I.

El hermano Mustafá y mi hermana Fátima son casi de una edad —a lo más él le llevará dos años— y siempre se han amado con la ternura más grande, constituyendo la alegría y consuelo de la vejez de nuestro padre.

Cuando Fátima cumplió los quince años, Mustafá quiso celebrarlo con una gran fiesta: convidó a todas las amigas de su hermana e hizo servir una espléndida comida en un nuestro jardín, vecino a la marina.

Las muchachas jugaron y bailaron durante todo el día, y a la caída de la tarde, Mustafá las invitó a dar un paseo por mar en una barca que había adornado con banderas y farolillos. Fátima y sus compañeras aceptaron con mucha alegría, pues la tarde era hermosa, el mar estaba tranquilo y nada había más lindo que contemplar las cúpulas y torres de la ciudad, doradas por el sol poniente, espejándose en las dormidas aguas.

Tanto gustaba el paseo a las muchachas, que de ningún moldo querían volver a puerto; al contrario, rogaron a Mustafá que las llevara hasta un promontorio que cerraba la bahía, detrás del cual podía verse cómo se ponía el sol en el seno del mar. De tal modo le suplicaron, que mi hermano accedió a ello, aunque de muy mala gana, pues se susurraba si algún pescador había visto un navío corsario por aquellos parajes.

Al doblar el cabo, descubrieron un bote lleno de gente armada, que hasta entonces había estado oculto entre los peñascos de la orilla, y Mustafá, no sospechando nada bueno, ordenó en voz baja a los remeros que hicieran virar la barca y bogaran rápidamente hacia el puerto. Bien pronto vio confirmados sus temores, pues los de la otra embarcación remaron también con presteza, dirigiéndose en derechura a cerrar el paso a la que mis hermanos y sus amigas ocupaban. Las muchachas, aunque iban muy encantadas del mar y entretenidas en su cháchara, no tardaron en ver el peligro que las amenazaba. Llenas de terror, gritaban pidiendo auxilio; invocaban a Alá y a su Profeta; lloraban, sollozaban, corrían de un lado a otro de la barca, sobre los bancos, con peligro de volcarla.

Mi hermano, en medio de ellas, trataba vanamente de apaciguarlas. Pero el bote de la gente armada era más ligero, que el que ellos llevaban, y, además, las espantadas muchachas, con sus locos movimientos, no dejaban remar a los marineros. Así fue que, en muy pocas bogadas, los temidos enemigos estuvieron casi al costado de la barca y pretendieron sujetarla con sus bicheros para asaltarla espada en mano.

Mi hermana y sus amigas se precipitaron, chillando, hacia la otra banda, con lo que hicieron zozobrar la embarcación, que puso su quilla al aire, echando al mar a todos sus tripulantes.

Por fortuna, los clamores de las muchachas habían sido oídos desde el puerto, —donde la gente andaba sobre aviso con las sospechas de la vecindad del barco pirata—, y algunos botes, prestamente enviados, llegaron a tiempo de recoger de mar a los angustiados náufragos. Pero, en la premura del salvamento, dejaron escapar a la lancha enemiga, que se alejó apresuradamente, desapareciendo a la vuelta del cabo. Se reunieron entonces las barcas salvadoras para ver si habían logrado encontrar a todos los caídos al agua. Pero ¡ay!, faltaba nuestra hermana. Apareció, en cambio, entre los náufragos, un hombre a quien nadie había visto jamás por aquella comarca.

A las preguntas que le fueron hechas, en medio de airadas amenazas, respondió que pertenecía a un buque pirata, fondeado desde varios días atrás en una escondida abra a dos millas del puerto. Le habían ordenado que se tirara al mar para recoger en el bote de los corsarios a las desventuradas muchachas; pero como tan pronto llegó el socorro, sólo a una de ellas había logrado pescar y llevar a la lancha, quedándose él, por la precipitada fuga de sus compañeros, abandonado en medio de los náufragos.

