Los seminaristas llegaron al bosquecillo de cuatro en fondo, y repentinamente, obedeciendo á una voz del ayo ó dómine que les conducía, rompieron filas, dándose á correr como corzos, los unos en seguimiento de los otros, ó improvisando divertimientos varios, según sus edades y aficiones. Unos empezaron á jugar al toro y á piola; los más juiciosos buscaron el brazo de un amigo con quien repasar las últimas lecciones ó discutir algún punto difícil y obscuro de Teodicea.

El día declinaba; era una tarde de Junio, hermosa y ardiente; sobre los viciosos herbazales matizados de margaritas, amapolas y otras florecillas silvestres, los rayos del sol poniente, filtrándose á través del follaje, dibujaban círculos luminosos que temblequeaban con indecisos aleteos de abeja; el aire era perfumado y tíbio; los insectos, agazapados en las resquebrajaduras del suelo, entonaban la somnífera cantinela de sus élitros; del cielo azul caía una catarata bochornosa de calor; las plantas trepadoras parecían asirse voluptuosamente al tronco de los árboles y por sus tallos flexibles la savia subía como una oleada irrefrenable de vida… Todo era paz, contento y vigor en aquella naturaleza á quien los lúbricos cosquilleos primaverales despertaban, y había algo elocuente en el contraste ofrecido por aquel paisaje desbordante de calor y de luz, y el fúnebre grupo de seminaristas ensotanados, con sus rostros pálidos y sus lánguidos ojos de convalecientes corriendo de un lado á otro, obedeciendo á la odiosa ordenanza que lo mismo prescribía sus horas de aplicación que sus ratos de divertimiento; blandengues, melancólicos, semejantes á pajarillos enfermos que saltasen sobre la hierba…

Echado en el suelo, Pedro meditaba con la Imitación de Cristo sobre las rodillas. Estaba triste, como avergonzado de su traje y de su destino en medio de aquella naturaleza prepotente que se desbordaba con sus perfumes, sus matices y sus entrañas rebosando zumos prolíficos.

La semana anterior, yendo de pasea Pedro vió el rostro de una mujer que le atisbaba por entre unas persianas, y desde entonces el seminarista no pudo sustraerse al hechizo de aquel semblante expresivo, con su nariz aguileña, sus labios burlones y sus ojos negros y tranquilos de hebrea: en todas partes la veía, turbando el casto reposo de sus noches, reflejándose en la superficie de los espejos, modelándose sobre las figuras geométricas de sus libros de estudio… Y por eso el joven, sintiendo rota la cristiana ecuanimidad de su espíritu, se dió con redoblado ardor al estudio, al ayuno y á las meditaciones piadosas, abstrayéndose en la lectura de Kempis, ese talentoso visionario que tantas voluntades ha roto.

Aquella tarde, mientras sus compañeros jugaban, Pedro, tumbado en el suelo como un filósofo peripatético, leía y meditaba. Kempis decía:

«El que busca algo fuera de Dios y la salvación de su alma, sólo hallará tribulación y dolor. No puede vivir mucho tiempo en paz quien no procura ser el menor y el más sujeto á todos…»

¿Conque importa ser pequeño y sumiso y esclavo de las ajenas voluntades si queremos ser acreedores á la redención perdurable?… ¿Conque nada positivo hay fuera de Dios; y la gloria, el amor y los placeres que la belleza y el dinero allegan son tentaciones nefandas, de las cuales, los puros de corazón, deben apartar prestamente los no mancillados ojos…

Bajo el soberbio manto azul del cielo, la tierra, flagelada por los fecundantes abrazos del sol, entonaba un germinal glorioso; el viento arrastraba los acres perfumes de las florecillas silvestres; las enredaderas ceñían el tronco de los árboles con afición lúbrica; los insectos encelados cantaban un epitalamio bajo la hierba; entre el follaje, los pajarillos se picoteaban pensando en sus nidos…

Pedro, inmóvil, permanecía con los ojos muy abiertos, viendo imaginarios rostros femeninos que le guiñaban desde lejos, sintiendo que la brisa escarabajeaba su piel, precipitando el curso de su sangre, musitando en sus oídos las ardientes estrofas del eterno poema de los deseos…

—¿Entonces, para qué nací?—pensaba el seminarista.

