres graves y silenciosos hacían un imperceptible signo de aprobación; las mujeres enternecidas nos enviaban con los ojos afectuosas bendiciones. Para que un pueblo viva unido y forme una gran familia, para que exista la verdadera patria no basta que articulemos el mismo idioma, es necesario que balbuceemos las mismas oraciones. Nuestro pequeño corazón latía feliz dentro del pecho porque nos sentíamos amados y protegidos por el pueblo entero, porque aquellos hombres y aquellas mujeres que se asomaban a los balcones o se agolpaban en las aceras para vernos pasar respetaban nuestra fe y nuestra inocencia.

Mi amigo Alfonso, un niño pálido, bueno y pacífico, se mostraba más piadoso que ninguno. Su madre, que era una santa mujer, le llevaba a misa todos los días antes de la escuela, le veíamos en las procesiones con un pequeño cirio en la mano y alguna vez también cuando por las tardes de los días de fiesta se me ocurría asomarme a la iglesia delante de la cual jugábamos, le veía en la nave solitaria del templo orando ante los altares. Aunque yo era de un humor bastante distinto y me gustaban los juegos con pasión y mostraba tanto ardor como el que más en las peleas, me sentía, no obstante, atraído hacia aquel niño y buscaba su amistad. No me la otorgó él fácilmente. Como todos los seres espirituales era tímido y retraído y mi carácter turbulento debía de impresionarle desagradablemente. Pero al fin logré ganar su confianza y entonces fué expansivo y afectuoso conmigo, y con el celo de un pequeño apóstol procuró ganarme para Dios y la Virgen. Estaba yo preparado para ello porque en el fondo del alma siempre he sido idealista y aunque en el curso de mi vida haya amontonado sobre este fuego sagrado mucho polvo y mucho escombro, por fortuna nunca ha llegado a apagarse.

El me decía que no era necesario pensar tanto en esta vida efímera, que aun la más larga valía poco y que pudiéramos morir antes de llegar a viejos. ¡Cuán en lo cierto estaba aquel piadoso niño, pues que murió antes de salir de la adolescencia! Me decía que debíamos ser buenos como los ángeles para poder estar algún día entre ellos y que si nos encomendábamos todos los días a la Virgen y a San José ellos nos sacarían de los peligros de este mundo. Empezamos a pasar largas horas en confidencias místicas. Me llevó a su casa y vi con asombro y placer que su madre le había dejado un cuartito para oratorio y que él lo había arreglado tan primorosamente que no faltaba allí nada de lo que se hallaba en las iglesias. Un altar con su retablo y su sabanilla, una imagen de la Virgen del Carmen, otra de San José, un Niño Jesús, incensario, ciriales, casulla, bonete. Él celebraba misa y yo le ayudaba. Los días de gran fiesta, la mamá, los hermanos mayores y los criados venían a presenciarla, se cantaba la letanía, se hacía una procesión por el jardín y se quemaba tanto incienso y se formaba tal espesa humareda en el cuartito que alguna vez pensaba ahogarme.

Nuestro fervor iba cada día en aumento. No sólo celebrábamos misa sino que también confesábamos. Alfonso mostraba enormes disposiciones para el confesonario y ataba y desataba los pecados como el más experto penitenciario. Vestido con un roquete que su madre le había cosido y sentado dentro de un gran cajón que colocábamos en sentido vertical y al cual habíamos abierto a un lado algunos agujeritos con una barrena, confesaba a sus hermanitas, me confesaba a mí y alguna vez venían también las criadas a arrodillarse y con la boca pegada a aquellos agujeritos decían sus pecados y recibían la absolución. Estas no se mostraban tan contritas y arrepentidas como fuera de desear porque se les escapaba no pocas veces la risa y obligaban al confesor a mostrarse demasiado severo y amenazarles con que lo diría a su mamá. Porque mi amigo Alfonso tomaba aquello muy en serio, nos daba consejos excelentes, nos pintaba con minuciosos detalles las penas del infierno, nos exhortaba a la penitencia y por último nos echaba la absolución alargando su manecita para que la besáramos con la misma gravedad que un padre jesuíta.

