I.
Enfrente de la habitación en que escribo estas líneas hay un casucho de miserable aspecto. Este casucho tiene tres pisos. El primero se adivina por tres angostísimas ventanas abiertas á la calle. Nunca he podido conocer los seres que viven en él. El segundo tiene un desmantelado balcón que se extiende por todo el ancho de la fachada. El tercero le componen dos buhardillones independientes entre sí. En el de mi derecha vive, digo mal, vivía hace pocos días, un matrimonio, joven aún, con algunos hijos de corta edad. El marido era bizco, de escasa talla, cetrino, de ruda y alborotada cabellera; gastaba ordinariamente una elástica verde remendada y unos pantalones pardos, rígidos, indomables ya por los remiendos y la mugre. Llamábanle de mote el Tuerto. La mujer no es bizca como su marido, ni morena; pero tiene los cabellos tan cerdosos como él, y una rubicundez en la cara, entre bermellón y chocolate, que no hay quien la resista. Gasta saya de bayeta anaranjada, jubón de estameña parda y pañuelo blanco á la cabeza. Los chiquillos no tienen fisonomía propia, pues como no se lavan, según es el tizne con que primero se ensucian, así es la cara con que yo los veo. En cuanto á traje, tampoco se le conozco determinado, pues en verano andan en cueros vivos, ó se disputan una desgarrada camisa que á cada hora cambia de poseedor. En invierno se las arreglan, de un modo análogo, con las ropas de desperdicio del padre, con un refajo de la madre, ó con la manta de la cama.
El Tuerto era pescador, su mujer es sardinera, y los niños… viven de milagro.
En la otra buhardilla habita solo otro marinero, sesentón, de complexión hercúlea, y un tanto encorvado por los años y las borrascas del mar. Usa un gorro colorado en la cabeza y un vestido casi igual al de su vecino el Tuerto. Tiene las greñas, las patillas y las cejas canas. No sé de cierto cómo tiene la cara, porque es hombre que la da raras veces, y no he podido vérsela á mi gusto. Se llama de nombre tío Miguel; pero responde á todo el mundo por el mote de Tremontorio, corruptela de promontorio, mote que le dieron en su juventud por su gigantea corpulencia y por su vigor para tirar del remo contra corrientes y celliscas. Á la edad que cuenta, lleva hechas dos campañas de rey; es decir, le ha tocado la suerte de servir en barco de guerra, dos veces, á cuatro años cada una. La última campaña la hizo en la Ferrolana, y con esta fragata dió la vuelta al mundo, con el cual viaje acabó de conquistar el prestigio que le iban dando entre sus compañeros sus muchos conocimientos como marinero, su valor, su buen corazón… y sus férreos puños. Se conserva soltero, porque entre su lancha, sus campañas y sus redes, que teje con mucho primor, nunca le quedó un cuarto de hora libre para buscar una compañera.
Por último, en el cuarto segundo habita un matrimonio contemporáneo del tío Miguel; y si no tan robustos como éste, los dos cónyuges están aún más desaliñados que él, y tan canos, tan curtidos y arrugados. De este matrimonio nació el Tuerto de la buhardilla, quien al lado de su padre aprendió á tirar del remo, á aparejar sereña, á ser, en fin, un buen pescador. El padre del Tuerto, tío Bolina llamado, porque siempre al andar se ladeó de la derecha, sigue, á pesar de sus años, bregando con la mar, como el tío Tremontorio; y no por afición á ella, como diría muy serio un poeta del riñón de Castilla ó de la Mancha, acostumbrado á mandar las maniobras y á conjurar tormentas desde un escenario, ó en el estanque del Retiro, sino porque viven de lo que pescan, y sólo pescan para vivir exponiendo la vida cien veces al año en el indómito mar de Cantabria, sobre una frágil lancha.
Dados estos pormenores, debo decir al lector, por si se ha sorprendido al verme tan enterado de ellos, que ni yo los he buscado ni los personajes descritos han venido á traérmelos: ellos, solitos, se han colado por la puerta de mi balcón, de la manera más sencilla.
La aludida casa está separada de la en que escribo por la calle, que no es muy ancha; y mis vecinos, lo mismo en invierno que en verano, saldan todas sus cuentas y ventilan los asuntos más graves, de balcón á balcón.
Por ejemplo:
Se acerca un día la hora de comer. En la buhardilla del Tuerto se oyen gritos y porrazos de su mujer, y lloros y disculpas de los chiquillos que los reciben.