¿Cómo pintar la aflicción de Mustafá, que se sentía causante, con su maldita invención del paseo por mar, de la pérdida de su amada hermana? ¿Cómo decir las angustias mortales por que pasó al tener que anunciar a nuestro anciano padre aquella inmensa desgracia?

Este fue arrebatado de violenta cólera:

—¡Aléjate die mi presencia! —clamó fuera de sí—. Tu locura me priva del amparo de mi vejez y el encanto de mis ojos … ¡No te presientes jamás ante mi vista! … Vete y lleva contigo la eterna maldición de tu padre, que sólo levantaré si logras devolverme a mi hija idolatrada.

Mi hermano, aunque reconocía haber pecado de imprudente, y bien se dolía de ello, no esperaba verse tratado de tan áspera manera. Antes de ver a nuestro padre había ya decidido buscar a Fátima hasta perder la vida en la empresa, pero le apenaba tener que acometerla bajo el peso de la maldición paterna.

Sin embargo, no se acobardó. Fue a la prisión, interrogó al pirata y supo que su barco solía vender las gentes que apresaba en el mercado de esclavos de Adalia. Supo, además, que faltaban muy pocos días para la gran feria anual.

Por medio de un amigo puso en conocimiento dé nuestro padre que iba a intentar la libertad de la hermana, y el anciano, aunque no quiso volver a verlo, le envió una bolsa llena de oro y el mejor caballo de sus cuadras, ya que por entonces no había nave próxima a partir para Adalia y sólo por tierra podía ser hecho el viaje.

II.

Sin perder momento, Mustafá montó en su caballo y tomó el camino de Adalia. Toda prisa era poca, si no quería llegar mucho después que los piratas. Como su cabalgadura era muy veloz y no llevaba consigo impedimenta alguna, en menos de seis jornadas podía alcanzar el término de su viaje.

Todo fue bien durante los primeros días. El caballo galopaba y galopaba, sin parecer fatigado ni necesitar apenas descanso. Pero al anochecer del cuarto día, atravesando una temerosa garganta entre montañas, varios hombres armados surgieron de repente entre unas rocas, y, sin decir palabra, se precipitaron sobre mi pobre hermano; lo registraron; le quitaron la bolsa del dinero, y después de haberlo amarrado fuertemente sobre el caballo, tomando a éste del diestro, lo llevaron montaña arriba por pendientes casi inescalables.

Mustafá iba entregado a la desesperación más sombría. ¡Aquella desgracia, que le quitaba los medios de alcanzar jamás la libertad de su amada Fátima, era efecto de la maldición de su padre! Caminaron así, a la luz de la luna, durante varias horas, saltando de breña en breña, por salvajes vericuetos, hasta que descubrieron una gran hoguera en el fondo de cerrado valle. Hacia ella dirigieron sus pasos. Ardía en medio de las tiendas de un campamento, que se alzaba en una pradera, orillas de bullicioso arroyo. Paciendo o durmiendo sobre la hierba, había camellos y caballos. En torno a la hoguera se calentaban quince o veinte robustos hombretones con las armas al lado; uno de ellos tañía la cítara, mientras otros dos cantaban, llenando el estrecho valle con las lánguidas cadencias de una lenta canción, que aumentó la tristeza de mi hermano.

Detuvieron el, caballo ante la entrada de la tienda que parecía principal, y, luego de desatar al jinete, le ordenaron que se apeara. Con los brazos amarrados a la espalda le hicieron entrar en la tienda. Mi hermano quedó admirado del regio esplendor con que estaba adornada: riquísimos tapices, cojines bordados, pieles, pebeteros, lámparas de bronce. Sobre un diván estaba un diminuto viejecillo fumando su pipa. Tenía no sé qué de vil y repulsivo en su semblante, que hizo que mi hermano se estremeciera al verlo, como si hubiera pisado un reptil. Aunque el hombrecillo trataba de darse aires de gran importancia, bien pronto comprendió Mustafá que no era aquél el señor de tan suntuoso alojamiento.

