Había cierta isla en medio del mar, cuyos únicos habitantes eran un anciano llamado Próspero y su hija Miranda, una joven muy hermosa. Era tan pequeña cuando llegó a la isla que no recordaba más rostro humano que el de su padre.

Vivían en una gruta o refugio hecho en la roca; estaba dividido en varios aposentos, a uno de los cuales Próspero llamaba su estudio. Guardaba en él sus libros que, en su mayoría, trataban de magia, estudio hacia el cual, por aquel entonces, cualquier hombre instruido sentía gran inclinación; y el conocimiento de este arte le resultó muy útil, pues habiendo sido arrojado por un revés de la fortuna a esta isla que había sido encantada por una bruja llamada Sycorax, muerta allí poco antes de su llegada, Próspero, gracias a su arte, pudo devolver la libertad a muchos buenos espíritus que Sycorax había aprisionado dentro de los grandes árboles por haber rehusado llevar a cabo sus malvados propósitos. De ellos, el principal era Ariel.

Ariel, un geniecillo travieso, no tenía nada perverso en su naturaleza, salvo que tal vez experimentaba demasiado placer atormentando a Calibán, a quien tenía ojeriza por ser éste el hijo de su vieja enemiga Sycorax. Próspero había encontrado a Calibán en los bosques; era un extraño ser deforme, mucho menos humano en apariencia que un mono. Lo llevó consigo a su refugio y le enseñó a hablar, y Próspero hubiera sido muy bondadoso con él, pero la mala índole que Calibán había heredado de Sycorax, su madre, le impedía aprender nada que fuera bueno o útil. Por lo tanto, recibía trato de esclavo y estaba destinado a traerles leña y a hacer las labores más pesadas, y Ariel estaba encargado de forzarle a prestar tales servicios.

Cuando Calibán era perezoso y descuidaba su trabajo, Ariel (que era invisible a todos, menos a Próspero) se acercaba a hurtadillas y lo pellizcaba y a veces le daba un revolcón en el lodo, y entonces, tomando la forma de un mono, le hacía muecas. Luego, transformándose velozmente en un erizo, se tumbaba al paso de Calibán, que temía que las afiladas púas del erizo hirieran sus pies desnudos. Cada vez que Calibán era negligente en el trabajo que Próspero le encomendaba, Ariel le atormentaba con una diversidad de tales trucos fastidiosos.

Teniendo estos poderosos espíritus sometidos a su voluntad, Próspero podía controlar los vientos y las olas del mar. Por su mandato se desató una violenta tempestad, en medio de la cual mostró a su hija un hermoso navío que luchaba con las embravecidas olas que amenazaban con tragarlo en cualquier instante y en el que, le dijo, había muchos seres vivientes semejantes a ellos mismos.

—Oh, querido padre —dijo ella—, si con vuestro arte habéis desatado esta horrible tormenta, tened piedad de sus penalidades. Mirad, el velero se hará pedazos. Si yo tuviera poder, haría que la tierra se tragase al mar antes de que el buen barco con todas las almas preciosas que lleva resultase destruido.

—No te espantes de tal manera, hija Miranda —dijo Próspero—. Nadie ha sufrido daño alguno. Así lo he ordenado: nadie en el barco debe resultar herido. Lo que he hecho ha sido en tu beneficio, mi querida niña. Tú ignoras quién eres ni de dónde vienes y no sabes mucho más sobre mí, salvo que soy tu padre y que vivo en esta pobre gruta. ¿Puedes recordar un tiempo anterior a la llegada a este refugio? Me parece que no puedes, pues entonces aún no alcanzabas los tres años de edad.

—Sí puedo, señor —replicó Miranda.

—¿Qué? —preguntó Próspero—. ¿Alguna otra casa o persona? Dime lo que puedes recordar, mi niña.

Miranda dijo:

—Me parece como traer un sueño a la memoria. Pero, ¿no hubo alguna vez cuatro o cinco mujeres que me cuidaban?

Próspero respondió:

—Las hubo y más. ¿Cómo es posible que esto aún esté vivo en tu mente?

¿Recuerdas cómo llegamos hasta aquí?

—No, señor —dijo Miranda—. No recuerdo nada más.

