(“Ánjel Pino”)
-(Chile)
Neira era el capataz del fundo de los Sauces, estensa propiedad del sur, con grandes pertenencias de cerro y no escasa dotacion de cuadras planas. Cincuenta años de activísima existencia de trabajo no habian podido marcar en él otra huella que una leve inclinación de las espaldas y algunas canas en el abundante pelo negro de su cabeza. Ni bigotes, ni patillas usaba ño Neira, como es costumbre en la jente de campo, mostrando su rostro despejado un jesto de decision y de franqueza, que le hacia especialmente simpático. Soldado del Valdivia en la revolucion del 51, y sarjento del Buin en la guerra del 79, el capataz Neira tenia un golpe de sable en la nuca y tres balazos en el cuerpo. Alto, desmedidamente alto, ancho de espaldas, a pesar de su inclinacion y de las curvas de sus piernas amoldadas al caballo, podia pasar Neira por un hermoso y escultural modelo de fuerza y de vigor.
Enérjica la voz, decidido el jesto, franca la espresion, ¡qué encantadora figura de huaso valiente y leal tenia Neira! Su posesion estaba no léjos de las casas viejas de los Sauces, donde he pasado mui agradables dias de verano con mi amigo, el hijo de los propietarios. La recuerdo como si la viera: un maiten enorme tendia parte de sus ramas sobre la casita blanca con techo de totora; en el corredor, eternamente la Andrea, su mujer, lavando en la artesa una ropa mas blanca que la nieve; una montura llena de pellones y amarras colgada sobre un caballete de palo; y dos gansos chillones y provocativos en la puerta, amagando eternamente nuestras medias rojas que parecian indignarles.
Cada año, cuando a vuelta de los exámenes llegábamos a las casas de los Sauces, nuestra primera visita era a la Andrea, que suspendia el jabonado de la ropa para lanzar un par de gritos de sorpresa y llorar despues como una chica consentida. Siempre nos encontraba mas altos, mas gordos, mas buenos mozos (con perdon), y concluia por ofrecernos el obsequio de siempre, harina tostada con miel de abejas.
Despues había que ir a buscar a ño Neira, seguramente rondando por los cerros. Desde léjos, al recodo del camino, nos conocia el capataz, y pegando espuelas a su mulato, llegaba como un celaje hasta nuestro lado. Qué risas, qué esclamaciones, qué agasajos; a nuestros cigarros correspondia con nidos de perdices que ya con tiempo tenia vistos entre los boldos y teatinas, y comenzaba a preguntarnos de todo, de si habria guerra, de si habíamos concluido la carrera, de si habíamos encontrado novia. Pero lo debemos repetir que aun andábamos de calzon corto, y si no, ahí estaban los gansos de la Andrea que nos dieron mas de un picotazo en las piernas, débilmente defendidas.
Desde nuestra llegada a los Sauces, ño Neira no daba un paso sin nosotros: yo a su lado, mi amigo al otro. ¡Qué preguntar, y averiguar y curiosear!
Terminaba ño Neira de responder y ya le caia una nueva pregunta encima, y si él tenia placer en contestarnos, no lo teníamos menor nosotros en oir su lenguaje espresivo, su peculiar manera de comerse las palabras, y hasta el colorido especial con que lo revestia todo.
Dos años dejé de ir a los Sauces, y cuando ya bachiller en humanidades me lo permitieron mis padres, avisé a mi amigo con un telegrama que en el tren espreso de la mañana dejaba a Santiago. Al llegar el tren a la estacion, estaba él allí a caballo, con el mio a su lado y el sirviente apretando cuidadosamente la cincha. Un abrazo entusiasta, las preguntas de estilo sobre nuestras familias y ¡a caballo!
—¿Qué llevas ahí?—me preguntó mi amigo, aludiendo a un paquete que asomaba a mi bolsillo…
—Un corvo para ño Neira…
—¡Bien le hubiera venido cuando lo asesinaron!
—¡Cómo! ¿A ño Neira? ¿Es posible?