Los que habían llevado a mi hermano preguntaron:

—¿Dónde está el Fuerte?

—Vigila a sus sabuesos —contestó el hombrecillo—; pero me dejó encargado de que desempeñara sus funciones durante su ausencia.

—Mal hecho —dijo uno de los recién llegados—. Porque es menester decidir al momento si hemos de retorcerle el pescuezo a este avechucho o sólo hemos de hacerle sudar su oro, y no eres tú quién para tomar resolución tan grave.

El hombrecillo se puso en pie, furioso, herido en la dignidad de su cargo; pero como comprendiera que no tenía fuerzas para castigar con una bofetada la desvergüenza de su subordinado, se contentó con echar por la boca las más desaforadas injurias. Los otros no se quedaron atrás en tal tarea y armaron tan ensordecedora gritería que parecía que se venía abajo la tienda.

De pronto, se alzó, el rico cortinaje de la entrada y apareció un hombre alto, fuerte y majestuoso, como un rey de Asiria. Su traje y armas, a excepción de un riquísimo puñal, no eran mejores que los de los que reñían en la tienda. Pero tal era el fuego que brotaba de sus negros ojos que a todos imponía temor y respeto. Instantáneamente reinó profundo silencio.

— ¿Quién es, el osado que viene a armar camorra a mi tienda? —exclamó el recién llegado.

Nadie se atrevía a responder, por lo cual él, con mayor furia, tornó a repetir su pregunta.

Entonces, antes de que el hombrecillo tomara la palabra, uno de los que habían llevado a mi hermano se adelantó y refirió con voz temblorosa lo que había pasado.

El rostro del Fuerte palideció de cólera, entre la negrura de las barbas.

— ¿Cuándo te he dejado en mi puesto, Hasán? —le dijo al hombrecillo con una helada mirada de desdén.

Este se encogió cuanto pudo, musitando excusas, y se arrastró hacia la puerta. El Fuerte dio un paso hacia él y el hombrecillo, con una agilidad apenas creíble, dio un enorme salto y fue a caer fuera de la tienda.

Así que aquél hubo desaparecido, los que habían preso a Mustafá, cogiéndolo por los hombros, lo obligaron a que se postrara a los pies del Fuerte, que ya se había arrellanado, en el diván.

—¡Señor! —dijeron—, aquí tienes al que nos has mandado prender.

El Fuerte contempló un momento a mi arrodillado hermano, y por fin le dijo, con voz grave y solemne:

—¡Bajá de Ermenec, tu propia conciencia te dirá por qué te encuentras a las plantas de Orbasán!

Pero Mustafá juntó las manos, suplicante, y balbució casi llorando:

—¡Señor, por la tumba del Profeta! … Te juro que estás equivocado … Yo soy un pobre infeliz y no el bajá a quien has mandado prender.

Todos se quedaron asombrados de oír tales palabras. Orbasán exclamó, lleno de desprecio:

—¿No te avergüenzas de acudir a tan viles fingimientos para salvar tu vida, bajá de Ermenec?

Y añadió con una gran carcajada:

— ¡Ya verás de lo que te sirven! Aquí tenemos a quien te conoce como tu propia madre. ¡Traed a Suleica!

Suleica era una viejecilla, esclava de la familia del bajá desde que éste era niño. Llegó toda trémula y llorosa, y así que vio a mi hermano fue a echarse a sus pies, diciendo entre sollozos:

— ¡Ay, mi señor!… ¡Mi querido señor! …

¿Quién me diría que te había de ver alguna vez en manos de estos desalmados?

Mustafá no comprendía lo que le pasaba. Creía estar soñando.

Orbasán ordenó:

—¡Déjate de lloriqueos!… ¿Es éste tu amo?

La mujer exclamó, redoblando su llanto:

—¿Y quién ha de ser si no, desventurada de mí?… ¡Diera toda mi vida porque no lo fuera!

Entonces, el bandido se volvió hacia mi hermano y le escupió estas palabras:

—Ya ves tú, miserable, como tu vil superchería queda convertida en nada.