—Hace doce años, Miranda —continuó Próspero—, yo era duque de Milán y tú eras una princesa y mi única heredera. Tenía un hermano menor, cuyo nombre es Antonio, a quien le confié todo; y, puesto que yo era dado a la vida retirada y a los estudios profundos, entregué, sencillamente, la administración de mis asuntos de estado a tu tío, mi hermano desleal (pues eso resultó ser, sin duda). Yo, desinteresándome de la vida mundana, me encerré entre mis libros y dediqué todo mi tiempo al perfeccionamiento de mi mente. Mi hermano Antonio, que por esta razón me reemplazó en el poder, comenzó a creer que el duque era él. La oportunidad de hacerse popular entre mis súbditos, que le concedí, despertó en su mala índole la soberbia ambición de arrebatarme mi ducado, lo que hizo sin demora con la ayuda del rey de Nápoles, un poderoso príncipe que era mi enemigo.

—¿Por qué razón —dijo Miranda— no nos eliminaron en ese mismo momento?

—No se atrevieron, niña mía —respondió su padre—: tan entrañable era el cariño que me profesaba mi pueblo. Antonio nos llevó a bordo de una nave y cuando estábamos algunas leguas mar adentro nos obligó a subir en una pequeña embarcación que no tenía ni siquiera aparejos, vela o mástil; y allí nos abandonó creyendo que pereceríamos. Pero un bondadoso señor de mi corte, un tal Gonzalo, que me tenía afecto, había ocultado en el bote agua, provisiones, aparejos y algunos libros que me son más preciosos que mi ducado.

—¡Oh, padre! —dijo Miranda—. ¡Cuántos problemas os debo de haber causado entonces!

—No, querida mía —dijo Próspero—. Tú eras un pequeño querubín y me diste fuerzas. Tus inocentes sonrisas me ayudaron a hacer frente a mi infortunio. Nuestros alimentos alcanzaron hasta el día en que ganamos la orilla de esta isla desierta y, desde entonces, mi mayor deleite ha sido el de enseñarte, Miranda, y bien que has aprovechado mis lecciones.

—¡Que el cielo os lo agradezca, mi querido padre! —dijo Miranda—. Ahora decidme, por favor, vuestras razones para desatar esta tormenta marina.

—Has de saber —dijo su padre—, que gracias a esta tormenta mis enemigos, el rey de Nápoles y mi cruel hermano, serán arrojados a las playas de esta isla.

Habiéndolo dicho, Próspero tocó levemente a su hija con su varita mágica y ella se durmió, porque justo en aquel momento Ariel, el espíritu, se presentaba ante su amo para rendir cuentas del desarrollo de la tempestad y de la forma en que había dispuesto de la tripulación del barco; y puesto que los espíritus eran invisibles a los ojos de Miranda, Próspero no quería que lo viera conversando con el aire, como le parecería a ella.

—Bien, mi valiente genio —dijo Próspero a Ariel—, ¿cómo has llevado a cabo tu misión?

Ariel describió brevemente la tormenta y los terrores de los marinos y cómo el hijo del rey, Ferdinando, había sido el primero en saltar al mar, por lo que su padre creyó perdido a su hijo, tragado por las olas del mar.

—Pero está a salvo —dijo Ariel—, en un rincón de la isla. Está sentado con los brazos cruzados y se lamenta tristemente por la desaparición del rey, su padre, a quien supone ahogado. Pero ni un solo pelo de su cabeza ha sufrido daño y sus ropas principescas, aunque empapadas por el mar, parecen más nuevas que antes.

—Bien hecho, mi delicado Ariel —dijo Próspero—. Tráelo acá. Mi hija debe ver al joven príncipe. ¿Dónde están el rey y mi hermano?

—Los dejé buscando a Ferdinando, a quien tienen pocas esperanzas de encontrar, pues creen haberlo visto perecer. No se ha perdido nadie de la tripulación del barco, aunque cada uno piensa que ha sido el único en salvarse, y el barco, aunque invisible para ellos, está seguro en el puerto —respondió Ariel.

—Ariel —dijo Próspero—, has cumplido fielmente tu cometido, pero todavía queda trabajo.