Y entonces se me escapó una pregunta, la única que podia hacerse tratándose del valiente capataz:
—¿Y Neira se dejó asesinar?
—Te lo contaré todo—me dijo mi amigo—pero apura el paso porque nos va a pillar la noche en el camino, y en casa estarán con cuidado.
Y tomamos trote por la alameda.
* * *
Lo que de mi amigo oí y que me conmovió profundamente, es lo que cuento en seguida, tres años despues de la muerte de Neira.
Ño Neira estaba sentenciado. En nuestros campos se da a esta palabra una importancia escepcional. El capataz dió un dia de chicotazos a un individuo de mala índole, a quien habia pillado en un robo, negándole en seguida todo trabajo dentro del fundo. Este habia «sentenciado» a Neira.
—Deja, no mas;—le dijo—algun dia nos encontraremos solos.
Neira se encojió de hombros; bien sabia él que al infeliz no le convenia ponérsele solo por delante; lo malo era que buscaria una cuadrilla para asaltarle. Pero en fin, ¿no tenia él en su silla un cuchillo que ya le habia servido muchas veces para defenderse?
Pasaron los dias. Neira no faltaba ninguno a su ronda del cerro y paso a paso regresaba al caer la tarde para llegar hasta la casa del administrador y decir que no habia novedad en el ganado.
Un dia fué al cerro con su hijo mayor, un muchachito de doce años, con grandes ojos negros, fiel retrato de su padre y fundada esperanza de los patrones de los Sauces. Llevaba al chico por delante de la silla y conversaba con él, mientras mas abajo, en el plan, la vieja Andrea, de cabeza sobre la ropa, la hacia levantar lavaza y blanquísima espuma de jabon, al restregarla entre sus manos.
Llegaba la tarde, y el sol poniente, sin rayos ya y convertido en un disco rojo, se hundia como un rei depuesto. Una desordenada orjia de colores inundaba el horizonte, y el resto del cielo era intensamente azul y limpio de nubes blancas.
¿Quién no ha visto los cerros chilenos cubiertos de boldos? Un faldeo gris, con manchas doradas de teatinas; algunos quiscos que se levantan como brazos armados; y los boldos del mas oscuro e intenso verde que parecen escalar el cerro como peregrinos haciendo penitencia.
En la plana superficie, ño Neira se habia desmontado para apretar la cincha de su mulato y echar una pitada al aire. El chico se habia puesto a andar en busca de algunos guillaves maduros… De repente, Neira creyó notar que un boldo se movia: tomó una piedra pequeña y la arrojó.
Un individuo se separó del árbol y comenzó a andar en su direccion silbando alegremente. Una mirada solo bastó para hacer comprender a Neira que estaba frente a una emboscada: el gañan que tenia por delante era el que lo habia «sentenciado», y no habia sido tan necio para ir solo a buscarlo al cerro. Con una mano se palpó la cintura, y al encontrarse allí su corvo de los dias de fiesta, sacó con la otra la tabaquera, y se puso a liar un cigarro.
—¿Estabas escondido? ¿ah?—preguntó burlonamente vaciando el tabaco en la hoja de maíz …
—Esperándolo, ño Neira.
—No vendrás solo, por supuesto—continuó el capataz—no sois vos de los que pelean cara a cara.
—Eso… ¡quién sabe, iñor!—y el gañan avanzaba lentamente, como avanza un gato, arrastrándose casi.
—Bueno, párate un poco y déjame pitar este cigarro. Hai tiempo…
El peón se paró. O era admiracion o era miedo; pero el asesino quedó dudando.
Neira chupaba de prisa un cigarro, porque le debia quedar poco tiempo. El sol apenas asomaba ya un estremo de su disco rojo, que parecia mancha de sangre, y las sombras alargadas de los boldos duplicaban el número de peregrinos que escalaban el faldeo y parecian apurarse para que no les pillara la noche en tarea tan pesada.
El cigarro se concluia y Alegria se pasaba la mano por la cintura buscando algo.
