Había una vez un joven sastre, de nombre Labacán, que trabajaba para el maestro alfayate más hábil de Alejandría. No se puede decir que Labacán fuese desmañado en el uso de la aguja, o perezoso, o descuidado: era, por el contrario, muy hábil en costuras de todo tipo, además de que tenía muy primorosas manos para el trabajo; aunque su carácter caprichoso no permitía a sus compañeros de profesión contar con él. En ocasiones cosía durante horas con desmedido entusiasmo, y la aguja se avivaba entre sus dedos de tal manera que el hilo echaba humo. Pero a veces —cosa que ocurría con bastante frecuencia— caía en una suerte de pasmo inmóvil, la cabeza recta, los ojos fijos, y en su cara una expresión que ninguno de sus compañeros sabía explicar; y quien lo hiciera sólo podía encogerse de hombros y decir: —Ahí está, Lacabán, con su aire de Príncipe—.
Cierto día, un príncipe, pariente del Sultán, que por casualidad se encontraba en Alejandría, mandó uno de sus trajes a casa del maestro alfayate para, que hicieran en él no sé qué reformas. El sastre, lleno de orgullo de que tan alto personaje se dignara utilizar sus servicios, entregó aquellas prendas a Labacán, por considerarlo como el más apto de todos sus oficiales para realizar, con felicidad tan comprometida y delicada labor.
Labacán cosió todo el día en las regias vestiduras sin hablar palabra, tejiendo en su cabeza los más excelsos pensamientos a compás de la aguja, y por la noche, cuando el maestro y los otros oficiales se retiraron del taller, se quedó un momento más para rematar su obra. No se hartaba de acariciar el suavísimo terciopelo de que estaba hecho el traje, ni de admirar los magníficos bordados de oro, que lo cubrían casi por completo. Y a fuerza de contemplarlo, sintió deseos de ponérselo, para ver cómo parecería, si pudiera usar de tan ricos arreos. ¡Sólo un instante…! ¡Nadie había de saberlo…!
Pero, con grata sorpresa, observó que el traje le sentaba tan bien como si hubiese sido hecho para él. Se paseaba arriba y abajo por el taller, hinchado como pavo, y no se cansaba de admirarse con su señoril ropaje.
— ¡Si me cae como hecho a la medida! —se decía—. ¡Que digan después que no tengo figura de príncipe!
Parecía que con los vestidos se había puesto también un alma de gran señor. Su rostro, su andar, sus ademanes, habían adquirido de pronto majestuosa gravedad.
—¿Sería posible —pensaba— que tuviera yo esta regia figura y este ánimo levantado si no corriese por mis venas sangre de príncipes… ? No, no cabe duda de que yo soy hijo borde de algún desconocido rey.
Y deseando probar fortuna y ver si descubría su aventajada alcurnia, lo mismo que para perder de vista un lugar donde sus grandes méritos habían estado oscurecidos en condición tan mísera, decidió partir de Alejandría en aquel mismo momento. Sin quitarse la ropa del Príncipe, cogió la bolsa, donde guardaba sus no muy sobrados haberes, y pudo salir de la ciudad merced a la oscuridad de la noche.
Dondequiera que se presentara el nuevo magnate provocaba general asombro con sus regias vestiduras y su ceremonioso continente, tan impropio de un caminante. Si le preguntaban por qué viajaba a pie con tan ricos vestidos, respondía, con misteriosa voz y semblante, que no sin motivo hacía lo que hacía. Pero cuando notó que todos los que lo veían marchar a pie se reían de él, se compró por poco dinero un viejo rocín, que, con su andar cachazudo y pacifico, se prestaba muy bien para cabalgadura de sastre.
Yendo, cierta vez, camino adelante, al reposado paso de su caballo, le alcanzó un mancebo, caballero en un corcel muy brioso, el cual le dijo que, si no tenía inconveniente, haría en su compañía aquella jornada, para abreviar el camino con amenas charlas. El mancebo, aunque no de muy gentil presencia, era un alegre compañero, que sabía contar muy lindas y chistosas historias. Se preguntaron uno y otro cuál era el término de su viaje, y resultó que los dos llevaban el mismo camino. Labacán nada dijo de su nombre, patria y condición, aunque dejó entrever que procedía de estirpe muy noble; pero el desconocido refirió que se llamaba Omar, era sobrino de Alí-Bey, el desgraciado bajá de El Cairo, y que se había puesto en viaje para realizar una obra que en su lecho de muerte le había encomendado su amado tío.
