Fué una de esas conversaciones inolvidables, vibrantes, casi trágicas, que la emoción parece grabar en la memoria á golpe de martillo y de cincel.

Hablaban de amor; de los que se casan por cariño ó por interés, de los hombres que traicionan á sus mujeres, de las esposas que burlan á sus maridos… Esta última variante del diálogo sugestionó la atención de Luis; su turbulento corazón enamorado y celoso fué exaltándose, y tras algunas pleguerías y circunloquios retóricos, que procuraron velar la salvaje vehemencia de los sentimientos, exclamó:

—Dime, ¿tú serías capaz de engañarme?

Ella, riendo, le echó los brazos al cuello.

—¡Yo! ¿Engañarte yo?…—exclamó;—¿has perdido el juicio?…

Luis hizo un gesto vago de hombre experto á quien el mundo enseñó a dudar de todo.

—¡Oh, no te rías!—dijo—la vida ofrece miríadas de peligros que una locuela como tú no puede prever, y lazos y añagazas sin número… No creas que pongo puertas á tu virtud… Pero advierte que si alambicásemos la historia íntima de los mejores matrimonios, acaso hallásemos en todos algún secreto horrible; un capitulo inconfesable, una de esas páginas que no pueden leerse sin rubor… No, Fernanda, todo no se sabe… Hay muchos adulterios que se conocen, pero también hay otros que quedan ignorados perpetuamente, crímenes fortuitos, sin poesía y sin fecha, cuyo afrentoso secreto baja al sepulcro con los criminales.

Y agregó, anhelando obtener un juramento, una promesa, algo, en fin, que aquietase aquella roedora comezón de su espíritu.

—Responde, Fernanda: si andando los años la fatalidad te colocase en una de esas situaciones supremas en que el deber perece á manos de la fuerza, ¿me lo dirías? ¿Tendrías valor para decírmelo?…

Hubo una pausa; la joven, cuyo espíritu inocente se mecía muy lejos de los siniestros linderos de lo inconfesable, murmuró con ese valor temerario de los niños:

—Sí, lo diré todo… ¿Por qué no?… Te lo juro.

*  *  *

Mucho tiempo después, Fernanda llegaba al apogeo de su vida y de su belleza: alta, gruesa y majestuosa como una deidad pagana, con pomposas caderas desarrolladas por la maternidad y grandes ojos ardientes.

Hasta entonces Fernanda, tanto por cariño como por costumbre, no tuvo secretos para su marido; había hecho de él su madre, su confesor, hasta que una vez… conoció lo incomunicable, lo que no puede decirse.

Felipa Godoy, la mejor amiga de Fernanda, tenía un amante á quien sólo veía de tarde en tardo y á trueque de innúmeros peligros, y necesitaba una compañera que la sirviese ante su familia de pretexto ó escudo de salidas. Aquel asunto los dos amantes lo discutieron minuciosamente, y convinieron en que Fernanda era la única mujer que, por su reserva y varonil discreción, podía ayudarles.

—Tú la confiesas nuestro secreto sin ambajes—dijo él,—y conmuévela describiendo la inmensidad de nuestro cariño, los obstáculos que nos separan, tus sufrimientos… Di también que lo único que solicitamos de su amistad es que te acompañe alguna que otra vez…

Prosiguió sonriendo con gesto burlón.

—Más adelante y á fin de que estos paseos no la aburran, buscaré algún muchacho que la acompañe.

Felipa Godoy, que conocía la virtud austera y sin mácula de la joven, protestó:

—No digas tonterías, no la conoces; Fernanda es incapaz.

—¡Oh, quién sabe!…

—Quiere mucho á su marido.

Pero él continuó refutando victoriosamente aquellas objeciones: era preciso ser egoísta para triunfar: Fernanda podía cansarse de ayudarles ó reñir con ellos, en cuyo caso quedaban á merced suya: convenía, por tanto, tenderla un lazo; así las dos lucharían juntas, movidas por el mismo interés y el cuerpo de la una garantizaría la salud de la otra.