No se ve la escena, porque lo impide el humo de la cocina que sale á borbotones por el balconcillo, conductor único que para él hay en la casa.
La mujer del tío Bolina está clavando unas rabas de pulpo en la pared de su balcón, para que se oreen. Su nuera aparece en el suyo, más desaliñada que nunca, con la cara roja como un pimiento seco y con la crin suelta, en medio de una espesísima nube de humo, ¡aparición verdaderamente infernal!; saca medio cuerpo fuera de la balaustrada, y con voz ronca y destemplada grita, mirando al piso segundo:
—¡Tía!…
Debo advertir que éste es el tratamiento que se da, entre la gente del pueblo de este país, por los yernos y nueras, á las suegras.
La vieja del segundo piso, sin dejar de clavar las rabas, al conocer la voz de su nuera, contesta de muy mala gana:
—¿Qué se te pudre?
—¿Tiene un grano de sal para freir unas bogas?
—No tengo sal.
—Salu es lo que no había de tener usté,—refunfuña la mujer del Tuerto.
—Vergüenza es lo que á ti te falta,—gruñe, al oirlo, la vieja.—Y sábete que tengo sal, pero que no te la quiero dar.
—Ya me lo figuro, porque siempre fué usté lo mismo.
—Por eso te he quitao el hambre más de cuatro veces, ¡ingratona, desalmada!
—Lo que usté me está quitando todos los días es el crédito, ¡chismosona, más que chismosa!; y si no fuera por dar al diablo que reir, ya la había arrastrao por las escaleras abajo.
—Capaz serás de hacerlo ¡bribonaza!; que la que no quiere á sus hijos, mal puede respetar las canas de los viejos.
—¿Que no quiero yo á mis hijos?… ¿Que no los quiero?—ruge la de la buhardilla, puesta en jarras y echando llamas por los ojos.—¿Quién será capaz de hacerlo bueno?
—Yo—replica con mucha calma la vieja;—yo que los he recogido muchas veces en mi casa, porque tú los dejas desnudos y abandonaos en la calle cuando te vas á hacer de las tuyas de taberna en taberna… ¡borrachona!
—¡Impostora… bruja!—grita al oír estas palabras, descompuesta y febril, la mujer del Tuerto.—¿Yo borracha? ¿Cuántas veces me ha levantado usté del suelo, desolladora? Y aunque fuera verdá, á mi costa lo sería: á denguno le importa lo que yo hago en mi casa.
—Me importa á mí, que veo lo que suda el mi hijo pa ganar un peazo de pan que tú vendes por una botella de aguardiente, en lugar de partirle con tus hijos. Por eso los probes angelucos no tienen cama en que dormir, ni lumbre con que calentarse, ni camisa que poner; por eso no tienes tú un grano de sal y me la vienes á pedir á mí… Cómpralo, ¡viciosona!… Pero vienes tú de mala casta para que seas buena.
—Mi casta es mejor que la de usté, por todos cuatro costaos. Y yo en mi casa me estaba. Él fué á buscarme.
—Nunca él hubiera ido… bien se lo dije yo: «¡Mira que ésa es callealtera, y no puede ser buena!»
—Los de la calle Alta tienen la cara muy limpia, y se la pueden enseñar á todo el mundo… algo mejor que los de acá abajo… ¡flojones, más que flojones! que se han dejao ganar tres regatas de seguido por los callealteros… Ésa es la rescoldera que á usté le pica; pero por más pedriques que echen en Miranda y más velas que pongan á los Mártiles, san Pedruco el nuestro los ha de echar á pique.
—San Pedro no puede amparar nunca á gente tan desalmada como tú; y si se perdieron las regatas, Dios sabe por qué fué.
—Por falta de puños, pa que usté lo sepa.
—Grita, grita más alto; que te lo oiga el tu marido que por allá abajo asoma, y mira después onde te metes.
—Yo digo la verdá aunque sea delante del mi marido,—replica la de la buhardilla, mirando de reojo á una esquina de la calle y bajando la voz así que ve al Tuerto.
La vieja del segundo clava la última raba, y sin mirar hacia su nuera, vase retirando del balcón dejando fuera estas palabras:
—Anda, anda á prepararle la comida, ¡borrachona!