Los, dos muchachos se encontraban tan a gusto uno con otro, que no se separaban ni para dormir en las posadas del camino: juntos ocupaban siempre la misma cámara. Una noche, después de haber cenado alegremente, se le soltó la lengua a Omar y, bajo promesa de secreto, descubrió a su nuevo amigo la misión de que Alí-Bey le había encargado.
El bajá de El Cairo lo había criado tiernamente en su palacio, desde su niñez más temprana, a título de sobrino y sin haberle dicho jamás una palabra de quiénes hubieran sido sus padres. Pero cuando Alí-Bey fue acometido por sus enemigos y herido de muerte, luego de haber visto la derrota de todos sus ejércitos en terrible batalla, hizo llamar a su pupilo, y entre estertores de agonía, le reveló que él no era sobrino suyo, sino hijo de un muy poderoso monarca, que, para alejar de la cabeza del infante los peligros profetizados por un astrólogo, para el caso en que creciera al lado de su padre, lo había confiado a los paternales cuidados del bajá, sin querer saber nada de él hasta el día en que, cumpliera los veintiún años. Alí-Bey no le había dicho el nombre del autor de sus días; pero le había mandado que se pusiera en camino en el momento oportuno para encontrarse, al pie del obelisco de El-Serujah a la salida de la luna del cuarto día del próximo mes del Ramadán, momento en que entraba en el nuevo año de su vida. Allí había de encontrar unos emisarios, a los que, diciéndoles: “Aquí está el que buscáis”, debía tender un puñal que el bajá le entregó, y si ellos le respondían “Alabado sea el Profeta por haberte guardado”, podía seguirlos tranquilamente, pues lo llevarían al encuentro de su padre. El sastre Labacán se quedó mudo de asombro al oír semejante relato. No podía menos de mirar con ojos de envidia al afortunado Omar, que se veía a punto de convertirse en un gran príncipe, mientras que él …
—¡Qué injusta es la suerte! — se decía amargamente, lleno de secreta ira. Comparaba sus prendas personales con las de su compañero y se encontraba mucho más merecedor de ser heredero de un trono. ¿No era más aventajada su estatura y más recio y juvenil su cuerpo? ¿No eran más bellas sus facciones? ¿No ostentaba siempre en el rostro una majestuosa gravedad bien distinta del aire aturdido y apajarado del barbilindo mancebo? Y pasando a los dones del ánimo, al lado del ansia de grandezas que a él le movía, ¿qué valía aquel pobre rapaz, que no hacía más que reírse el día entero, como si no estuviera llamado a los más augustos destinos?
Tales ideas no le dejaron descansar en toda la noche. Se moría de rabia de pensar que el compañero que dormía tranquilamente a su lado había de ver cumplidas en su vulgar persona las altas aspiraciones que le habían atormentado a él durante su vida entera sin la menor esperanza de que llegaran a convertirse en realidad. Y, cavilando, cavilando, a fuerza de dar calenturientas vueltas en el lecho, llegó a apoderarse de Labacán un mal pensamiento, contra el cual ni siquiera intentó defenderse. ¿No podría alcanzar él por astucia o por fuerza lo que el otro tenía por naturaleza? Omar dormía descuidado; el puñal, prenda de reconocimiento, estaba a los pies de la cama, entre las ropas del durmiente. Labacán se levantó en silencio, y bien pronto sus febriles dedos tropezaron con el arma y se apoderaron de ella. ¡Ah! ¡Si lo clavara en el pecho del dormido Príncipe … ! Pero Labacán, aunque enloquecido por su frenesí de grandezas, conservaba un resto de su antigua honradez y se horrorizó ante la idea de dar muerte al descuidado mancebo. Se vistió a toda prisa su rico traje, se plantó en el cinto el puñal del infante, bajó a la cuadra, ensilló el caballo de su compañero y huyó a todo galope por los campos en menos que se cuenta.