 

Felipa Godoy empezó á ejecutar hábilmente todo aquel plan: refirió á su amiga los secretos pormenores de su pasión, se apoderó de su alma, la conmovió, la hizo llorar.., y obtuvo cuanto guiso. Fernanda se ofreció á protegerla: realmente, ella también deseaba estudiar por sí misma aquel mundo de los amores criminales que sólo conocía de referencias. Luego vió al amante de Felipa y le pareció simpático y muy galán… Y de este modo, la inocente casada fué abandonándose por la pendiente seductora de lo prohibido.

Pocos meses bastaron para que los tres fuesen muy buenos compañeros, y entre tanto Luis no sabía nada, porque Fernanda no quiso amargar aquellas escapatorias rompiendo el hechizo del misterio.

El desenlace de aquel enredo, preparado con tanta calma y tan diestramente, llegó de pronto.

—Mañana por la tarde—dijo Felipa Godoy á su amiga,—Claudio y yo merendaremos en la Bombilla; probablemente nos acompañará un amigo suyo y, como supondrás, me aburriré horrorosamente, ¿Quieres venir?…

Fernanda vacilaba.

—No seas perezosa—insistió Felipa;—reiremos mucho, bailaremos y luego, al atardecer, á casita. ¿Qué te detiene?

Aquello, en efecto, dicho así, no era grave; Fernanda prometió ir… Y fué…

Julián, el amigo de Claudio, era muy ladino, habilísimo conversador, buen bailarín; hablaron mucho, bebieron copiosamente… Desde los primeros momentos Fernanda sintió que algo invisible agarrotaba sus manos y sus pies, y empezó á perder la confianza en sí misma… Se ahogaba: en aquel gabinetito tan perversamente aparejado para el amor, no había bastante aire respirable… A los postres Felipa y Claudio se besaban sin reserva, y Julián, sentado junto á Fernanda, la hablaba de amor apasionadamente. Esta, entontecida por los primeros vahos de la borrachera, se arrojó entre los brazos de su amiga:

—Por Dios—decía sollozando,—no me abandones, no me dejes sola, sácame de aquí…

Claudio la miró guiñando un ojo picarescamente.

—¿Qué tienes?—preguntó besándola.

—No sé…

—¿Estás enferma?

—No, pero me ahogo… tengo miedo, mucho miedo de quedarme sola… Vámonos…

Ella ignoraba que las mejores páginas de las novelas amorosas las escribe el Destino así, muy deprisa. Luego Fernanda y Julián salieron al patio, á bailar; el aire cálido de aquella tarde de Junio y los rayos caliginosos del sol, concluyeron de trastornarla. El, entretanto, la requebraba de amores; ella, con la enloquecida cabeza apoyada en su hombro, le escuchaba sin comprender…

Cuando volvieron al gabinete, la joven apenas podía moverse; estaba idiotizada.

—Quédense ustedes aquí—dijo Felipa;—Claudio y yo vamos á bailar…

Fernanda hizo un gesto desesperado, llamando á su amiga; pero Julián cerró violentamente la puerta y ella quedó á merced de aquella bestia encelada, terrible, que hablaba de amor…

*  *  *

¡No, jamás tornó á ver al hombre que en un momento de embriaguez la robó la honra y el sosiego! Pero aunque fué frágil, contra su deseo y la fuerza disculpaba su caída, Fernanda, batallando á solas con su remordimiento, no podía disculparse.

¡Ya no era la misma! Había ocurrido algo enorme, lo ignorado, ¡lo inconfesable!… Recordando la promesa que un día hizo de decírselo todo á su marido, quiso revelarle también aquello para dar treguas á su delirante obsesión, y no pudo; un frío mortal paralizaba su lengua: los conceptos se cristalizaban en el cerebro… Estaba delante de lo incomunicable, de lo que no puede decirse, de lo que nadie sabe decir…

Y muchos años después, cuando las tres únicas personas poseedoras de aquel secreto habían muerto, Fernanda, ya vieja, aun no estaba curada de su remordimiento. La costumbre de fingir la tornó pusilánime, suspicaz y recelosa; temía que algún accidente imprevisto revelase el criminal misterio de su vida, y cuando su marido la miraba fijamente, ó cuando veía á su hija engalanarse para ir al baile, la pobre madre, condenada voluntariamente al obscuro papel de hembra pasiva, bajaba los ojos confusa, avergonzada, murmurando:

—¡Dios mío… si lo supieran!…