—¿Más trabajo aún? —dijo Ariel—. Permitidme que os recuerde, señor, que me prometisteis la libertad. Os ruego que recordéis que os he prestado valiosos servicios: no os he mentido y os he servido sin resentimiento ni murmuración.

—Vaya, vaya —dijo Próspero—, ¿es que ya no recuerdas el tormento del que te he librado? ¿Has olvidado ya a la perversa bruja Sycorax, a quien la edad y la envidia casi habían doblado en dos? ¿Dónde había nacido? Habla, dime.

—En Argel, señor —dijo Ariel.

—Conque sí, ¿eh? —dijo Próspero—. Deberé relatarte lo que has sido, ya que me parece que no lo recuerdas. A Sycorax, la bruja malvada, la desterraron de Argel a causa de sus brujerías, tan terribles que el oído humano no puede soportar escucharlas. Los marineros la abandonaron en este lugar y, puesto que eras un espíritu demasiado delicado como para ejecutar sus pérfidas órdenes, ella te aprisionó en el árbol donde te encontré gimiendo. De ese tormento, recuérdalo, te liberé yo.

—Perdonadme, querido señor —dijo Ariel, avergonzado por haber parecido ingrato—. Obedeceré vuestras órdenes.

—Hazlo —dijo Próspero— y te daré la libertad.

Entonces le indicó lo que debería hacer a continuación y Ariel partió, dirigiéndose en primer lugar a donde había dejado a Ferdinando, que seguía sentado sobre la hierba y en la misma actitud melancólica.

—Oh, mi joven señor —dijo Ariel al verlo—, pronto os sacaré de aquí. Me parece que debéis ser conducido a donde mi señora Miranda pueda contemplar vuestra bella estampa. Venid, señor, seguidme.

Y entonces comenzó a cantar:

En el fondo del mar yace tu padre; sus huesos en coral se han convertido, y lo que eran sus ojos hoy son perlas.

Nada de él se ha perdido, aún perdura, pero el agua del mar lo ha transformado en algo extraño y rico.

Las ondinas a cada hora tocan sus campanas.

¡Escuchad, ya las oigo! Ding, ding, dong

Estas extrañas noticias sobre su desaparecido padre sacaron al príncipe rápidamente de la necia desesperación en que se hallaba sumido. Con asombro siguió el sonido de la voz de Ariel, hasta que esta lo condujo a donde se encontraban Próspero y Miranda, sentados bajo la sombra de un árbol de grandes proporciones. Resulta que Miranda nunca hasta entonces había visto un hombre, exceptuando a su propio padre.

—Miranda —dijo Próspero—. Dime qué miras a lo lejos.

—Oh, padre —dijo Miranda, extrañamente sorprendida—, seguramente se trata de un espíritu. ¡Cielos!, cómo mira en derredor. Creedme, señor, que se trata de una hermosa criatura. ¿No es un espíritu, acaso?

—No, mi niña —respondió su padre—. Come y duerme y posee sentidos en todo semejantes a los nuestros. El joven que ves estaba en el barco. Está algo perturbado por el dolor, pero bien se puede considerar un hombre bello. Ha perdido a sus compañeros y va errante en su busca.

Miranda, que creía que todos los hombres tenían rostros graves y barbas grises como su padre, estaba encantada con el aspecto del bello y joven príncipe, y Ferdinando, viendo a tan hermosa dama en aquel lugar deshabitado, y puesto que a causa de los extraños sonidos que había escuchado no esperaba más que prodigios, creyó que se encontraba en una isla encantada y que Miranda era la diosa de aquel lugar y, como a tal, se dirigió a ella.

Ella respondió tímidamente que no era una diosa, sino una sencilla doncella; y ya estaba a punto de contarle quién era cuando Próspero la interrumpió. Estaba satisfecho de ver que se admiraban el uno al otro, pues percibió claramente que, como se dice, se habían enamorado a primera vista, pero para poner a prueba la constancia de Ferdinando, resolvió arrojar algunas dificultades en su camino, por lo que, adelantándose, se dirigió al príncipe con ademán severo, diciéndole que había venido a la isla como espía para arrebatársela a él, que era el señor del territorio.

—Seguidme —dijo—. Os ataré de pies y manos. Beberéis agua de mar.