Imposible que Omar pudiera alcanzarlo con el famélico rocín que le había dejado el sastre, máxime llevando Labacán más de la mitad de la noche de ventaja, pues de fijo que el confiado Príncipe no advertiría la fuga de su compañero hasta la mañana.
Labacán galopó en su valiente corcel durante muchas horas, hasta poner entre su persona y la de Omar una distancia tal, que las débiles patas del miserable jaco, en el que se veía reducido a cabalgar el Príncipe, no lograrían recorrer en un par de días. Se retiró después a descansar en un mesón que encontró en su camino, y a la noche siguiente, llegó a dar vista al obelisco de El-Serujah, al término de la llanura de arena por donde trotaba su caballo. Le latió violentamente el corazón al descubrir el anhelado final de su viaje. ¡Permitiera ahora Alá que llegaran pronto los mensajeros del rey su padre y que la tierra se tragara a Omar!
Era el tercer día del mes del Ramadán, y por tanto el sol debía recorrer otra vez su diurno camino por el cielo antes del instante del reconocimiento. Loco de impaciencia, Labacán se ocultó con su caballo en un bosquecillo de palmeras vecino al monumento, y desde allí exploró ansiosamente el horizonte, temiendo que se presentara el Príncipe verdadero y echara por tierra la superchería a que iba a deber su grandeza.
Pasó así la tarde, la noche, la mitad del día siguiente. El desierto tendía hasta el infinito su solitaria sábana de arenas; no había otro rumor que el del viento, que azotaba las hojas de las palmeras. Labacán llegó a pensar amargamente que la historia referida por Omar había sido pura fábula, inventada para darse importancia a los ojos de su amigo.
Pero a media tarde, palpitándole el corazón hasta querer saltársele por la boca, descubrió una gran caravana de caballos y camellos que avanzaban por la llanura de cara al obelisco. Cuando estuvieron cerca, fue observando, con creciente maravilla, los ricos trajes con que estaban ataviados los jinetes, los lujosos arneses de los soberbios corceles, el gran número de soldados que daba escolta al cortejo. Se detuvieron al pie del obelisco; los esclavos alzaron prontamente unas suntuosas tiendas, en las, que se cobijó toda la lucida tropa de caballeros.
Labacán ardía en deseos de presentarse a ellos y decirles: “Yo soy el que buscáis”, y ordenar que recogieran a escape las tiendas, para ponerse en camino de los Estados de su padre sin perder momento. ¡No fuera entre tanto a presentarse Omar, el príncipe verdadero! Sin embargo, aunque pereciese de impaciencia, no había más sino esperar la hora debida: al salir la luna del cuarto día del mes del Ramadán. Entonces, y, no antes, había ordenado el astrólogo que se verificara el reconocimiento.
La tarde, aunque no a compás de los frenéticos deseos de Labacán, fue acercándose a su término. Se puso el sol. Las brasas del crepúsculo ardieron largamente sobre el ceniciento desierto. Cuando al borde de la ilimitada llanura asomaba el disco dorado de la luna, Labacán saltó sobre su caballo, galopó hacia el obelisco, echó pie a tierra no bien llegado a él, y acercándose a un venerable anciano de luengas barbas blancas, que estaba a la entrada de la tienda principal, rodeado de sus dignatarios y siervos, exclamó, presentándole el puñal:
—Aquí tenéis el que buscáis.
A lo que el anciano, estrechándolo entre sus brazos, respondió con llanto de alegría:
—Alabado sea el Profeta por haberte guardado. Abraza a tu anciano padre amadísimo Omar, hijo mío.
El oficial de sastre se conmovió hasta lo más profundo de su ser al oír tales palabras, y abrazó al Monarca con muy tiernos sollozos y lágrimas verdaderas. En aquel momento estaba convencido de que era su propio padre quien lo tenía entre sus brazos. Habría dado muerte a quien lo contrario sostuviese.