La aludida en ellas desaparece también, metiéndose furibunda por lo más espeso de la columna de humo que sigue saliendo de la cocina, después de haber despedido á su suegra con estos piropos:
—¡Bruja, brujona!… vaya á discurrir los cuentos que le ha de decir al mi marido… ¡chismosa, infamadora!
Antes de pasar más adelante, debe saber el lector que, desde tiempo inmemorial, existe entre los mareantes de la calle Alta y los de la del Mar, barrios diametralmente opuestos de Santander, una antipatía inextinguible.
Cada barrio forma cabildo aparte, y no han querido para los dos un mismo patrono. San Pedro lo es de la calle Alta, ó Cabildo de Arriba, y la calle del Mar, ó Cabildo de Abajo, está encomendado al amparo de los santos mártires Emeterio y Celedonio, á cuyas gloriosas cabezas, de las que se cuenta que llegaron milagrosamente á este puerto en un barco de piedra, ha dedicado, construyéndola á sus expensas, una bonita capilla en el barrio de Miranda, dominando una gran extensión de mar.
Con estos datos no se extrañará ya que mis dos vecinas, después de apostrofarse recíprocamente, como lo hacen en la primera parte del diálogo transcrito, puedan hallar ofensivo á su dignidad el ser callealteras ó el dejar de serlo.
Y prosigamos.
Llega á su casa el Tuerto. (Y adviértase que el humo se va disipando, y no impide ya que yo vea la escena, con todos sus pormenores.) Quítase el sueste, ó sombrero embreado, de la cabeza; coloca sobre un arcón viejo el impermeable de lona que llevaba al hombro, y cuelga de un clavo un cesto cubierto con hule y lleno de aparejos de pescar. Su mujer desocupa en una tartera desportillada un potaje de berzas y alubias, mal cocido y peor sazonado; pónelo sobre el arcón, y junto á él un gran pedazo de pan de munición. El Tuerto, sin decir una sola palabra, después que sus hijos han rodeado la tartera, empieza á comer el potaje con una cuchara de estaño. Su mujer y los chicuelos le acompañan, por turno, con otra de palo. Conclúyese el potaje. El Tuerto espera algo que no acaba de llegar; mira á la tartera, después al fondo de la olla vacía, y, por último, á su mujer. Ésta palidece.
—¿Ónde está la carne?—pregunta, al cabo, con voz ronca el pescador.
—La carne…—tartamudea su mujer,—como ya estaba cerrada la tabla cuando fuí á buscarla, no la traje.
—¡Mentira!… Yo te di ayer al mediodía dos reales y medio para comprarla, y la tabla no se cierra hasta las cuatro. ¿Ónde tienes el dinero?…
—¿El dinero?… el dinero… en la faltriquera.
—¡Bribona, tú la has hecho hoy… y yo te voy á abrir en canal!—grita exasperado el Tuerto al notar la turbación, cada vez más visible, de su mujer.—Á ver el dinero, digo, ¡pronto!
La interpelada saca, temblando, unos cuartos de su faltriquera, y sin abrir toda la mano, se los enseña á su marido.
—¡Ésos no son más que ocho cuartos… y yo te dejé veintiuno!… ¿Ónde están los otros?…
—Se me habrán perdido…, que yo tenía los veintiuno esta mañana…
—No puede ser: yo te di dos reales en plata.
—Es que… los cambié en la plaza…
—¿Qué ha hecho tu madre esta mañana?—pregunta rápido el Tuerto al mayor de sus hijos, cogiéndole por un brazo.
El chiquitín tiembla de miedo, mira alternativamente á su padre y á su madre, y calla.
—¡Habla pronto!—dice el primero.
—Es que me va á pegar madre, si lo digo,—contesta, haciendo pucheros, el pobre chico.
—¡Es que si callas, te voy á deshacer yo la cara de una guantá!
Y el muchacho, que sabe por experiencia que su padre no amenaza en vano, á pesar de las señas que le hace su madre para que calle, cierra los ojos y dice rápidamente, como si le quemaran la boca las palabras:
—Mi madre trajo esta mañana un cuartillo de aguardiente, y tiene la botella escondía en el jergón de la cama.
El Tuerto, oída esta última palabra, tumba de un sopapo á sus pies á la delincuente, corre á la cama, revuelve las hojas de su jergón, saca de entre ellas una botellita blanca que contiene un pequeño resto del delatado contrabando, vuelve con ella hacia su mujer, y arrojándosela á la cabeza en el momento en que se incorporaba, la derriba de nuevo y salpica á los chiquillos con el líquido pecaminoso. Gime, herida, la infeliz; lloran asustados los granujas, y el iracundo marinero sale al balconcillo renegando de su estrella y maldiciendo á su mujer.