Moluscos, raíces secas y vainas de bellotas serán vuestro alimento.

—No dijo Ferdinando—. Resistiré tal contratiempo hasta ver un enemigo más poderoso.

Y desenvainó su espada, pero Próspero, agitando su varita mágica lo paralizó donde estaba, impidiéndole que se moviera.

Miranda, abrazada a su padre, le dijo:

—¿Por qué sois tan hostil? Tened piedad, señor. Yo seré su garantía. Este es el segundo hombre que veo en toda mi vida y a mis ojos parece un hombre sincero.

—Silencio —dijo el padre—. Una palabra más hará que me enfade, niña. ¿Qué es esto? ¿Un abogado para un impostor? Piensas que no existen otros hombres tan gallardos como él, porque sólo has visto a Calibán y a éste.

Dijo todo esto para probar la constancia de su hija, pero ella replicó:

—Mis inclinaciones son más modestas. No tengo deseos de conocer a ningún hombre mejor parecido.

—Venid, joven —dijo Próspero al príncipe—. No tenéis poder para desobedecerme.

—Desde luego que no —dijo Ferdinando.

Y sin saber que había sido privado de toda capacidad de resistencia por obra de magia, se asombraba viéndose impulsado a seguir a Próspero de tan extraña manera. Volviendo su mirada hacia Miranda hasta donde le alcanzaba la vista, dijo, mientras seguía a Próspero al interior de la gruta:

—Mi espíritu está completamente encadenado, como si estuviera sumido en un sueño, pero las amenazas de este hombre y la debilidad que siento me parecerán leves si con mi cautiverio consigo algún día poseer a esta dulce doncella.

Próspero no retuvo a Ferdinando en la gruta mucho tiempo; al poco, llevó a su prisionero al exterior y le ordenó realizar una dura faena, cuidando de que su hija Miranda se enterara del rigor de la tarea que le había impuesto, y entonces fingió que se retiraba a su estudio para poder observarlos en secreto.

Próspero había ordenado a Ferdinando que apilara unos troncos muy pesados. Por no estar los hijos de reyes muy habituados a los trabajos rudos, Miranda, no mucho más tarde, encontró a su amado casi desfallecido de fatiga.

—¡Ay! —dijo ella—. No trabajéis tanto. Mi padre está en su estudio, donde permanecerá tres horas. Os ruego que reposéis.

—Oh, mi querida dama —dijo Ferdinando—, no me atrevo. Debo terminar mi tarea antes de descansar.

—Si os sentáis —dijo Miranda—, yo llevaré los leños mientras tanto.

Pero Ferdinando no podía aceptar su proposición de ninguna manera. En vez de ayuda, Miranda resultó un estorbo, pues comenzaron una larga conversación, de tal modo que la tarea de llevar leños progresaba muy lentamente.

Próspero, que había impuesto este trabajo a Ferdinando meramente como una manera de poner a prueba su amor, no se encontraba sumergido en sus libros, como suponía su hija, sino que, para sorprender su conversación, permanecía, invisible, junto a ellos.

Ferdinando le preguntó su nombre, que ella le dijo, agregando que lo hacía contraviniendo las órdenes expresas de su padre.

Ante este primer ejemplo de desobediencia de su hija, Próspero sólo sonrió, pues habiendo hecho, con su magia, que su hija se enamorara tan súbitamente, no le enfadaba que ella expresara su amor olvidándose de acatar sus órdenes. Y escuchó con agrado un largo discurso de Ferdinando en el cual él le aseguraba que la amaba más que a cualquiera de las damas que había conocido en el pasado.

En respuesta a estas alabanzas a su belleza que, dijo él, sobrepasaba la de todas las demás mujeres del mundo, ella respondió:

—Yo no recuerdo el rostro de ninguna mujer, ni he visto más hombres que vos, mi buen amigo, y mi querido padre. No sé cómo son las facciones humanas en otras tierras, pero creedme, señor, que no desearé más compañero en el mundo que vos, ni mi imaginación podrá crear más forma de mi agrado que la vuestra. Pero, señor, temo qué os hablo demasiado libremente, olvidando los mandatos de mi padre.

Ante esto, Próspero sonrió y movió la cabeza como diciendo: «Esto se desarrolla precisamente según mis deseos; mi hija será reina de Nápoles.»