Pero no había de ser muy larga su alegría. Iba a ponerse en marcha la comitiva, después de que los servidores hubieron recogido las tiendas, mientras el anciano Rey, estrechando las manos de Labacán, no se hartaba de considerar el hermoso semblante del que tenía por hijo, y bendecía al cielo mil veces por haberle dado un sucesor tan cabal, cuando se oyó el galopar de un caballo, en medio de las azules neblinas de la noche, y una voz que clamaba:
—Deteneos, deteneos, quien quiera que seáis. Deteneos, y no os dejéis engañar por la más vil superchería. Yo soy el verdadero Omar, y es un miserable impostor el que se ha presentado a vosotros usando de mi nombre.
Todos los circunstantes se quedaron yertos de asombro al oír tales palabras y ver aparecer inmediatamente, a lomos de un jadeante y sudoroso rocín, un rabioso mancebo, con ojos como centellas y labios espumeantes. Saltó de su cabalgadura, que rodó por tierra para no volver a levantarse más, y con furiosos ademanes se precipitó sobre Labacán, queriendo estrangularlo; propósito que hubiera realizado si los servidores del Rey no hubieran andado listos para arrancárselo de entre las manos.
No bien se hubo repuesto un tanto el maltratado sastre, cuando, adoptando rápidamente un plan para no perder su recién adquirida dignidad de príncipe, se postró a los pies del anciano Monarca y le dijo de este, modo:
—Amadísimo señor y padre mío: os suplico que no os dejéis engañar por las palabras que acaban de ser pronunciadas. Según tengo entendido, ese desdichado es un pobre sastre de Alejandría, llamado Labacán, que ha perdido el juicio. Más digno es de compasión que de pena. No lo castiguéis, señor.
Mientras el pobre Omar, espumeando de rabia, entre los brazos de los que lo habían aprisionado, lanzaba gritos inarticulados, el Soberano alzó del suelo a Labacán, y, estrechándolo contra su pecho, le dijo tiernamente:
—Hijo mío muy querido: si alguna duda pudiera haber sembrado en mi ánimo el extraño espectáculo que acabo de contemplar, bástame oír tus hermosas palabras para comprender que eres mi verdadero hijo. Un corazón capaz de perdonar tan pronta y noblemente sólo puede darse en nuestra ilustre familia. Partamos, pues, adonde te abrace la Sultana, tu madre, que te espera muerta de ansiedad, y donde te rindan homenaje tus futuros súbditos.
Dispuso después que el infeliz Omar, que no cesaba en sus muestras de locura furiosa, fuera llevado a lomos de un camello, amarrado de pies y manos y estrechamente custodiado por dos guardias. El Sultán montó en un magnífico corcel, cubierto de suntuosas gualdrapas, e hizo que el falso príncipe, caballero en otro semejante, marchara a su lado, a la cabeza del cortejo.
Por el camino, con viva satisfacción de Labacán, fue narrando el anciano su propia historia y los motivos por que había hecho criar lejos de sí a su hijo. Aquel gran señor era el sultán Saúd de Trebisonda, último descendiente de la familia de los Abasidas. Largos años había reinado sobre sus súbditos, sin lograr la dicha de tener un hijo que pudiera heredar sus Estados, hasta que, próximo ya a la vejez, su esposa le había dado un muy hermoso y robusto infante. Pero un sabio astrólogo, que estableció el horóscopo del recién nacido, predijo que hasta que tuviera cumplidos los veintiún años le amenazaban los mayores peligros al lado de su padre, que sólo podrían ser evitados si se le criaba desconocido y lejos de la corte. Por tal motivo, lleno de dolor, había confiado el niño a los cuidados de Alí-Bey, el bajá de El Cairo, esperando anhelosamente el día, que por merced especial del cielo había llegado a ver, en que pudiera tenerlo consigo como hijo y heredero, alejados ya los peligros previstos por el estrellero.
