La noticia circuló rápidamente por los cafés y las tertulias que cómicos y autores forman en los saloncillos de los teatros.

A Felisa la Loba la habían matado. Los testigos de la escena aseguraban haber visto á Felisa bajar de un coche en la calle Peligros, delante de Fornos; entonces brotó del hueco de una puerta la sombra de un hombre que, sin duda, estuvo en acecho, esperándola, y que instantáneamente se arrojó sobre ella; la joven lanzó un grito y cayó hacia atrás, abriendo los brazos: el matador huyó velozmente, revelando en la fuga la audacia y el vigor sobrehumanos que demostró en la agresión, y segundos después los que le vieron herir sólo percibieron su silueta cobarde esfumándose como un capricho antropomórfico en las sombras de la noche bajo la rojiza luz incierta de los faroles…

Desde luego se trataba de un crimen pasional. Al principio creyóse que el asesino era un organillero; luego, por lo que varias amigas de Felisa dijeron, se supo que era un estudiante…

Enrique y la Loba se conocieron en el arroyo una noche de invierno muy cruda, muy triste, en que el aburrimiento de ella y la melancolía y desamparo de él los sugirió, simultáneamente, el capricho de pernoctar juntos; ella le quiso porque se parecía á un amante que la dejó por otra: él porque estaba muy solo, muy pobre, y en las horas de desvalimiento los temperamentos sentimentales padecen, más que el hambre, la necesidad de la mujer que abriga, que consuela, hablando de recuerdos dulces y frívolos… Ella era una chula, una verdadera hembra, apasionada y bravía, enamorada de la fuerza y del valor masculino, de los machos crudos que parecen ir por el mundo caminando siempre de cara al presidio: él, mesurado en las palabras y firme en la acción, era también un valiente persuadido de que cuando dos hombres riñen, uno de ellos, el más débil, tiene pena la vida.

—¿Tú serías capaz de pegarme en la cara?—solía preguntarle Felisa.

—No—contestaba Enrique;—en la cara note pegaré nunca; si alguna vez me engañases te rompería el corazón. A las mujeres, los hombres de honor no deben pegarlas más que una vez…

Pero Felisa no cuidó de tales amenazas y le engañó: y el estudiante, que había puesto en aquella mujer toda su alma, cumplió lo ofrecido…

Y allí quedó la Loba, tumbada en el arroyo, inmóvil. Los ojos cerrados, mostrando entre sus labios entreabiertos los dientes menudos y blancos que crispó la agonía, y por los pliegues de su pañuelo manchado de sangre, aquella garganta blanca y mórbida que se había ofrecido al deseo tantas veces…

A última hora, en los corrillos del Casino de Madrid, La Peña y otros Círculos aristocráticos, los padres de la patria, los generales retirados, los príncipes de la banca, los valetudinarios representantes de las familias más nobles, comentaban en voz baja, con aire indiferente y cansado, la trágica muerte de Felisa.

El intenso calor de las estufas de gas quedaba preso en los poros de las alfombras; sobre la superficie inmóvil de los espejos, las lámparas eléctricas vertían luz lechosa; alrededor de las mesas de tresillo, junto á la chimenea adornada por un reloj de bronce, ó reclinados perezosamente sobre los divanes, los concurrentes habituales del Círculo comentaban el crimen; y lo hacían poco á poco, con lentitud hipócrita, entre grandes bocanadas de humo.

—¿Ha oído usted hablar, marqués, del crimen de esta noche?—preguntaba el veterano general X.

—No; los periódicos nada dicen. Además, no leo la crónica de sucesos; es una sección repugnante.

—Los periódicos no relatan el hecho porque éste ocurrió entre ocho y nueve de la noche.

—¡Ah!… ¿Se refiere usted al crimen de la calle de Peligros?

—Sí.

—Algo oí decir. Creo que la víctima fué una muchacha de vida airada…

—Eso me contaron también… no sé donde—añadió el vizconde Z.

Otros dos graves caballeros que ostentaban en el ojal de sus levitas una cinta roja, hicieron un vago signo afirmativo, demostrando hallarse al tanto de lo ocurrido.