Y entonces Ferdinando, en otro elegante y largo discurso (puesto que los jóvenes príncipes hablan con frases galantes), contó a la inocente Miranda que él era el heredero de la corona de Nápoles y que ella sería su reina.

—Ay, señor —dijo ella—, soy una necia al llorar por algo que me alegra. Os daré mi respuesta en pura y sagrada inocencia. Soy vuestra esposa, si me desposáis.

Próspero evitó los agradecimientos de Ferdinando haciéndose visible ante ellos.

—No temas nada, mi niña —dijo—. He estado oyendo y apruebo todo lo que habéis dicho. Y a ti, Ferdinando, si te he tratado con demasiada severidad, te lo compensaré con creces dándote a mi hija. Todas las vejaciones que has sufrido no eran más que pruebas puestas a tu amor y las has resistido noblemente. Aquí tienes mi obsequio, que tu amor verdadero ha ganado merecidamente: toma a mi hija y no sonrías si te digo que está por encima de cualquier elogio.

Luego, diciéndoles que tenía asuntos que requerían su presencia, les indicó que tomaran asiento y conversaran hasta su vuelta. Y esta vez Miranda no pareció en absoluto dispuesta a desobedecerle.

Cuando Próspero los dejó, llamó a Ariel, el espíritu, quien se presentó rápidamente ante él, ansioso de rendir cuentas de lo que había hecho con el hermano de Próspero y con el rey de Nápoles. Ariel dijo que lo había dejado con la razón casi perdida a causa del miedo y las extrañas cosas que les había hecho ver y oír. Estando ya fatigados de vagar y famélicos por falta de alimento, súbitamente había puesto un banquete ante ellos, y luego, justo en el momento en que se disponían a comer, apareció ante sus ojos en forma de arpía, un monstruo voraz con alas, y el festín se desvaneció. Luego, para su completo asombro, esta supuesta arpía les dirigió la palabra, recordándoles su crueldad al arrebatar su ducado a Próspero, abandonándolo, junto con su hija de corta edad, para que encontraran en el mar una muerte segura. Esta era la causa, les dijo, de los terrores que los afligían.

El rey de Nápoles y Antonio, el hermano traidor, se arrepintieron del injusto daño que habían hecho a Próspero, y Ariel dijo a su señor que estaba seguro de la sinceridad de su arrepentimiento y que él, que era sólo un espíritu, no podía evitar sentir lástima por ellos.

—Entonces tráelos aquí —dijo Próspero—. Si tú, que no eres más que un espíritu, sientes piedad de su desdicha, cómo no he de compadecerlos yo, que soy un ser humano como ellos. Tráelos prontamente, mi ingenioso Ariel.

No mucho más tarde, Ariel regresó con el rey, Antonio y el anciano Gonzalo, que lo habían seguido, maravillados por la violenta música que, para atraerlos a presencia de su señor, hacía sonar en el aire. Este Gonzalo era el mismo que antaño proporcionara a Próspero libros y provisiones cuando había sido abandonado por su perverso hermano en un casco de embarcación, creyendo que perecería en medio del mar.

La tristeza y el terror habían embotado sus sentidos de tal modo que no reconocieron a Próspero. Este se dio a conocer primero al buen anciano Gonzalo, llamándolo su salvador; y entonces su hermano y el rey supieron que él era el agraviado Próspero.

Antonio, con dolorosas palabras de pesar y auténtico arrepentimiento, pidió perdón a su hermano, y el rey expresó su sincero remordimiento por haber ayudado a Antonio a derrocar a su hermano. Próspero los perdonó y, con el compromiso de que le sería devuelto su ducado, dirigiéndose al rey de Nápoles dijo:

—También yo os reservo un regalo.

Y, abriendo una puerta, le mostró a su hijo Ferdinando, que jugaba al ajedrez con Miranda.

Nada podía sobrepasar el júbilo de padre e hijo ante tan inesperado encuentro, pues cada uno creía que el otro se había ahogado durante la tormenta.

—¡Oh, prodigio! —dijo Miranda—. ¡Cuán nobles criaturas! ¡Será un bello mundo el que produce tales gentes!