—Tu—dijo Neira, tomando del brazo al chico—te pones detras de mí, y no te mueves. ¡Cuidado con llorar!…
Y una mirada lanzada abajo a la llanura lo hizo recordar a la vieja que probablemente colgaba en ese momento la ropa en el cordel…
Después puso la mano en la cacha de su corvo, enrolló con el otro brazo su poncho negro de Castilla y le dijo al gañan:
—¡No te espongas, Alegria! Llama a tus amigos. No ensucio mi corvo de los domingos en tí solo.
Un silbido sonó y Alegria volvió la cabeza para ver si estaban todos. Cinco hombres caminaban subiendo a saltos, y buscándose los cuchillos en la cintura.
—Ño Neira, le ha llegao su hora.
—Y la tuya tamien, cobarde…
Y de un salto todos estuvieron encima del capataz que se echó atras y levantó el brazo en que tenia envuelto su poncho.
En ese instante el crepúsculo invadia con su indeciso y vago resplandor las cosas todas haciendo ya difícil distinguir los objetos. Neira, con los ojos fruncidos para ver mejor, se colocó de un salto fuera de este círculo en que alevosamente le podian matar como un perro, pensando en defender su espalda y ese pedazo de su corazon que tras de ella se refujiaba llorando a gritos.
Alegria logra alcanzarle un brazo con la punta del cuchillo, al mismo tiempo que otro de los bandidos le estrella el suyo en las costillas. Neira se contenta con defenderse barajando los golpes. De repente el viejo capataz se trasforma, es el soldado del Valdivia y el sarjento del Buin, las dos heridas le arden y lo irritan como a un toro bravo, y en vez de huir del círculo que lo quiere estrechar, salta adelante y hace silbar el aire con la mas fiera de las cuchilladas que ha dado brazo chileno.
Uno de los bandidos se desploma y cae, y la furia de los otros se duplica en medio de rujidos, amenazas e insultos. Neira es una fiera; tan pronto acomete como se defiende; ya la batalla es silenciosa y solo se siente el ronquido del que agoniza y el aliento jadeante y cortado de los que se acuchillan. Todos están tan juntos que cada cuchillada de ellos encuentra por delante la vigorosa carne de Neira, y todo avance del heróico capataz abre un vientre o rasga un pecho.
En el momento en que las sombras se hacen mas densas, surje de abajo del llano una voz que todos han oido con la cabeza descubierta… Es la campanilla del fundo que toca el «Angelus», y que el viento hace aparecer a ratos como un jemido y a ratos como una voz de mujer que llama.
Pero hai demasiada sangre para que al traves de ella se sienta y se mire. Los cuchillos se chocan, el corvo entra cada vez hasta la empuñadura y la sangre corre cerro abajo en un delgado chorro que va rodeando las piedras y abriéndose paso al traves de las matas. Pero los bandidos están sintiendo ya el vigor de Neira, porque otro de ellos cae al suelo en fuerza de la sangre perdida, y el capataz no da muestras de cansancio.
El asedio aumenta, el capataz abraza a Alegria que ha errado un golpe y trata de estrangularlo con sus manos; pero al verlo indefenso los otros lo acribillan a puñaladas. Neira lanza un grito de angustia y cae al suelo abrazado con su enemigo. El combate ha llegado a un momento supremo y desesperado. Neira ya no es temible para los otros y todos sus esfuerzos se concretan a estrangular a Alegria que se retuerce desesperadamente en el suelo, mientras sus vigorosos dedos apretan y apretan el pescuezo ensangrentado del traidor, y se sumen entre las secas fauces que todavia lanzan ronquidos de ira.
Los tres bandidos comprenden que aquello ha terminado y echan a correr. Neira salta del suelo, abandonando a su víctima, y quiere alcanzarlos y apuñalearlos por la espalda, pero siente que vacila como un ebrio y tambaleando vuelve donde su hijo, pálido y desencajado, no puede ya ni llorar.
—¡Asesinos!—alcanza a gritar.—¡Infames! ¡Cobardes!—y rueda por el suelo al lado de los tres cadáveres que no valen juntos lo que vale una gota de sangre de ese héroe.
Y la noche cae con toda su pavorosa, helada e inhospitalaria oscuridad.
