Norberto Brito fué paladín esforzado de la libertad: defendióla en la prensa, desde la tribuna y, más de una vez, á mano armada, blandiendo un garrote ó tremolando una bandera á la cabeza de los motines populares, y por ella vió confiscados sus bienes y padeció injusticias, destierros, persecuciones y otros fieros reveses y malandanzas.
A consecuencia de un violentísimo artículo publicado en el tercer número del semanario El Terremoto, Norberto Brito fué detenido y llevado en una cuerda de presos, como salteador de caminos ó solapado hurtador de relojes, á la Cárcel Celular de Madrid. Al día siguiente, Paulina, su mujer, y los ocho amigos que con él fundaron y redactaron El Terremoto, acudieron á verle. Brito ocupaba en el departamento de los políticos la letra K. Era una celda rectangular, con las paredes estucadas y un amplio portalón abierto sobre una galería bien soleada por donde iban y venían, la cabeza baja y las manos cruzadas atrás, otros dos reclusos; el mobiliario lo componían un lecho y un lavabo de hierro, una mesita y un sólido butacón canongil de elevados brazos y ancho respaldo.
Allí estaba Brito, de pie, las manos metidas en los bolsillos del pantalón: á través de la ventana abarrotada del locutorio, aparecía su silueta elevada, triste y enjuta; rígido dentro de su largo chaquet como un signo admirativo: los negros cabellos cubrían la frente, llorando sobre el rostro cetrino, aviejado por la desilusión.
Norberto besó las mejillas de su mujer por entre dos barrotes; luego estrechó las manos de sus compañeros, Daniel Bala, Pedro Rico, Jaime, Antonio… todos estaban allí mirándole con ojos dilatados por el interés y la curiosidad. Los más ingenuos quisieron consolarle, exhortándole á tener resignación y buen ánimo.
Brito, afectando cierta insensibilidad artística, que juzgó del mejor tono, procuró demostrarles que jamás había estado tan bien. Para el hombre vulgar, la prisión es un martirio; para el inteligente, para el pensador, es un refugio. Allí, en la paz del siniestro edificio donde los reclusos viven como los microbios en los poros de los cuerpos muertos, el espíritu puede reconcentrarse, el entendimiento y la imaginación se exaltan, se trabaja mucho mejor, se lee con más provecho…
—En esta celda—añadió,—prometo escribir dos libros por lo menos.
Aquellas afirmaciones que, á no ser falsas, acusaban un espíritu varonil, inaccesible al dolor, fueron recibidas de distinto modo; algunos admiraron la fortaleza de Norberto, otros sonreían incrédulos; Paulina y Pedro Rico escuchaban amablemente, pues de algo necesitaban hablar, pero sin emoción, sabiendo cuánto artificio había en el fondo de todo aquello.
A la tarde siguiente, ocurrió lo mismo; Brito habló del día de su excarcelación como de algo problemático y remoto; los amigos le embromaron delicadamente, recordándole su estado de forzosa viudez; Pedro Rico miró á Paulina mordiéndose los labios: ella reía impávida: era una mujer delgada y pequeña, con unos ojos glaucos y fríos, de una frialdad cínica. Norberto, manteniendo su empeño de parecer raro y fuerte, tornó á asegurar que jamás sospechara la cárcel tan hospitalaria y agradable. Esta escena, con ligerísimas variantes, se repetía diariamente: Brito siempre aparecía impasible, moviéndose tras los barrotes de la ventana como un pájaro extraño; su cuerpo, sin embargo, sufría la doble acción debilitante de la quietud y de la sombra, y sus manos iban resfriándose: las manos, por el contrario, de sus compañeros, que gozaban la vida de la libertad y del sol, estaban calientes.
La cárcel ocupa en el plano de Madrid una situación excéntrica, y los caminos que á ella conducen, no obstante ser hermosos y bien soleados, padecen la huella ó impresión de algo triste. Lentamente, los amigos de Norberto comenzaron á cansarse de visitarle todos los días: primero faltó Antonio, quien achacaba su alejamiento á perentorios quehaceres; luego Jaime…
Ante aquella deserción, Brito, siempre estoico y magnánimo, se cruzaba de brazos; la humanidad es ingrata.
—Lo raro sería—agregaba parodiando á Heine,—que los amigos nos acompañasen en la desgracia.
