Mercedes, una amiga que ignoraba los lazos de cariño habidos, desde muy antiguo, entre la hermosa cortesana y el célebre poeta, les presentó mutuamente.
—Don Pedro Equis… Antonia, mi mejor amiga.
Ella y él se inclinaron ceremoniosos, aparentando no conocerse, sintiendo que aquella inocente superchería les hermanaba en la penumbra del disimulo.
Sentáronse en el mismo sofá, cuidando inconscientemente de que sus rodillas no tropezasen, distrayendo sus miradas con los cuadros de alegres y pujantes colorines, las plantas y los disecados pajarillos que adornaban las paredes y ángulos del saloncito. Mercedes dijo jovialmente:
—Pues, sí: aquí tienes á mi amigo don Pedro, el gran cantor de los amores, cuyos versos no hay hombre, medianamente ilustrado que, en los momentos de borrachera sentimental, no sepa repetir de memoria.
—Así es.
—Bien recuerdo—prosiguió Mercedes riendo por la franqueza de la mujer que sabe tener la boca bonita—que cierto actor, conocido de todos, me sedujo recitándome versos de nuestro poeta.
…Y el poeta, escuchando la evocación de aquellas deliciosas locuras, sonreía melancólico, reconociendo que la misión de los pobres artistas que de nada disfrutan y que todo lo cantan, es triste como la de los sacerdotes, obligados á bendecir los placeres de un amor vedado á ellos eternamente. Mercedes, que salió un instante, volvió mostrando un telegrama que acababan de traer y la forzaba á marchar á la calle.
—Quedan ustedes en su casa—dijo;—empero no dudo sabrán ser juiciosos y tratarse con respeto.
Al verse solos, Antonia y el poeta volvieron los ojos al pasado.
—¿Te acuerdas?
—¡Cómo no!—repuso ella;—¿y quién pensara que íbamos á tropezamos aquí, después de tanto tiempo?…
Más de quince años fueron pasados desde entonces, y, en la neblina de la distancia, el recuerdo de aquellos amores castos, nacidos en edad demasiado temprana, pintaba un ramalazo de alegre y suave color.
—¿He cambiado mucho?—preguntó él.
Ella no hubiese querido disgustarle, pero la realidad se imponía con tal fuerza, que su generoso sentimiento quedó vencido.
—Bastante—murmuró.
Aunque colocada en los linderos últimos de la segunda juventud, se conservaba hermosa y por todo extremo fresca y deseable, habiendo pasado la vida por ella como la brisa sobre las flores, sin marchitarla; para él, en cambio, la exístencia fué huracán fortísimo que apagó la lumbre de sus ojos y aró su frente y quebrantó los resortes de la ya desgobernada voluntad. Y aquel desvalimiento lo revelaban el arco desilusionado de sus labios y su mirada fría, como la de los viejos que presenciaron la desaparición de todo lo amado.
—Aquellos tiempos—exclamó Pedro cerrando los ojos para mejor rendir su espíritu al dulce columpio del recuerdo,—forman en mi memoria una acuarela de sencilla composición y regocijados tonos.
Antonia suspiró.
—A pesar de los años transcurridos—dijo,—no he podido olvidarte y, siempre que leía tu nombre, el ayer renacía…
Le contemplaba atentamente, doliéndose de hallarle tan viejo, tan caído, tan feo… con su calvo cráneo limado por el insomnio, su semblante que marchitó el hastío, sus labios cansados de besar y de mentir pasiones…
Dos días después, en la misma casa, tornaron á verse; y tras aquel encuentro vino una cita, y luego otra… Citas honestas de amigos, de verdaderos amigos, que hallan, charlando juntos, sabroso pasatiempo.
—¿Cómo estoy?—preguntaba ella.
—Mejor que antes, más mujer, más hecha: diríase que los años te perfeccionaron, trazando curvas, puliendo angulosidades, corrigiendo, en fin, gallardamente, lo que la impaciente juventud dejó mal concluído.
Mientras el poeta hablaba, la gentil cortesana se estremecía mordida por un capricho; raro capricho que iba definiéndose, sojuzgando su ánimo bajo una fuerza invasora incontestable. Sin saberlo, adoraba á Pedro; le admiraba, hubiese querido pasar la vida pendiente de sus labios elocuentes… y pertenecerle, para ahuyentar sus penas.
—Su alma es hermosa—pensaba Antonia, exaltándose.
Mas inmediatamente después, la voz implacable de su buen sentido, respondía:
—¡Pero es tan feo!… ¡Tan feo!…
Y para escucharle, miraba al suelo, hallando grato aquel apartamiento de la realidad desconsoladora.
…Fué otra tarde en aquel mismo coquetón saloncillo. Pedro callaba, considerando imposible la reconquista de su antigua amada, que languidecía en el silencio; silencio augusto, cargado de recuerdos que desbordaban su amor. Mercedes había salido.
—¿Por qué ese mutismo?—preguntó Antonia.
—¿Qué puedo decir?… ¡Estás tan lejos de mí! ¡Tan lejos!…
—¡Oh!… No lo creas. Vivo muy cerca de ti, tan cerca como antes, acaso más vecina que nunca… Porque mi espíritu, instruído por la experiencia, comprende mejor los raros méritos del tuyo. ¡Háblame… háblame!
—¿De qué?
—¡Ah, no sé!… No sabría decírtelo… Pero, habla… la corrección de tu discurso y tu voz, que nubló la tristeza, aturden mi razón dulcemente, como el vaho aromoso de los pebeteros. Sí, por lo más santo… no me niegues el favor de escucharte. Háblame de amor… evoca lo pretérito; jura, como sólo tú sabes hacerlo, que no me has olvidado todavía… ¡Habla!