Tío Tremontorio, que vino de la mar con Bolina y el Tuerto, se halla en su balcón tejiendo red (su ocupación preferida cuando está en casa) desde el principio de la reyerta de sus vecinos, y tirando de vez en cuando un mordisco á un pedazo de pan y á otro de bacalao crudo, manjares que constituyen su comida ordinariamente. No se da con el Tuerto por advertido del suceso que acaba de ocurrir y del que se ha enterado perfectísimamente, pues no le gusta meterse en lo que no le importa; pero el irascible marido, que necesita dar salida al veneno que aun le queda en el cuerpo, llama á su vecino, y de balcón á balcón entablan este diálogo á grandes voces:
—Tío Tremontorio, yo no puedo con esta bribona, y voy á hacer un día una barbaridá….. ¡Me valga Dios, qué pícara!… ¿Qué va á ser de estas criaturas el día que la suerte me saque de casa?… porque el demonio no tiene por ónde desechar á esta mujer. La semana pasá la entregué veinticuatro riales pa que vistiera á los hijos… ¿usté los ha visto? pos tampoco yo. La borrachona los consumió en aguardiente. Peguéla una trisca que la dejé por muerta, y á los tres días me vende una sábana por media azumbre de caña; doila ayer veintiún cuartos pa carne, y bébelos tamién… Y á too esto, las criaturas esnudas, yo sin camisa, y sin atreverme, si á mano viene, á echar un vaso de vino un día de fiesta.
—¿Por qué no la conjuras, tiña? Pué que sea mal-dao.
—¡Si llevo gastao, tío Tremontorio, un costao en esos amenículos! Llevéla, á má é tres leguas de aquí, á que un señor cura, que icen que tiene ese previlegio, la echara los Avangelios; leyóselos, dióme una cartilla bendecía y un poco de ruda, cosílo too en una bolsa, colguésela al pescuezo, costóme la cirimonia al pie de un napolión… y ná: al día siguiente cogió una cafetera que no se podía lamber. Yo la he dao aguardiente cocío con pólvora, que icen que es bueno pa tomar ripunancia á la bebida, y á esta condená paece que le gusta más desde entonces. He gastao en velas pa los Santos Mártiles, á ver si la quitan el vicio, un sentío…, y como si callara… Ya no sé qué hacer, tío Tremontorio, si no es matarla, porque es mucho el vicio que tiene. Fegúrese usté que dempués que la di el aguardiente con pólvora, la entró un cólico que creí que reventaba. Como yo había oído que el aguardiente es bueno pa quitar el dolor de barriga, poniendo por fuera unos paños bien empapaos en ello, calenté en una sartén como medio cuartillo; y cuando estaba casi hirviendo, llevélo así á la cama onde se estaba revolcando la muy bribona. Mándola que tenga un poco la sartén mientras yo iba al arcón á buscar unos trapos, vuelvo con ellos… ¿creerá usté, ¡puño!, que ya se había trincao el aguardiente de la sartén, abrasando como estaba? ¡Hombre, si esto es más que maldición de Dios!
—Pues, amigo… tocante á eso… ¿qué te diré yo? Cuando la mujer da en torcerse como la tuya, mucho palo; si con él no sale á flote, ó échala á pique de una vez, ó cuélgate de una gavia.
—¡Si le digo á usté, hombre de Dios, que la he solfeao too el cuerpo á leña…..
—Pues ahórcate entonces, y déjame en paz y en gracia de Dios tejer estas mallas, que por no perder la paciencia no me he querido casar yo, ¡tiña, retiña!
—¡Mal rayo me parta treinta veces y media, y permita Dios que al primer noroeste que me coja en la mar me coman las merluzas!… ¡Si pa esto nace uno, valiérame más no haber nacío!….
Y comiéndose los labios de coraje, métese el Tuerto en su buhardilla y cierra la puerta del balcón.
El tío Tremontorio, sin levantar los ojos de su labor, le despide canturriando con su áspera voz esta copleja:
«Por goloso y atrevido
Muere el pez en el anzuelo
Porque yo no soy goloso,
En paz y libre navego.»
. . . . . . . . . . . . .