Bajo la luz fría de las lamparillas eléctricas, sobre el respaldo rojo de los divanes, aquellas cinco cabezas envejecidas por el tiempo y las luchas asoladoras de la ambición y del vicio, formaban un cenáculo extraño de caretas fúnebres.

—¿Y quién era esa desdichada?—preguntó K. al marqués.

—Felisa.

—¿Felisa?… ¡No recuerdo!

—Sí… una moza alta, no mal parecida… á quien llamaban la Loba…

—¿Pero usted la conocía, marqués?—interrogó el general.

Y todos los circunstantes, sorprendidos, miraron al marqués, cuya vida de orgías no era un misterio para nadie.

—No—repuso el interpelado;—yo no la conocí; supondrán ustedes que mi posición me prohibe tratar á cierta clase de mujeres… Pero he oído hablar mucho de ella á mi primo Claudio, que fué un gran libertino.

—Dicen que era muy guapa.

—¡Mucho!

—¿Morena?

—Creo que sí; tenía los ojos expresivos, la boca un poquito grande, pero de labios frescos y rojos.

—¡Acierta usted!… Ahora recuerdo haberla visto varias veces.

—Si es la que sospecho, también la conocía yo, así… de vista.

Siguieron hablando, procurando recomponer entre todos la terrible escena. Uno de ellos preguntó:

—¿Y quién es el criminal?

—Dicen que un organillero.

—A mí me han asegurado que el matador fué un estudiante.

—¿Le prendieron?

—No.

El vizconde de N., que pasaba por la calle de Peligros á tiempo que el asesino huía, añadió á la información interesantes detalles. El matador era un muchacho de regular estatura, decentemente vestido; representaba tener veinticuatro años.

—¡Pobre inocente!…—exclamaron varios;—¿á quién se le ocurre perderse por una mujer así?…

Hasta el saloncillo alfombrado, caldeado por las estufas de gas, el recuerdo de aquel hombre huyendo á través de la noche y de la pobre muerta con sus carnes yertas anegadas en sangre, penetró como una corriente de aire frío…

*  *  *

Era una tarde de invierno; sobre las orillas del Manzanares la noche derramaba tristeza infinita, los árboles enderezaban sus ramas escuetas hacia el cielo gris; por una parte, cerrando el horizonte, aparecían la Puerta de Toledo y Madrid, con sus millares de cúpulas y de tejados perdidos bajo la niebla; en el silencio de los campos, como voz misteriosa de aquella naturaleza agonizante, resonaban las vibraciones lentas de una campana.

A la izquierda del puente, junto á un camino húmedo por donde los chirriones pasan dejando surcos profundos, está el Depósito de cadáveres: una casita blanca muy triste, con paredes renegridas por el polvo y la lluvia, que huelen á muerto.

Aquella tarde, casi á la misma hora, llegaron al Depósito dos coches con portezuelas blasonadas; después, otros dos, luego otro… Y de aquellos vehículos bajaban caballeros graves, metidos en largas levitas abrochadas: el general X., el vizconde Z. y el barón K…

—¡Usted por aquí… don Juan!

—¡Y usted, don Luis!… ¡Qué casualidad!

—¡Hola, general!

—¿Viene usted á ver á la pobre Felisa?

—Sí… la curiosidad…

—Pues, entremos.

—Pase usted.

—No, usted.

—¡Oh, muchas gracias; es igual!…

Y, con el sombrero en la mano, todos aquellos viejos libertinos, hipócritas, iban entrando, andando de puntillas, alargando el cuello, reconcentrando una mirada estúpida de terror sobre aquel cuerpo que habían ungido con sus besos, recordando con cierta vergüenza que toda aquella pobre carne había pasado bajo sus labios…

Felisa, echada boca arriba sobre una mesa de mármol, mostrando su cuello ensangrentado, parecía escucharles. La luz que caía de un alto ventanal, bañaba su rostro lívido, proyectando sobre la pared húmeda, cubierta de verdina, un perfil inmóvil…