Conforme oía las palabras del Sultán, iba adoptando el sastre un continente más majestuoso y solemne. Ya no parecía hombre vivo, sino estatua de bronce. Llegados al país de Trebisonda, apenas se dignaba conceder una mirada a las gentes, que en todas partes los recibían con grandes muestras de alegría. Las calles de las ciudades por donde pasaban eran alfombradas con vistosos tapices; cubrían las fachadas de las casas con guirnaldas de flores, colgaduras y banderas, y todo el mundo entonaba alabanzas al Profeta, por haberles dado un príncipe que pudiera regirles cuando, por desgracia, vinieran a perder a su amadísimo Monarca.
Atronadores gritos de júbilo resonaban por el reino entero. Para todos había alegría menos para el desventurado príncipe Omar, que, bramando de despecho, era testigo de cómo aclamaban los pueblos al usurpador de su nombre.
—¡Viva el príncipe Omar! ¡Viva el príncipe Omar! —gritaban las muchedumbres.
Y el pobre Príncipe, era llevado como un saco en lo alto de un, camello, atados con fuertes ligaduras pies y manos.
Apenas nadie se fijaba en él, a la cola del soberbio cortejo; pero si alguien preguntaba por qué iba de tan extraña manera aquel pobre hombre, “Es un oficial de sastre que se ha vuelto loco”, respondían despreciativamente sus guardianes.
Por fin llegaron a la ciudad de Trebisonda, capital de los Estados del Sultán, donde fueron recibidos de manera aún más brillante y entusiasta que en las otras poblaciones que habían ido encontrando en su camino.
La venerable Sultana, temblando de impaciencia por abrazar a su hijo, de quien había estado separada desde el instante en que le había dado el ser, esperaba a los regios viajeros en el magnífico salón del trono del palacio. Los muros estaban cubiertos de ricas tapicerías, pendientes de clavos de plata. Los arcos de puertas y ventanas se abrían en medio de delicados atauriques. Había anochecido ya, y la sala estaba iluminada por muchas docenas de lámparas de metales preciosos, pendientes de los labrados artesonados. Al fondo de la sala, sobre un, estrado, envuelto en la nube de perfumes que ardían en muchos pebeteros, se alzaba el trono de oro, incrustado de amatistas, ocupado por la Sultana. Cuatro chambelanes sostenían las varas del baldaquín que la cubría, y dos bellas esclavas le daban aire con grandes abanicos de plumas de varios colores.
Vertiendo lágrimas de gozo, la Sultana esperaba la llegada de aquel adorado hijo, nunca visto por sus ojos. Sin embargo, le parecía que sabría reconocerlo entre diez mil. ¡Tantas veces, en sueños, había contemplado los rasgos de su adorado semblante!
Despacio, con desesperante lentitud, el solemne cortejo va acercándose al alcázar. La Sultana, palpitante de ansiedad, oye cada vez más cercano el son de trompetas y tambores y las entusiastas aclamaciones del pueblo. Después, ya más próximos, llega a percibir el resonar de las pisadas de los caballos y el sordo rumor constante de la muchedumbre de gentes hablando y caminando… Ahora, la alegre voz de los clarines se alza al pie de las ventanas del palacio… Ahora, en el patio… Bajo el arco de ingreso del salón del trono aparece el Sultán, llevando de la mano a un bien plantado mancebo, que mira a todas partes con petulancia y orgullo.
Al subir la escalinata del trono, exclama alegremente el Sultán:
—Alaba al Profeta, esposa mía, que aquí te traigo al hijo que tantos suspiros te ha costado.
Pero la Sultana se alza violentamente de su asiento, pintada en el rostro la más viva turbación y tendiendo los brazos para rechazar al recién llegado, exclama:
— ¡No es mi hijo! ¡No es mi hijo! ¡Este no es el infante que tantas veces me ha sido mostrado en sueños por el Profeta!
En el preciso momento en que el Sultán va a reprender a su esposa por su conducta poco razonable, de una de las galerías inmediatas a la sala del trono llega un vivo rumor de lucha, y cuando el Monarca se vuelve furioso, dispuesto a castigar cruelmente a los osados perturbadores de la paz del alcázar, he aquí al príncipe Omar, que, con las ropas hechas jirones y sangrando por varias partes de su cuerpo, se precipita en la regia estancia y llega corriendo hasta los pies del trono, perseguido por buen número de soldados y esclavos.