Ante la belleza y la excelencia de las virtudes de la joven Miranda, el rey de Nápoles estaba casi tan asombrado como lo estuviera su hijo.

—¿Quién es esta doncella? —dijo—. Me parece que es la propia diosa que nos separó y ha vuelto a reunirnos.

—No, señor —respondió Ferdinando, sonriendo al ver que su padre había caído en el mismo error que él cuando viera a Miranda por primera vez—. Ella es mortal, pero por obra de la inmortal Providencia me pertenece. La elegí cuando no podía pediros vuestro consentimiento, padre, sin saber que estabais con vida. Ella es la hija de este Próspero, el famoso duque de Milán, de cuyo renombre tanto he oído hablar, pero a quien nunca había visto hasta ahora. De él he recibido una nueva vida y se ha convertido en un segundo padre para mí al hacerme entrega de esta querida dama.

—Entonces yo debo ser su padre —dijo el rey—, pero, oh, qué extraño resulta tener que pedir perdón a mi propia hija.

—Basta ya de esto —dijo Próspero—. No recordemos querellas del pasado, puesto que tan felizmente han visto su fin.

Y entonces Próspero abrazó a su hermano asegurándole, una vez más, la sinceridad de su perdón y diciendo que la todopoderosa Providencia había permitido que él fuera arrancado de su pobre ducado de Milán para que su hija heredara la corona de Nápoles, puesto que, a causa de su encuentro en aquella isla desierta, se había dado el caso de que el hijo del rey se enamorara de Miranda.

Próspero pronunció estas bondadosas palabras a fin de consolar a su hermano; a Antonio le dio tanta vergüenza y remordimiento que los sollozos le impedían hablar; y el anciano Gonzalo lloró al presenciar tan feliz reconciliación y rogó que el cielo bendijera a la joven pareja.

Entonces Próspero les dijo que su barco estaba refugiado en el puerto y con todos sus marineros a bordo y que él y su hija los acompañarían en su regreso al hogar, a la mañana siguiente.

—Mientras tanto —dijo—, compartid los refrigerios que mi pobre vivienda puede proporcionaros y para distraeros, por la tarde, os relataré la historia de mi vida desde que desembarqué en esta isla.

Luego llamó a Calibán para que preparara algunos alimentos y pusiera en orden la gruta, y la comitiva quedó muy asombrada por la salvaje apariencia y las toscas formas del feo monstruo, el cual, dijo Próspero, era el único sirviente que los atendía.

Antes de abandonar la isla, Próspero liberó a Ariel de su servicio para gran alegría del travieso geniecillo, quien, aunque había servido a su amo fielmente, siempre añoraba poder disfrutar de la libertad de vagar por el aire sin cortapisas, bajo los verdes árboles, entre frutos agradables y flores de dulce aroma, como un ave silvestre.

—Mi fantástico Ariel —dijo Próspero al geniecillo al liberarlo—, te echaré de menos. Sin embargo, tendrás tu libertad.

—Gracias, querido señor —dijo Ariel—, pero permitidme que antes de que digáis adiós a la ayuda de vuestro fiel espíritu, cuide del regreso de vuestro barco acompañándolo con vientos propicios y luego, señor, cuando sea libre, ¡cuán alegremente viviré!

Ariel cantó, entonces, esta hermosa canción:

Donde liba la abeja libo yo;

en el cáliz descanso de una prímula, donde me acojo cuando grita el búho. Y después del verano, alegremente,

voy volando en el dorso del murciélago.

Alegremente viviré yo ahora bajo la flor que cuelga de la rama.

Entonces Próspero enterró profundamente sus libros de magia y su varita mágica, porque estaba resuelto a no hacer uso nunca más de sus artes de hechicería. Y, de esta manera, habiendo triunfado sobre sus enemigos y reconciliado con su hermano y con el rey de Nápoles, ya no le faltaba, para completar su felicidad, más que volver a ver su tierra natal, tomar posesión de su ducado y ser testigo de los felices esponsales de su bija con el príncipe Ferdinando, que el rey prometió que se celebrarían con gran esplendor tan pronto regresaran a Nápoles. Donde pronto estuvieron de regreso, tras un viaje apacible, expertamente dirigido por el espíritu Ariel.

FIN