Un día me dijo que su hermanita más pequeña estaba muy enferma y para que no se muriese él rezaba todos los días una hora de rodillas sobre las piedras y se había frotado el pecho con ortigas. Y, en efecto, abriendo el chaleco y la camisa me mostró sus tiernas carnes enrojecidas. Me sentí conmovido y admirado. «Yo también quiero hacer alguna penitencia por que tu hermana no se muera», le dije. Y dicho y hecho, bajo al jardín con él y llevo mis manos con resolución a las ortigas, pero ¡ay! fué tal el dolor, que di un grito y comencé a llorar. Alfonso asustado subió a casa por aceite y me untó delicadamente las manos. Después me abrazó y me consoló diciéndome que aún no estaba preparado para las penitencias, pero que al cabo lograría hacerlas mayores aún que él.

Leíamos las vidas de los santos y las que más nos placían eran las de aquellos que se habían retirado a un desierto y habían pasado largos años oyendo cantar los pájaros y alimentándose con frutas y con los mariscos que hallaban entre las peñas. Nada tiene de particular porque yo era apasionadísimo de las cerezas y de los caracoles de mar. Ignoro de quién de los dos partió la idea, pero un día concebimos el proyecto de retirarnos nosotros igualmente del mundo y de sus pompas para hacer penitencia. Viviríamos los dos solos en algún paraje apartado, comeríamos lo que los campesinos quisieran darnos de limosna, haríamos oración por nuestras familias y cuando fuéramos grandes vendríamos a predicar a Avilés y a otras villas. ¿Dónde encontrar el paraje solitario? Alfonso me dijo que a una legua próximamente de Avilés había visto una cueva cerca del mar que parecía hecha a propósito para que nos retiráramos allí e hiciésemos vida cenobítica.

Meditamos nuestro proyecto largamente y sólo nos decidimos a ponerlo en práctica después de maduras reflexiones. Una de las graves cuestiones que debatimos fué la de resolver si habíamos de renunciar a nuestras familias para siempre o habíamos de visitarlas alguna vez. Alfonso opinaba que debíamos de venir cada año a ver a nuestros papás: yo creía que debíamos de venir cada seis meses. Por fin decidimos que vendríamos cada ocho días a mudarnos la ropa interior. Ni por un momento se nos pasó por la imaginación que aquéllas pudieran oponer reparos a nuestra resolución. Alfonso decía que su mamá era tan piadosa que lloraría lágrimas de placer al saberlo. Yo no estaba tan seguro de la mía, pero aunque no llorase precisamente de placer, estaba seguro de que se sentiría honrada viendo a su hijo emprender valerosamente la carrera de santo. De todos modos decidimos marcharnos sin decir una palabra para evitar escenas patéticas.

Ahora bien; en esta mi resolución de abandonar el mundo ¿no habría también cierto vago deseo de abandonar la escuela? Porque recuerdo que la vara de avellano que usaba el maestro don Juan de la Cruz no me inspiraba simpatía, ni tampoco los coscorrones y bofetadas del pasante, ni me placía estar de rodillas una hora con las narices en la pared cuando mi plana tenía algunos borrones. Y todavía me parece experimentar la sensación dolorosa que me penetraba cuando en el portal de casa mi padre me despedía con un beso al marchar a la escuela, después de comer. Nos separábamos; yo seguía por los arcos hacia mi triste destino y le veía a él atravesar la plaza hacia el casino fumando un cigarro puro. ¿Cuándo sería yo grande para hacer lo mismo? Es posible, pues, que en mis ardorosos deseos de sacrificarme entrase, aunque fuese en pequeña dosis, el placer de apartarme de otros deberes, porque nuestras resoluciones en la vida casi nunca están determinadas por un solo motivo. No conviene, sin embargo, profundizar demasiado en el alma de los místicos.