Si mientras el Tuerto estaba á la mar, alguno de sus hijos rompía la olla, ó se comía el pan que estaba en el arcón, ó hacía cualquiera diablura propia de su edad, en el balcón le sacudía el polvo su madre, en el balcón le estiraba las orejas y en el balcón le bañaba en sangre la cara.
Si de vuelta de correr la sardina salía alcanzada la mujer del Tuerto en la cuenta que éste le tomaba rigorosamente, en el balcón se oía la primera guantada de las que administraba el desdichado marido á su costilla; desde el balcón llamaba á su padre, á su madre y á Tremontorio; desde el balcón les contaba lo sucedido, y renegaba furibundo de su mujer; desde el balcón imploraba el auxilio de Dios…, y de balcón á balcón se enredaba un diálogo animadísimo que entretenía, por espacio de media hora, á las gentes de la calle.
Si el patrón de la lancha de que son socios mis vecinos les debe algo, desde sus balcones lo dicen, y en los mismos discuten el medio de cobrarlo.
Por el balcón recibe Tremontorio las consultas que se le hacen sobre el tiempo; por el balcón las contesta, y el balcón es su observatorio.
En una palabra: mis vecinos tienen el balcón por casa, excepto para dormir y vestirse; y ni aun en estas dos ocasiones quieren prescindir totalmente de la publicidad. Tremontorio y Bolina, especialmente, se mudan la camisa y los pantalones en medio de la sala… con todas las puertas abiertas; pero donde se echan los botones y se amarran la cintura con la indispensable correa, es en el balcón. Y esto en invierno; que en verano, ó cierro la puerta de mi antepecho, ó he de contemplarlos hasta en la menor particularidad de su vida íntima, tanto de día como de noche… Por hacerme partícipe de sus costumbres estas pobres gentes, hasta me despierta á mí al mismo tiempo que á ellas el penetrante é intraducible grito de ¡apuyááá! con que les llama, á las tres de la mañana en verano y á las cinco en invierno, para ir á la mar, otro marinero que tiene por esta obligación algunos gajes.
De todo lo cual resulta, lector, aun sin mi decidida afición á reparar en achaques de costumbres, más de lo suficiente para que comprendas cómo, sin poner trabajo alguno de mi parte, y sin que en mi obsequio se le tomara nadie, pude adquirir los datos que apunté en las primeras páginas de este bosquejo.
Ahora, pues, previa tu indulgencia por estas digresiones, y suponiéndote orientado en el terreno de nuestros personajes, voy á tratar del verdadero asunto de mi cuadro.
II.
Hace pocos días empezó á llamarme la atención el aspecto que presentaba la casuca de enfrente. La buhardilla del Tuerto apenas se abría, ni en ella se escuchaban las risas, los lloros y los golpes de costumbre.
El tío Tremontorio trabajaba en sus redes al balcón algunas veces, pero siempre mudo y silencioso, cual era su carácter cuando sus convecinos le dejaban en paz y entregado á sus naturales condiciones.
Los dos viejos del segundo piso se daban muy pocas veces á luz, y en algunas de ellas vi enrojecidos los arrugados y enjutos párpados de la mujer de Bolina. Indudablemente pasaba algo grave en aquella vecindad.
Un tanto preocupado con esta idea, puse toda mi atención en la casuca con el objeto de adquirir la verdad.
Las ahumadas puertas del balcón de la buhardilla se abrieron al cabo, después del mediodía, y lo primero que en el interior descubrieron mis ojos, fué un hombre vuelto de espaldas hacia mí, con camiseta blanca de ancho cuello azul tendido sobre los hombros, y gorra de lana, también azul, ocupado en colocar en un gran pañuelo de percal, desplegado sobre el arcón que conocemos, algunas piezas de ropa. Después que hubo anudado las cuatro puntas del pañuelo que contenía el equipaje, se incorporó el hombre, volvió la cara… y conocí en ella á la del Tuerto; pero más obscura, más triste, más ceñuda que nunca. El pintoresco traje del pobre pescador me explicó en un instante la causa del cambio operado en aquella vecindad.
Hecho el lío de ropa, pasó el Tuerto su brazo izquierdo por debajo de los nudos, metió dentro de la gorra algunos mechones de pelo que le caían sobre los ojos, tiró de una bolsa de piel mugrienta que guardaba en un bolsillo de sus pantalones, sacó de ella tabaco picado, hizo un cigarro, encendióle en un tizón que le trajo su mujer, que lloraba, aunque en silencio, fijóse en los chicuelos que también lo rodeaban, y, haciendo un gran esfuerzo, dijo con voz insegura:
—¡Ea! sobre que ha de ser, cuanto más pronto.
