—¿Saldrás esta noche?—preguntó Matilde secamente.

—Sí—repuso Adolfo Latorre con aire distraído;—debo ir al Círculo; necesitamos elegir nuevo presidente y varios amigos presentarán mi candidatura…

—¿Y luego, dónde vas?

—Al café.

—¿Y después?

—¡Qué sé yo!

La conversación desmayaba. Matilde, despechada y celosa, miró á su amante de hito en hito, queriendo ofenderle, deseando reñir; y Adolfo, en virtud de misteriosos magnetismos, sentía la intención agresiva de aquellas miradas. Él también experimentaba deseos de disputar, por pasar el rato. Hay momentos en que los amantes antiguos no tienen nada nuevo que decirse, y el mutismo y las miradas interrogadoras del uno, parecen acusaciones dirigidas á la discreción y cariño del otro; entonces conviene hablar para romper el encanto siniestro del silencio: en amor hay silencios más ofensivos que una bofetada.

Estaban concluyendo de cenar; la criada acababa de marcharse después de servir el café; la lámpara suspendida en el comedio de la habitación recortaba un círculo luminoso sobre la mesa, con sus botellas de vino á medio vaciar, sus platos sucios y sus copas que los labios mancharon de grasa. Adolfo y Matilde continuaron hablando, excitándose mutuamente á la pelea, poniendo cada vez más acrimonia y torcida intención en sus palabras: con la diferencia que ella disputaba de buena fe, y él frívolamente, por decir algo y no aburrirse.

—¿Por qué—preguntó Matilde,—cuando salgas del Círculo no vuelves aquí?

—Porque saldré muy tarde y á esas horas no hay tranvías. Supongo que no querrás traerme á pie…

—Hace dos años venías todas las noches, sin que la distancia, ni el frío, ni la nieve, te importasen un ardite.

—¡Tú lo has dicho!—exclamó Latorre riendo;—¡hace dos años!

Ella levantó la cabeza bruscamente; sus mejillas palidecieron hasta la lividez; en sus ojos grandes y negros chispeaba el rencor. Adolfo Latorre sostuvo impasible aquella mirada, lancinante y fría como un saetazo. De pronto la joven, obedeciendo á un indomable movimiento impulsivo de todos sus nervios, se levantó, derribando su taza de café.

—Según eso—gritó,—creo que debemos concluir.

Estaba erguida, con una mano apoyada sobre la mesa y el ceño adusto, en la actitud de una reina absoluta que da órdenes. Adolfo, molestado por aquella acometividad, repuso fríamente:

—Como gustes.

—¿No te importa reñir conmigo?

—Sí, me importa… y hasta lo siento. Pero no olvides que, cuando más, lo siento tanto como tú.

—¿Qué quieres decir?

—Que si tienes valor para despedirme… ¿cómo han de faltarme bríos para dejarte?

—Acaso no tardes en arrepentirte de haber hablado así.

—¡Oh!, si no retiras tus desdenes, yo… ¡créelo!… no retiro los míos.

Matilde sintió que el dolor y la ira arrasaban sus ojos en lágrimas y dió media vuelta para marcharse.

—Adiós—dijo.

—Adiós—repuso Latorre;—¿hasta cuándo?

Ella tuvo un momento de vacilación: luego murmuró:

—Hasta nunca.

Y se fué.

Adolfo permaneció inmóvil, estrujando nerviosamente una servilleta entre sus manos, reconociendo que las palabras de Matilde habían mortificado bastante su amor propio de hombre que se cree muy querido. Después se levantó, salió del comedor y fué al recibimiento en busca de su sombrero. Al pasar por delante del dormitorio de Matilde, oyó llorar á ésta. La puerta de la habitación estaba cerrada; Adolfo acercó los labios á la cerradura.

—Me voy…—dijo.—¿Quieres que hagamos las paces?…

Ella replicó colérica, dando firmeza á su, voz:

—No, hemos concluído. ¡Vete!

—¿Para siempre?

—Sí, para siempre… ¡Adiós!…

—¡Tú lo quisiste!—repuso Latorre;—acaso no pueda vivir sin ti, pero, no importa; adiós… ¡hasta nunca!…

Después mientras bajaba la escalera encendiendo un cigarrillo con aire tranquilo, pensó:

—¡Bah, cosas de mujeres! Estoy seguro de que mañana viene á buscarme para que almorcemos juntos…

Aquella noche de Agosto la pasó Adolfo Latorre muy alegremente: primero en los jardines del Buen Retiro, después en Fornos, cenando con amigos de buen humor. Volvió á su casa á las tres de la madrugada. Entretanto la pobre Matilde, transida de dolor, le había escrito una carta que empezaba diciendo:

«Perdona mis arrebatos; estoy loca, no puedo vivir sin ti…»

Al llegar á su casa, Adolfo Latorre se puso en mangas de camisa y salió al balcón: el calor era sofocante; bajo un cielo acribillado de estrellas, Madrid dormía el sueño letárgico de las noches estivales: en el fondo de la calle que avanzaba en zig-zag, algunos faroles parpadeaban, ejerciendo sobre Latorre atracción siniestra. Era inexplicable el hechizo que tenían las piedras del regajo, vistas desde la altura de aquel piso tercero. Adolfo, algo mareado por los vapores de la cena, permanecía acodado sobre la barandilla del balcón, é inconscientemente iba adelantando el busto más y más… como atraído por un imán diabólico. De pronto perdió el equilibrio y cayó al espacio, haciendo una contorsión trágica. Su cuerpo fué á estrellarse sobre las piedras de la acera con un ruido seco; el sereno y algunos transeúntes que acudieron á socorrerle le hallaron inmóvil, con el cráneo deshecho…

Al día siguiente los periódicos publicaron el sangriento fin de Adolfo Latorre bajo el epígrafe: El suicidio de anoche. Para el público aquella noticia no tenía importancia y la olvidó pronto; Latorre era uno de tantos desdichados que se suicidan sin decir por qué…

La desesperación, en cambio, de Matilde, no tuvo limites.

—«¡Yo le maté!…»—pensó.

Un remordimiento sombrío embargó su alma; horrorizada de sí misma renunció al mundo, vistió de luto y gastó su hacienda en obras caritativas.

Pasaron veinte años.

Un día los guardas del cementerio la encontraron muerta, sobre la tumba de Adolfo Latorre, con un ramito de flores en la mano…