Salimos, pues, un día a cosa de las tres de la tarde después de comer en busca de la cueva santificante. Yo llevaba como equipaje, repartidos por los bolsillos, unas zapatillas, una cajita de caramelos que me había regalado mi madrina el día anterior y la peonza. No era, en verdad, bagaje adecuado para un penitente que huye los placeres de la carne, pero en este punto fiaba por completo en mi amigo Alfonso y no me equivocaba. Mi piadosísimo amigo llevaba por todo equipo y envueltas cuidadosamente en un papel, unas preciosas disciplinas fabricadas con sus propias, delicadas manos. Eran de cuerda y tenían por mango el de una comba y al cabo de cada ramal unos primorosos nuditos que debían de ser menos dulces que los caramelos de mi madrina.

Antes de partir, y por iniciativa de Alfonso, habíamos orado unos momentos en la iglesia de San Francisco. Luego atravesando el campo Caín y bordeando el enemigo barrio de Sabugo, sin entrar en él salimos al camino de San Cristóbal. Antes de media hora llegaríamos al sitio denominado la Garita sobre el mar. No muy lejos de él se hallaba la cueva que había visto o había creído ver mi amigo Alfonso. Caminábamos silenciosos. Alfonso iba gozosísimo, resplandeciente. Yo no tan resplandeciente.

No habíamos andado un kilómetro cuando tumbados sobre el blando césped, a la vera del camino, acertamos a ver dos pillastres de Sabugo. El uno era Antón el zapatero, muchacho ferocísimo, conocido en la villa por sus hazañas y temido de todos los niños por sus crueldades. El otro un pilluelo apodado Anguila, feo y grotesco que divertía al vecindario en los días de regatas con sus sandeces cuando desnudo y embadurnado de lodo para no resbalar intentaba subir la cucaña. Era un payaso consumado del cual ya hablaré más adelante.

Al divisarlos me dió un vuelco el corazón y creo que a mi amigo Alfonso, a pesar de su santidad, le pasó otro tanto.

—Ahí están esos—proferí sordamente.

—Ya los veo—me respondió Alfonso lacónicamente.

—Pasemos de largo como si no los viésemos.

Y en efecto, mirando al cielo, mirando a la tierra, mirando a todos lados menos al punto determinado en que se hallaba aquel par de alhajas intentamos cruzar apretando el paso. Eramos los pobres avestruces que meten la cabeza bajo el ala cuando divisan al cazador.

—¡Eh! chicos… ¿Adónde vais?

Nada; no oímos nada.

—¡Eh! chicos… ¿Adónde vais?

La misma sordera inveterada. Tratamos de seguir adelante; pero Anguila se levantó rápidamente y en dos saltos se plantó delante de nosotros.

—¿Adónde vais «vos digo» granujas?

Oírse llamar granujas, dos seres tan espirituales como nosotros por aquel miserable andrajoso era cosa para inspirar risa más que cólera.

Ni una ni otra nos inspiró la pregunta. Lo que ambos experimentamos en aquel instante fué, hablando con toda franqueza, miedo, un miedo cerval.

—Vamos a San Cristóbal—balbuceé yo con toda la humildad, con toda la sumisión de que puede ser capaz un ser humano.

—¿Y a qué vais a San Cristóbal?

—Vamos a dar un recado al señor cura—murmuré con más humildad y sumisión todavía.

—Bueno, pues, atracad al muelle y echad el ancla que aquí están los carabineros para hacer el registro.

Y echó a andar de nuevo hacia el prado donde aún permanecía tendido su digno compañero que nos dirigía una insistente mirada fría y cruel. Le seguimos como dos mansos corderos. ¿Y qué íbamos a hacer? Nosotros teníamos nueve años y aquellos malhechores lo menos doce; pero aparte de eso su indómita fiereza primitiva como seres que aun no han salido de la barbarie les daba una superioridad reconocida, tratándose de guerra, sobre dos chicos tan civilizados como nosotros.

Efectivamente comenzó el registro que llevó a cabo Anguila con toda escrupulosidad, empezando por mí. Antón el zapatero no se dignó siquiera moverse. Salieron a relucir mis caramelos, que fueron instantáneamente decomisados; pero Antón con un gesto imperioso dijo:

—Trae aquí eso.

Y Anguila humildemente fué a depositarlos a sus pies. Se echaba de ver que Antón era el emperador y Anguila su bufón. Salió mi peonza que en la misma forma fué depositada con los caramelos. Y salieron mis zapatillas. Estas fueron despreciadas, y envueltas en su papel, volvieron al bolsillo de mi chaqueta.