Y él habló… friamente al principio, como viejo actor que representa; después con fuego, sintiendo caldearse sus nervios bajo la viril sacudida de su propia inspiración.
—Antonia… ¿te acuerdas?…
Hablaba cogiéndola las manos, envolviéndola en una mirada ardiente, dejando que su aliento acariciase la frente de la amada. Y reconociéndose elocuente, se entregaba contento á este juego de gestos y de palabras, con la doble alegría del amante y del artista que espera ser aplaudido. Y proseguía:
—En vano intentas sustraerte á ti misma; me quieres, lo sé, me consta… Si así no fuese, ¿á qué esa turbación? ¿A qué ese humillar la cabeza y bajar los ojos?… Oyeme, soy yo… tu Pedro… quien te llama; soy tu pasado, tu juventud primera, que vuelven conmigo.
Ella balbuceaba, entregándose al hechizo de la ficción.
—¡Pedro mío!… ¡Pedro!…
—Antonia, mi Antonia… adorada de mi alma… ¿Es posible que después de separación tan dilatada, volvamos á estar juntos?… Hace mucho tiempo, juré amarte, y mi fe cumplió lo jurado sin que ni la distancia ni los frívolos placeres mundanos quebrantasen el hierro fortísimo de mi juramento. Te conocí siendo niña, nos amamos: yo entonces ganaba lo suficiente para no morir, pero estudiaba sin desmayos, sabiendo que el estudio y el trabajo son las únicas carabelas que pueden conducirnos derechamente á las playas de la dicha, y en aquellas playas remotas tú esperabas.
Trastornada por el fuego de esta romántica peroración, la joven abrió los ojos que hasta allí tuvo cerrados, queriendo gustar la contemplación del hombre que tantas y tan lindas cosas decía, y no pudo; vió su frente sombría que arrugaron los años, su boca triste, su tez marchita, su cuerpo encorvado, sus ojos sin luz… ¡Y no pudo!… El beso se heló en sus labios y volvió á cerrar los ojos. ¡Era tan feo!…
—Lo pasado ha vuelto… ¡oh, Antonia!… No dejes que esta felicidad torne al pasado otra vez.
Ella, sintiendo que en la obscuridad su ilusión renacía, contestaba, sin abrir los párpados, meciéndose nuevamente en la música de aquel fingimiento adormecedor:
—Pedro mío, yo te amo, pero mi historia, sembrada de errores, imposibilita nuestra unión; yo soy una desgraciada; tú, en cambio, puedes ser feliz aún.
—¡Yo! ¡Yo dichoso!… ¿Sin tí?… Nunca. Ahora mi nombre llena tu memoria y esa convicción, acaso presuntuosa, me consuela. Pero más adelante, cuando nos separemos, cuando no te vea, cuando la casualidad que acaba de unirnos no exista… y mi recuerdo vaya empequeñeciéndose en tu espíritu con el tiempo, como la imagen de todo lo que pasa, de todo lo que huye… Entonces, ¿quién se acordará de mí… del vencido?…
—Me sofocas como sofocan las pesadillas.
Contestó sin abrir los ojos, pareciéndola que en aquella obscuridad la voz cariñosa del poeta venía de muy lejos. Pedro prosiguió:
—Es el ayer, que te ahoga. Tú pasarás también, Antonia, y tu ocaso será muy triste…
—¡Sigue, sigue!…
—Será muy triste; y entonces, ¿quién te amparará? ¿Quién podrá consolarte del bien perdido?… Mientras que, viviendo juntos, no padecerías el tormento de la soledad, y tus últimos años serían dulces y tibios como los crepúsculos estivales…
Hubo otra pausa. Antonia, con la cabeza caída hacia atrás y los hermosos ojos cerrados, preguntó:
—¿Quieres apagar la luz?
—¿Para qué?…—repuso el poeta.
Y sin sospechar la triste razón que justificaba el capricho de su amiga, dijo:
—Estamos mejor así.
Luego continuó:
—Nos veo viejecitos, examinando juntos y sin pena el panorama de lo vivido, confortando con mi aliento tus manos trémulas, espantando con mis besos los pesares de tu vieja frente… ¡Antonia, mi Antonia!…
La emoción ahogó la voz de su garganta. Ella murmuró:
—Apaga la luz.
—No… necesito verte… déjame…
—Pedro…
—¡Eres tan hermosa!… Ven, más cerca, así… tus manos en mis manos… nuestros pechos muy juntos, más…
—¡Oh, adorado mío!… ¡Qué dulzura, qué persuación la de tus palabras!…
Iba á abrir los párpados, pero recordó con miedo las trazas lamentables de su amador, y volvió á cerrarlos.
—Antonia—el poeta repetía,—¿me quieres?
Como eco de la callada habitación, la joven contestó:
—Mucho.
—¿Con toda tu alma?
—Sí… con toda mi alma.
—¡Oh, placer!… Dilo, dilo otra vez para consuelo mio… ¡Repítelo muy alto!…
—Te quiero… te quiero… ¡Y nada me consolará de los años que viví sin amarte!
Otra vez sus ojos se abrian, poseídos del ansia de mirar, pero se contuvo. Pedro, murmuraba:
—Ven…
Ella sintió sobre la fresa de sus labios, los labios calenturientos del poeta, y su aliento, cálido como el jadeo de las fieras. Entonces se levantó y sin entreabrir los cerrados párpados, se dirigió á tientas hacia la mesa y apagó el quinqué; la habitación quedó á obscuras, en las tinieblas los objetos perdieron su forma; el hechizo de la conversación estaba salvado.
—¿Qué haces?—preguntó Pedro sorprendido.
Ella repuso:
—Acercarme á tí…