Reflexionó un instante y luego dijo :

—Eres harto miserable para que manche la hoja de mi hermoso puñal con tu sangre. Disfruta una noche más de tu despreciable vida. Mañana, en cuanto salga el sol, te ataré por los pies a la cola de mi caballo y te llevaré arrastras hasta la capital de tu bajalato. ¡Por las barbas de Alá, te lo juro!

Mi hermano, abrumado de dolor, bajó la cabeza y no respondió palabra.

— ¡Ay de mí! —pensaba—, la maldición de mi severo padre es la que me impone tan bochornosa muerte y la que estorba la salvación de mi dulce hermana.

Lo cogían ya por los hombros para llevarlo fuera de la tienda, cuando se presentaron otros dos bandidos conduciendo a un nuevo prisionero.

—Aquí te traemos al bajá de Ermenec, según lo has ordenado —dijeron alegremente al entrar.

Mi hermano alzó la vista al oír aquellas palabras y no pudo reprimir un grito de asombro el nuevo prisionero era su propio retrato.

Orbasán y los bandidos también los miraban maravillados.

—¡Pero si son idénticos! —exclamaban.

—¡Como dos gotas de agua!

—¡Como las uñas de las manos!

Por fin, Orbasán, imponiendo silencio a los otros, preguntó con su imperiosa voz, mirando alternativamente a Mustafá y al recién llegado :

—¿Quién de vosotros es el verdadero bajá?

El nuevo prisionero respondió con altivez:

—Si preguntas por el de Ermenec, ¿qué duda cabe que soy yo? ¡Tú bien lo sabes!

Orbasán lo asaetó durante largo tiempo con sus terribles miradas. Le temblaba de ira la barba.

—Lleváoslo —dijo por último—, más tarde ajustaré sus cuentas.

Se dirigió sonriente hacia mi hermano, lo libró con sus propias manos de las ligaduras que le ataban los brazos, y con gran cortesía le dijo:

—Bienvenido seas a mi tienda, desconocido huésped. Mucho lamento que hayas sido confundido con aquel monstruo; pero ya que los cielos venían prescrito que vinieras a mis manos al tiempo del justo castigo de aquel tirano, he de hacer cuanto en mí quepa para que no cuentes entre tus horas desgraciadas aquella en que te han aprisionado.

Lo hizo sentar a su lado, en el diván, y le preguntó qué podía hacer, por de pronto, en su obsequio.

—Jamás me harías mayor merced —le respondió Mustafá—; que la de permitirme que siguiera mi camino en este mismo instante.

El bandolero, maravillado, inquirió qué negocio tan importante traía entre manos que no podía aplazarse ni para dormir una noche.

Mi hermano le informó detalladamente del doloroso caso que lo había sacado de su casa, y Orbasán, con muy buenas razones, lo convenció de que descansara en su compañía aquella noche, y a la mañana siguiente, con renovadas fuerzas, podría continuar su ruta. Tanto más que por unos atajos montañeses, sabidos del bandido, se acortaba en más de un día la duración del viaje.

Después, mandó Orbasán que les sirvieran una suculenta cena, en la que no hubo primor que faltara. Terminada ésta, hizo aderezar para Mustafá un mullido lecho de pieles y cojines, al lado del suyo propio. Mi hermano, que ya no se tenía en pie de tantas fatigas y emociones, cayó en él como un leño, durmiendo de un tirón toda la noche y buena parte de la mañana.

Al despertar se encontró completamente solo en la tienda, pero le pareció que al lado de ella era sostenido un vivo diálogo. Una de las voces era la del jefe de los bandidos; la otra, la del repulsivo hombrecillo que tanta antipatía le había inspirado la noche anterior. Creyó oír su nombre, prestó atención a lo que trataban y no pudo menos de estremecerse de espanto al oír que el hombrecillo intentaba convencer a Orbasán de que hiciera con el desconocido que dormía en la tienda lo mismo que había hecho con el bajá de Ermenec, para evitar que pudiera delatarlos.