Comenzó en seguida el de Alfonso. Traía un pedazo de pan, que Anguila se puso a morder acto continuo después de haberse cerciorado, con una rápida mirada que echó a Antón, de que aquello no le interesaba. Y salió el papelito de las disciplinas. Anguila al desdoblarlo quedó estupefacto.

—¿Qué es esto?… ¡El diablo me lleve si no son unas disciplinas!

Antón se puso en pie de un salto y las tomó en la mano.

—¡Pues sí que son unas disciplinas!

Y aquel rostro espantable se contrajo con una risa que daba miedo.

—¡Ay qué gracia!… ¡Unas disciplinas! ¡Ay qué risa!

Y efectivamente se retorcía de risa y Anguila lo mismo.

—Estas son las disciplinas con que te azota tu madre, ¿verdad? Y tú se las has robado, ¿verdad? Pues eso no se hace. ¡Toma, para que no lo hagas otra vez!

Y la emprendió a zurriagazos con mi pobre amigo que chillaba con su vocecita dulce.

—¡No! ¡no las he robado!… Mi madre no me pega.

Yo me creía salvado, pero así que concluyó con Alfonso la emprendió conmigo «por haberle ayudado», según decía.

—Bueno. Ahora largo de aquí. Y si decís una palabra de todo esto en casa contad conmigo—profirió Antón tumbándose de nuevo en el césped con la pereza displicente de un déspota oriental.

Ibamos ya a seguir tan saludable consejo, pero estaba de Dios que no habíamos de salir tan pronto de las garras de aquellos piratas.

—Oye, Antón, ¿no te parece que enseñemos a estos chicos el ejercicio?—manifestó Anguila.

—Haz lo que quieras—respondió el zapatero encogiéndose de hombros con su acostumbrada displicencia.

Anguila cortó dos largas varas de los árboles que bordaban el camino y nos las puso en la mano.

—¡Firmes!… ¡Tercien… ar!… ¡Presenten… ar!… ¡Apunten… ar!… ¡En su lugar… descanso!… ¡Media vuelta a la derecha… deré!

Más de una hora duró nuestro martirio. Bofetadas, repelones, puntapiés, estirones de orejas, de todo hubo y en abundancia. El sargento más bárbaro no lo hubiera hecho mejor. Si llorábamos más de la cuenta nos hacía callar a mojicones. Por fin, cuando se hubo hartado de darlos nos dejó marchar.

Libres ya, no continuamos hacia el desierto para regenerarnos por medio de la penitencia sino que caminamos apresuradamente la vuelta del poblado. Llevábamos los ojos enrojecidos por el llanto y las mejillas por las bofetadas; pero yo llevaba más roja aún el alma por la cólera y la rabia. Un ansia loca de venganza me subía a la garganta y parecía asfixiarme rompiendo por intervalos en terribles imprecaciones y gritos inarticulados. En cuanto llegase a la villa se lo diría a Emilio el Herrador. Nosotros, los chicos de la escuela en Avilés, teníamos, siguiendo la costumbre espartana, un mozalbete que nos servía de protector o que «saltaba por nosotros», como decíamos en la jerga infantil. Emilio el Herrador había saltado siempre por mí. Estaba seguro de que en cuanto supiera la infamia hecha conmigo entraría a saco en el barrio de Sabugo y no dejaría piedra sobre piedra. El pobre Alfonso lloraba y suspiraba en silencio.

Cuando recuerdo este incidente de mi infancia no puedo menos de admirarme de mi extraña aberración. Porque al partirme de casa y buscar la soledad ¿qué es lo que me proponía? ¿Hacer penitencia y santificarme? ¿Pues qué penitencia más adecuada y eficaz que la que me infligían aquellos chicos? ¿Qué mejor ocasión para mostrarme resignado y humilde y seguir las huellas de Jesucristo?

De modo semejante durante el curso de mi vida Dios me ha ofrecido a manos llenas los medios de ser un santo; pero ¡ay! siempre he desperdiciado la ocasión.