Pasó el verano y el otoño iba ya de vencida; el viento era frío, las nubes encharcaron las calles; la cárcel, vista desde arriba, con su enorme mole obscura, debía de parecer un galápago gigantesco, muerto sobre el barro.
Los presos políticos pueden ser visitados todas las tardes hasta las cuatro. Dos redactores de El Terremoto que aun iban diariamente á cambiar con Brito un apretón de manos, se aburrían de aquel dilatado homenaje amistoso: la celda, con su locutorio atravesado por un largo banco de vieja gutapercha, llegó á parecerles una oficina donde nada inesperado ni agradable podía aguardarles. Siempre experimentaban impresiones idénticas; sus pisadas resonaban bulliciosas bajo la altiva rotonda de la escalera; los espesos muros trasudaban hielo y pesadumbre; los empleados de la penitenciaría examinaban á los visitantes de extraño modo como maravillándose de que aun tuvieran valor y constancia para ir hasta allí, aconsejándoles también con aquella mirada, que no sostuvieran tal empeño, pues todo sacrificio era inútil.
Arriba, en el locutorio K, las conversaciones no variaban: Brito, siempre recibía á sus compañeros del mismo modo: en pie, agarrado á los barrotes de la ventana, aparentando una entereza de ánimo que la flacidez y tristura de su rostro desmentían. A veces hablaban de los amigos que ya no concurrían allí tildándoles de ingratos; pero todos, íntimamente, les envidiaban, admirando su despreocupación para emanciparse de aquel vano y enojoso deber social.
Una tarde de Diciembre salían de la cárcel Paulina, Daniel y Pedro Rico.
—¡Qué pocos vamos quedando!—exclamó Pedro;—el mal tiempo y la distancia han reducido los amigos de Norberto á monos de la mitad.
—Así es—repuso Daniel.
Luego se despidió, subiendo precipitadamente á un tranvía que pasaba. Paulina y Pedro Rico continuaron andando lentamente, callados, la vista fija en el suelo, como se sigue á los muertos. Sobre las calles húmedas, desde el cielo sembrado de nubecillas blancas, un sol de invierno vertía su luz amarilla.
—Estoy triste—dijo ella;—¿quiere usted acompañarme á dar un paseo?
El repuso estremeciéndose:
—Vamos por donde usted guste.
La adoraba en silencio; con los ojos se lo dijo muchas veces; ella lo sabía y también le amaba. Fué aquel un paseo muy dulce, lleno de voluptuosidades exquisitas y nuevas. Paulina habló de Norberto: era un hombre frío que la acarreó con su humillante despego disgustos innúmeros; ella necesitaba cariño y reverdecer su juventud, procurándose una pasión, una gran pasión que saciase las ambiciones del codicioso pensamiento. Pedro asentía acercándose á ella, disfrutando la vecindad de aquel cuerpo fácil. Tan agradable paseo lo repitieron en los días sucesivos; las tardes eran tibias, el sol caía á plomo sobre los caminos poblados de chiquillos y niñeras, con delantales blancos. Daniel Bala había escrito á Norberto asegurándole hallarse enfermo de cuidado y rogándole imputase á esto, que no á indiferencia ó censurable olvido, su ausencia y eclipsamiento.
Ella apretó más las ligaduras que ya unían á Pedro Rico con el preso: Norberto reconocía que su compañero era un hombre de corazón y un camarada excelente, ya que en el hospital y en la cárcel, según el adagio, es donde se conocen los amigos buenos. De esto habló con su mujer varias veces; la joven afirmaba levemente moviendo la cabeza, pensando que si los otros se marcharon fué porque ella no les retuvo.
Todos los días, al salir de la cárcel, Pedro y Paulina, seguros de su impunidad, paseaban los campo de la Moncloa. Una tarde regresaron á Madrid casi de noche, y él estaba muy pálido y ella muy roja… y con los cabellos manchados de tierra. La primavera volvía; los árboles comenzaban á cubrirse de brotes nuevos; de pronto, en la lejanía del nebuloso horizonte, apareció la cárcel, imponente tras sus altos murallones de ladrillo.
—Allí está—murmuró la joven.
Rico repuso:
—No mires, déjale…
Y siguieron adelante, oprimiéndose las manos.
Aquel íntimo enredo de amor pasó; Norberto Brito nada supo, y cuando habla de Pedro, la emoción más sincera nubla su voz.
—Jamás olvidaré sus favores—dice;—cuando estuve preso, no dejó de ir á verme ni un solo día. Es mi mejor amigo.