Largo rato Neira respira fatigosamente y el chico, inclinado sobre él, calla lleno de estupor y de miedo. De repente el capataz se incorpora, se arrastra hasta un árbol y tomándose de él logra ponerse de pié.
—Trae el mulato—alcanza a decir.
El chico lleno de sangre también, aunque no herido, pálido como un cadáver, se acerca a tientas al mulato y vuelve con él paso a paso. Pero Neira ha vuelto a caer al suelo desfallecido y solo tiene fuerzas para quejarse.
—¿Está el caballo?—pregunta con voz apenas perceptible.
—Sí, taitita.
—Bueno.
Y de un nuevo esfuerzo Neira está de pié; tomando a su hijo lo coloca sobre el mulato que pacientemente tasca el freno. En seguida, reune todas sus fuerzas y poniendo un pié sobre el estribo logra montar dolorosamente no sin que se le escape un quejido de angustia y sufrimiento.
El caballo comienza a marchar. Neira siente abiertas todas las heridas y el calor de la sangre que corre a traves de su cuerpo y de su ropa. Pero no importa; el capataz quiere llegar solo a las casas del administrador y pronunciar las palabras sacramentales de todas las tardes:
—No hai novedad en el ganado.—Y despues agrega en voz baja al oido de su hijo:—Me llevarás a mi casita para morir tranquilo en mi cama, porque estoi mui cansado. Ahí está la cruz con que murió mi padre y también quiero yo que me la ponga la Andrea sobre el pecho.
Pero ya era tarde. Neira sintió un desvanecimiento y cayó al suelo como un tronco que se desploma. El mulato dió un brinco y arrancó furiosamente alameda abajo, mientras el chico, aferrado a la silla, creia llegado su último momento. El caballo detuvo su galope frente a la casa del administrador, donde casi todos los vivientes del fundo, alarmados por la larga demora de Neira, se aprovisionaban de luces para ir al cerro en su busca.
El chico fué tomado en brazos, interrogado, suplicado, pero solo podia leerse en sus ojos dilatados que habia ocurrido algo mui grave al capataz.
Y todos los vivientes, incluso la Andrea y el administrador, se pusieron en marcha, y gran parte de esa noche se sentian gritos de hombres y mujeres, que el eco respondia pavorosamente:
—¡Ño Neira! ¡ño Neira!
Y Neira veia a lo léjos las luces que le buscaban, como ánimas errantes que lo llamaban a sí. Su pecho latia como una caldera próxima a estallar, y sus labios convulsos y ensangrentados querían en vano responder: ¡aquí estoi! Pero la voz moria en la seca garganta y solo salian las palabras en secreto como si fuera una confesion.
Por fin las luces se acercaron, y el primero que llegó al lado de Neira fué don José, el administrador, que se inclinó paternalmente sobre el capataz sumido en un estenso charco de sangre y palpitando como una fiera cansada.
Neira reunió sus últimos esfuerzos, el último resto de su asombrosa vitalidad, y dijo con voz entera:
—No hai novedad.
Y fueron las últimas palabras del valeroso capataz de los Sauces. Siguiendo la línea de sangre que se veía en el camino dieron, casi a media noche, con los tres cadáveres de los bandidos, y ahí pudieron medir el heroismo de Juan Neira, el ex-soldado del Valdivia y ex-sarjento del Buin.
—¡Sesenta cuchilladas tenia en el cuerpo!—me dijo mi amigo.
—¡Pobre Neira!
* * *
Al dia siguiente fuí al cerro, solo, y me arrodillé al lado de la verja de madera con que se habia rodeado una modesta crucecita que recordaba el sitio del asalto. Allí recé por el alma de Juan Neira, el mas valeroso, bueno y leal de los servidores. ¡Qué corazonazo tan grande habia en ese cuerpo tan robusto!
Ese hombre, instruido, habria sido un jeneral formidable, un leon de los combates; malo, habria sido el mas fiero bandido de la sierra.
En cambio fué leal como un perro guardian, bueno como leche y valeroso como un tigre.