Con voz ahogada exclama:
—¡Aquí, aquí quiero morir, cruelísimo padre! Manda que aquí me maten, ya que no puedo sufrir por más tiempo la deshonrosa situación a que me has reducido.
La soldadesca se lanzó brutalmente para arrebatarlo fuera de la sala, cuando la Sultana bajando rápidamente del trono, lo cubre con su cuerpo, gritando:
—¡Deteneos, viles esclavos! ¡Este y no otro es el hijo de mis entrañas!
Los soldados, con respetuoso temor, han dejado libre al desventurado; pero el Sultán, lleno de cólera, les ordena que lo aten y encierren donde no pueda escaparse.
—Aquí mando yo —ruge con voz que espanta—, y no me he de regir por sueños de mujeres, sino por lo que me dicte la razón.
Y añade, mostrando a Labacán:
—Este es mi hijo verdadero, ya que él es quien me presentó la convenida señal: el puñal que le di a mi amigo Ali-Bey al tiempo de, confiarle el infante.
—¡Me lo robó! —clama Omar, mientras los guardias lo arrastran fuera de la sala—. Me lo robó, abusando como villano de mi amistosa confianza.
Pero el Sultán no oye aquel lastimero grito de su sangre, pues en todas las cosas está acostumbrado a guiarse por su augusta opinión personal, que juzga infalible. ¡Estaría bueno que un sultán pudiera equivocarse! Lleno de enojo hacia su esposa, con quien había vivido veinticinco, años en la paz más perfecta, coge de la mano al sastre, a quien tiene por hijo, y se retira a sus habitaciones.
La Sultana se quedó sumida en el mayor dolor después de tales acontecimientos; estaba segura de que un impostor se había apoderado del corazón de su marido, pues tantas veces, en misteriosos sueños, se le había aparecido como hijo aquel infeliz mancebo a quien había ahora visto maltratar, destrozándosele el corazón.
Cuando se hubo calmado la violencia de su pena, deliberó con sus fieles esclavas acerca de cuál sería el mejor medio para convencer al Sultán del error en que se había dejado llevar. La empresa se mostraba harto dificultosa, pues el falso Omar no sólo había entregado el puñal, prenda de reconocimiento, sino que, enterado de la vida que el Príncipe había hecho al lado de su tutor por las indiscretas confidencias de Omar, daba mil detalles de su supuesta existencia anterior, que en todo coincidían con la verdad. Además, no dejaba de favorecerle en la opinión de muchos su aventajada estatura, grave semblante y noble presencia, que a la legua parecían denunciar su excelsa progenie, mientras que el auténtico Omar era de figura y traza tan vulgares como cualquier mancebo plebeyo.
La Sultana y sus siervas, hartas de torturar en vano su ingenio, decidieron interrogar a los guardias que habían escoltado al Sultán en su viaje al obelisco de El-Serujah, por ver si lo que, ellos les pudieran referir les sugería algo que hiciera patente la indudable verdad.
Luego de haberlos escuchado con atención, la más anciana de las esclavas de la Sultana, que había sido su nodriza, habló de este modo:
—Si no me engañaron mis oídos, venerable ama y señora, el portador del puñal dijo del otro mancebo que era un sastre de Alejandría que se había vuelto loco.
—Así es, en efecto—respondió la Sultana—; pero ¿qué deduces de ello?
—¿No podría ser que el fementido traidor hubiera atribuido a vuestro pobre hijo su propio oficio y condición? —siguió diciendo la esclava—. Si fuera, así, sé un excelente medio para atrapar al embustero; pero no os lo diré más que en secreto.
Durante unos momentos estuvo hablando al oído con su señora, la cual no pudo menos de sonreírse, a pesar de su gran aflicción. En seguida la Sultana mandó recado a su esposo, diciendo que quería hablarle urgentemente.