Se reconocía humillado dentro de su sotana, que le condenaba á esterilidad perpetua, y nunca le parecieron más tristes y más dignos de lástima sus compañeros, corriendo entre el verde vestidos de negro…

Maquinalmente tornó á coger el libro que sobre las rodillas tenía, lo abrió por cualquiera parte, y leyó:

«¡Oh torpeza y dureza del corazón humano, que solamente piensa lo presente, sin cuidado de lo porvenir!..»

Y más adelante:

«Cuando fuese de mañana, piensa que no llegarás á la noche; y cuando fuese de noche, no te oses prometer la mañana…»

—¿Para qué nacimos?—decíase Pedro,—¿es posible que esta juventud y esta sangre bullente que hormiguea por mis miembros, y todas estas varoniles energías deben languidecer en el tedio y emplearse únicamente en la contemplación de la muerte?… ¿Para que viajar, si el mundo es un lugar de condenación que el espíritu infernal llenó de trampantojos y asechanzas?… ¿Para qué anhelar la gloria, si todo es humo y de nuestro paso por el mundo no quedará recuerdo? ¿Para qué amar, si nuestra carne está maldita y Dios castiga por toda una eternidad en nuestros hijos la falta imborrable de nuestros primeros padres?…

El sol declinaba rápidamente y las sombras crepusculares iban invadiendo los campos: la brisa susurraba entre el follaje, los insectos se perseguían bajo la hierba; allá lejos, un ruiseñor entonaba la canción de sus amores…

—No—murmuró Pedro con voz sorda,—Kempis tiene razón; el mundo es malo, pues siempre, á despecho de todas las ficciones, la muerte concluye triunfando de la vida…

A despecho de estas ascéticas reflexiones, Pedro continuaba absorto, viendo un rostro pálido de mujer que le sonreía desde lejos…

De pronto aparecieron, á corta distancia de allí, un hombre y una mujer joven y muy bella; caminaban lentamente, cogidos del brazo y tan cosidos el uno al otro, que casi se besaban hablando. Pedro se incorporó bruscamente, avergonzado, sintiendo que toda su sangre afluía á sus mejillas. Los amantes iban acercándose; ella hizo un esguince burlesco, indefinible, señalando á los seminaristas; él dijo algo y ambos se echaron á reir. Pedro bajó los ojos…

En su imaginación continuó viendo á los dos amantes: él, joven, caminando con la orgullosa petulancia de los mozalbetes que van acompañados de una mujer guapa; ella vestida con un trajecillo claro, bajo el cual se vislumbraban las curvas opulentas de su cuerpo, nalgueando con impúdica majestad, mostrando una doble hilera de blancos dientecillos entre dos labios rojos que la felicidad de vivir entreabría… Luego oyó Pedro el ruido cadencioso de sus pies que avanzaban resbalando sobre la menuda arenilla del camino… Y el seminarista, sin saber por qué, bajó la cabeza con esa vergonzosa tribulación que deben de sentir los eunucos ante las mujeres hermosas. Al pasar junto á él, Pedro oyó que la joven murmuraba:

—¡Qué triste está!… ¡Pobrecillo!…

Y sintió que sus párpados se llenaban de lágrimas. Después levantó la frente para verles marchar. Proseguían su camino indiferentes á cuanto les rodeaba; ella, titubeando las caderas, feliz bajo la vigorosa caricia del brazo varonil que la oprimía. Aquello era algo muy hermoso; un poema pasional recitado á través de los campos; el prólogo de una posesión, el amor omnipotente que pasaba empujando á sus elegidos hacia los lugares secretos…

Pedro continuaba persiguiéndoles con los ojos: la brisa soplaba mansamente, los pajarillos se arrullaban entre el boscaje, de la tierra ascendía un vaho afrodisíaco que excitaba los nervios. ¡No, Kempis, al proclamar el triunfo de la muerte, no tuvo razón!

De pronto, Pedro volvió en sí: el libro había resbalado de sus rodillas y yacía en el suelo; con los ojos abiertos y los dientes apretados convulsivamente, Pedro, inmóvil, yerto y pálido como la imagen del dolor, se retorcía las manos con desesperación, renegando de su destino, y lloraba… lloraba…