La sardinera, al oir á su marido, rompió á llorar á todo trapo: sus hijos la siguieron en el mismo tono.
—¡Á ver si vos calláis, con mil demonios!—exclamó el pescador con visible emoción.—Y tú—añadió dirigiéndose á su mujer,—ya sabes lo que se va á hacer. Estas criaturas se vienen ahora mesmo conmigo, y se las dejo á mi madre al tiempo de bajar. Allí se estarán con ella hasta que yo güelva.
—¡ No, por todos los santos del cielo!—gritó la mujer, que al fin era madre.—Yo soy muy capaz de cuidarlas, y no quiero que naide más que yo dé de comer á mis hijos.
—Lo que eres tú, me lo sé yo muy bien; y no me acomoda que el mejor día amanezcan los ángeles de Dios aterecíos á la puerta de la calle. Y sobre too, no te los tiro á la mar: bien acerca te quedan: too el día te puedes estar abajo con ellos… Pero ya se lo he dicho á mi madre: cantes que dejarios subir aquí, rómpales una pata…» Y esto sacabó. Vámonos pa bajo… Y cuidao con que te vengas al Muelle detrás de mí, que no tengo ganas de perendengues; y cuanto más solo esté uno, mejor…. Andando, hijos míos…
Y el desventurado Tuerto se bajó para coger al menor de los muchachuelos, que le miraban llorando. Entonces su mujer, cediendo á un irresistible impulso de su corazón, echó los brazos al cuello de su marido, y con el torrente de sus lágrimas arrancó al fin ¡las primeras, tal vez! de los torvos ojos de aquel rudo marinero.
Pero éste no era hombre que se entregaba rendido á semejantes debilidades; así es que, desprendiéndose de los brazos de su costilla, cogió entre los suyos al menor de sus hijos, mandó á los otros que le siguieran, obligó á su mujer á quedarse en casa, y salió de ella precipitadamente, cerrando detrás de sí la puerta de la escalera.
Pocos minutos después estaba en la calle, con su lío al brazo, en compañía de Bolina y Tremontorio. Los tres iban cabizbajos, taciturnos y caminando con repugnancia. Casi al mismo tiempo que ellos en la calle, aparecieron en sus respectivos balcones la mujer de Bolina, rodeada de sus nietos, y la del pobre Tuerto, sola, desgreñada y dando alaridos de desconsuelo. Sus hijos y su suegra, aunque sin gritar tanto como ella, vertían también abundantes lágrimas.
Al oir este coro desgarrador, los tres marineros apretaron el paso, los vecinos de la calle salieron á sus balcones, y yo me decidí á seguir á mis conocidos hasta el desenlace de la escena, cuyo principio había presenciado. El dolor tiene su fascinación como el placer, y las lágrimas seducen lo mismo que las sonrisas.
Tomé, pues, el sombrero, y me largué al Muelle.
Una apiñada multitud de gente de pueblo se revolvía, gritaba, lloraba é invadía la última rampa, á cuyo extremo estaba atracada una lancha. En esta lancha había hasta una docena de hombres vestidos de igual manera que el Tuerto; y también como él llevaba cada cual un pequeño lío de ropa al brazo. De estos hombres, algunos lloraban sentados; otros permanecían de pie, pálidos, inmóviles, con el sello terrible que deja un dolor profundo sobre un organismo fuerte y varonil; otros, fingiendo tranquilidad, trataban de ocultar con una sonrisa violenta el llanto que asomaba á sus ojos. Todos ellos se habían despedido ya de sus padres, de sus mujeres, de sus hijos, que desde tierra les dirigían, entre lágrimas, palabras de cariño y de esperanza. Entre tanto, algunos otros, tan desdichados como ellos, se deshacían á duras penas de los lazos con que el parentesco y la amistad querían conservarlos algunos momentos más en tierra. Por eso las palabras «padre», «madre», «hijo», «amigo», eran las únicas que dominaban aquella triste harmonía de suspiros y sollozos. ¡Terrible debía ser la pena que hacía humedecerse aquellos ojos acostumbrados á contemplar serenos la muerte todos los días, entre los abismos del enfurecido mar!