La Sultana era mujer de gran experiencia, que conocía perfectamente los flacos de su marido y sabía aprovecharse de ellos. Por ello se mostró arrepentida de su anterior conducta y dispuesta a reconocer por hijo al que quería su esposo, sólo mediante una condición insignificante. El Sultán, que estaba muy disgustado de verse en desavenencia con su amada consorte, accedió al momento a lo que ella quisiera pedir, aun antes de conocerlo.
—¡Oh!, se trata de una verdadera pequeñez— dijo la Sultana con aire inocente—; una cosa sin importancia. Sólo deseo que uno y otro de los dos que sostienen ser nuestro! hijo, den prueba de su ingenio.
Pero no les exigiré que compitan en una carrera a pie o a caballo ni: que muestren su destreza en el manejo de la espada u otra arma. Sólo quiero que hagan un trabajo en que luzcan su inteligencia y habilidad: encerrado cada cual en un cuarto, con las cosas necesarias, ha de cortar y coser un caftán y unos calzones lo mejor que sepa. Veremos quién es capaz de hacerlos más hermosos.
El Sultán lanzó una gran carcajada y exclamó:
— ¡Vaya un raro capricho! ¿Quieres que nuestro hijo compita con un sastre loco en la hechura de un caftán? ¿Cómo habré de consentir que un Abasida ejercite sus manos en tal oficio?
La Sultana le recordó entonces que, anticipadamente y sin conocerlo, había accedido a lo que ella quisiera, y que, siendo hombre de palabra, no podía menos de cumplir lo prometido.
El Sultán tuvo que resignarse con el antojo de su mujer, aunque jurando que por muy hermoso que fuera el caftán que hiciera el alfayete, el Príncipe seguiría siendo príncipe, y el sastre, sastre.
El propio Sultán fue a ver al que tenía por hijo, y le rogó que, por acceder a una manía de su madre, consintiera en hacer un caftán con sus propias manos. El buen Labacán, lejos de enojarse, dijo con la mayor alegría que estaba dispuesto a hacer cuanto pudiera dar gusto a su señora madre.
—Si de eso sólo depende —pensaba para sí muy contento— no podrá menos de tenerme por suyo la señora Sultana.
Dispusieron dos habitaciones aisladas: una para el Príncipe, otra para el sastre, y los encerraron en ellas con varias piezas de seda, tijeras, agujas, dedal e hilo.
El Sultán sentía mucha curiosidad por saber cómo sería el, caftán obra de su hijo, y también a la Sultana le palpitaba impaciente el corazón por ver si tendría buen éxito la astuta invención de su nodriza.
Los competidores disponían de un plazo de dos días para dar remate a su labor. En la mañana del tercero, el Sultán hizo que su esposa se presentara en la sala del trono, y una vez en ella, mandó a sus chambelanes que fueran a buscar a los dos encerrados mancebos y los trajeran a su presencia con la labor que hubieran realizado.
Entró Labacán mirando a todo el mundo con aire de triunfo, y en medio del general asombro desplegó un precioso caftán de seda, de colores muy bien combinados, y exclamó, lleno de orgullo:
—Mirad, mirad, padre mío. A ver si no os parece una verdadera obra maestra este caftán. Desafío al más hábil de los sastres de la corte a que haga otro semejante.
La Sultana no pudo menos de sonreírse con aire malicioso, y preguntó al que era tenido por loco:
— ¿Y qué es lo que has hecho tú, hijo mío?
Omar tiró al suelo las piezas de seda y todos los instrumentos del arte de la sastrería, diciendo:
—Mi tutor, Alí-Bey, me enseñó a domar un caballo y a justar con armas de toda especie, pero no con la aguja.
— ¡Ven a mis brazos, hijo de mis entrañas! —exclamó la Sultana—, que sólo a ti puedo dar tal nombre.
Y luego de haber abrazado a Omar, con llanto de alegría, añadió, dirigiéndose a su marido:
—Perdonad, mi rey y señor, que para hacer brillar la verdad me haya valido de tal treta. ¿No veis ahora claramente cuál es el Príncipe y cuál el oficial de sastre?
Mirad, mirad el magnífico caftán de vuestro amado hijo. ¿Creéis que habría sido, capaz de hacerlo así de no haber trabajado largos años en tal oficio, bajo la dirección de un excelente maestro?
El Sultán, malhumorado, miraba alternativamente a su esposa, a Omar y a Labacán, sin saber qué decisión tomar.
También el sastre había perdido todo su acostumbrado aplomo, y rojo y tembloroso, clavaba sus miradas en tierra, como pidiéndole que se abriera para tragarlo. ¡Por las barbas del Profeta! ¡Llegar a verse en semejante aprieto por haber querido lucir intempestivamente su habilidad de sastre! ¿Cómo no habría comprendido a tiempo que aquel desafío del caftán era una celada?
Se prolongaba la angustiosa escena. El Sultán, en su interior, iba comprendiendo cuál era su hijo verdadero; pero no le gustaba confesar, de repente y, en público, su yerro. A punto estaba de ordenar que se retiraran todos y aplazar la resolución para otro momento, cuando llegó el jefe de la guardia diciendo que a la puerta del alcázar estaban algunos soldados fugitivos, restos del deshecho ejército del bajá Alí-Bey, llegados hasta allí con gran pena y esfuerzo, y que pedían ser socorridos, en nombre de la antigua amistad que había unido a su señor con el Sultán.
—Que los traigan al momento —imploró la Sultana— ellos te convencerán de cuál es tu hijo verdadero.
Se hizo como ella dijo, y no bien fueron entrados en la estancia los rotos, flacos y maltrechos soldados, entre los cuales venía un capitán de la guardia del bajá, cuando fueron a echarse a los pies del verdadero príncipe Omar, y derramando amargo llanto, le rogaron que alcanzara para ellos la protección de su augusto padre, ya que todos habían jugado con él cuando niño, en los palacios de Alí-Bey.
—Pero ¿ya no conocéis al Príncipe? —les preguntó la Sultana con triunfadora alegría—. ¿Vais a implorar mercedes de un oficial de sastre? Suplicad a este otro, que es el Príncipe verdadero. Y les señalaba a Labacán, que, trémulo de espanto al verse descubierto, trataba de escaparse por entre las filas de servidores y esclavos.
Los refugiados miraban a todas partes, sin saber qué burla era aquélla, y sin atreverse a pronunciar una palabra.
—Vamos, vamos… —añadió la Sultana—.
Decid, quién de estos dos es el pupilo de Alí-Bey.
A lo cual respondió el jefe de los fugitivos:
— ¿Cuál ha de ser, señora, sino aquel a cuyas plantas nos hemos postrado?
El Sultán no pudo menos de rendirse a la innegable evidencia y abrió los brazos para recibir en ellos como hijo al Príncipe Omar, quien lloraba de felicidad, lo mismo que su madre, que se unió sollozando al tierno grupo formado por el Sultán y su heredero.
Entre tanto, Labacán se había escabullido del salón y trataba de ganar la calle, corriendo cuanto puede correr un sastre.
El Sultán, al notar su falta, mandó con voz de trueno:
—¡Que me traigan a ese infame impostor!
Y un momento después los soldados de la guardia traían arrastrando al oficial de sastre, que imploraba misericordia con grandes clamores.
—¡Haz lo que quieras de ese miserable! —dijo el Sultán a su hijo.
— ¡Soltadlo! —. Ordenó el Príncipe a los guardias.
Labacán cayó a los pies de Omar, balbuciendo súplicas en medio de grandes sollozos.
—¡Álzate y vete! —le mandó Omar—. Tú eres el primero en quien puedo ejercer mi poder de Príncipe y quiero perdonarte.
Se marchó Labacán deshaciéndose en excusas y cortesías. El Príncipe mandó que le dieran un caballo y, montado en él, no paró de trotar el sastre hasta verse a las puertas de Alejandría, donde volvió a ganarse trabajosamente la vida con tijeras y aguja, para siempre curado de sus delirios de grandeza, que lo habían llevado al borde de la perdición.
El príncipe Omar fue báculo y corona de la vejez de sus padres, muertos los cuales ocupó largos años el trono de sus mayores, labrando la felicidad de todo el reino.
FIN