Sin calmarse un momento la agitación de la gente de tierra, los marineros que aun quedaban en ella fueron poco á poco pasando á la lancha: el último entró el Tuerto, después de haber dado un estrecho abrazo á su padre y á su vecino, que le acompañaron hasta la orilla. Nada quedaba de común, sino el corazón, entre los embarcados y la gente de tierra. El servicio de la patria era el arbitro de la vida y de la libertad de los primeros, durante cuatro años, á contar desde aquel momento; y ante deber tan alto, tenían que romperse los lazos de la familia y los de la amistad.
Los remos habían tocado ya el agua, y aun permanecía la lancha atracada á la rampa, y sujeta á ella por un cabo que tenía entre sus manos, por el extremo de tierra, un viejo patrón que contemplaba atónito la escena.
—¡Suelte!—le dijeron desde la lancha más de una vez, con débil y trémula voz.
Pero el viejo patrón, ó no oyó las advertencias, ó se hizo sordo á ellas, que es lo más probable, por disfrutar algunos instantes más de la presencia de sus compañeros.
—¡Que suelte!—le volvieron á repetir más alto.
Y nada: el viejo, clavado como una estatua á la orilla del mar, no soltó el cabo.
Pero el Tuerto, á quien el llanto de su padre y el recuerdo de sus hijos estaban martirizándole el alma, temiendo ceder al cabo al peso de la aflicción que ya enturbiaba sus ojos, al ver el poco efecto que en el patrón habían hecho las órdenes anteriores,
—¡Larga!—gritó con ruda y tremenda voz, dominando con ella los alaridos de tierra, y fijando su torva mirada en el viejo marino.
Éste obedeció instantáneamente; el cabo cayó al agua, crujieron los remos, oyóse un «¡adiós!» infinito, indescriptible; y la lancha se deslizó hacia San Martín, en cuyas aguas esperaba, humeando, un vapor que había de recoger á los pasajeros de ella.
En instante tan supremo, las mujeres que quedaban á la orilla redoblaron sus lamentos, abrazaron á sus hijos, á sus padres, á sus hermanos, á sus amigos, y se confundieron todos en un solo torrente de lágrimas.
Hay situaciones, lector amigo, que no á todos es dado describir, y ésta es una de ellas. Para sentirla, basta un buen corazón como el tuyo y el mío; para pintarla con su verdadero colorido, se necesita la fresca imaginación de un poeta, y yo no la tengo.
Recuerdo que, dos años há, mi amigo Eduardo Bustillo, el inspirado cantor de nuestras glorias nacionales, delante de una escena idéntica á la que voy describiendo, desde el mismo sitio, acaso sobre la misma piedra que yo, lloró con su alma las penas de las pobres familias á quienes una leva sumía en el abismo de todos los dolores, y puso en labios de una esposa desvalida estas palabras sencillas, pero tiernas y elocuentes:
—«Mi pobre niña inocente
el amor perdido siente.
Mas ya, ¿quién pondrá en mis manos
su pan y el de sus hermanos?
¡Ay, Señor!
que en mi profundo dolor
presiento males prolijos;
que en este afán angustioso,
lloro, más que por mi esposo,
por el padre de mis hijos.»
Supla esta bella estrofa las frases que yo no encuentro para pintar la desolación de aquella escena. ¡Se lloraba al padre, al esposo, al hijo, que se iban, quizá para siempre; pero que, al irse, se llevaban el pan de los que se quedaban!
. . . . . . . . . . . .
Cuál sería la base de todas mis meditaciones, se adivina fácilmente; qué remedio fué el primero que se me ocurriera para evitar males tan considerables como el que deploraba entonces, no debo decirlo aquí por dos razones: la primera, porque en mi buen deseo puedo equivocarme; y la segunda, porque, aunque acierte, no se ha de hacer caso alguno de mi teoría en las altas regiones donde se elabora la felicidad de los nietos del Cid. Pobre pintor de costumbres, aténgome á mi oficio: copiarlas como Dios me da á entender y hasta grabarlas en mi corazón.
Por eso, mientras expongo este bosquejo á la consideración de los hombres que pueden, dado que se dignasen echar sobre él una mirada, puesta mi esperanza en Dios, que es la mayor esperanza de los desgraciados, me limito á exclamar, desde el fondo de mi corazón, con mi tierno amigo Bustillo:
«¡Ay, Señor!
Pues la ley en su rigor
los afectos no concilia,
haz que los hombres se hermanen,
porque al luchar no profanen
el amor de la familia.»