El Fuerte guardó silencio durante unos instantes.

—No, no—exclamó por fin—; Mustafá es mi huésped y la hospitalidad es cosa santa. Además, conozco su vida, sé qué noble motivo mueve sus pasos, y me consta que es incapaz de traicionarnos.

Descorrió el cortinaje de la entrada y gritó alegremente:

—Buenos días, amigo Mustafá; si ya has descansado bastante, tomemos un bocado y partamos sin perder un instante. Yo mismo quiero ser tu guía por la montaña hasta dejarte a la vista de Adalia.

Pusieron los frenos a los caballos, saltaron sobre las sillas y comenzaron a subir por las agrias sendas de los montes. No hay que decir que Mustafá iba poseído de la más risueña esperanza, al ver lo felizmente que terminaba una aventura en la que su vida había peligrado. Pronto perdieron de vista las tiendas de los bandidos y el escondido valle en que se asentaban y siguieron su camino por lo más fragoso de la montaña.

El Fuerte refirió entonces a mi hermano que aquel bajá de Ermenec, que acababa de pagar sus culpas, era el causante de que él tuviera que vivir oculto en los montes, arrastrando existencia tan miserable. Orbasán había sido uno de los grandes señores de Ermenec, dueño de muchos bienes, afortunado esposo de una mujer muy bella y virtuosa y padre de varios hijos. Pero el bajá, envidioso de las distinciones que le dispensaba el Sultán, temiendo que llegara a conferirle, el bajalato en perjuicio suyo, fingió descubrir una conspiración contra la vida del soberano, en la cual supo presentar a Orbasán como principal culpable. Tan bien tramado estaba el vil embuste, que el Sultán, plenamente engañado, montó en tremenda cólera y ordenó que fuera cortada la cabeza de Orbasán y todos sus bienes confiscados. Lo supo éste a tiempo y pudo salvar su vida huyendo a la montaña, pero no estorbar que el bajá se apoderara de su cuantiosa fortuna, y lo que es peor y jamás hubiera podido pensar nadie, que redujera a esclavitud y diera después muerte a la esposa e hijos de Orbasán, el cual, desde entonces, sólo había vivido para castigar crímenes tan grandes.

—Figúrate si tienes que ser grato huésped para, mí —acabó diciendo— si has llegado a la tan anhelada hora de la justicia.

Entre tanto, habían alcanzado la cima de una montaña, desde donde se descubría dilatado panorama, al término del cual, fundiéndose con el cielo, aparecía la azul extensión del mar. Orbasán enseñó a Mustafá una blanca ciudad tendida a orillas del agua, en el fondo de ancho golfo.

—Allí tienes a Adalia —le dijo—. En menos de seis horas podrás alcanzarla.

Después, acercando cuanto pudo su caballo al de mi hermano, lo estrechó tiernamente entre sus brazos, deseándole la mejor suerte en su laudable empresa. Sacó del cinto la bolsa de oro de nuestro padre y su magnífico puñal ricamente labrado, y entregando ambas cosas a Mustafá, le dijo de este modo:

—Ahí tienes la bolsa que te quitaron mis gentes. Recibe también, como recuerdo mío, este puñal. Si alguna vez, donde, quiera que sea, te ves en situación en que te parezca que puedes necesitar de los servicios de mi amistad, no tienes más que enviarme como señal esta arma y al momento haré cuanto me ordenes. ¡Adiós y buena suerte!

Dio vuelta a su caballo y se alejó a todo galope, como un huracán, antes de que mi hermano tuviera tiempo de formular ninguna expresión de agradecimiento.

Lleno de emoción, abrió la bolsa y se encontró con que contenía tres veces más oro del que le había sido dado por nuestro padre.

Echó pie a tierra y se postró en el suelo, dando gracias a Alá, que tan manifiestamente lo había protegido, y suplicándole que no se olvidara de premiar al bandido por aquella acción generosa.

Llevado de alegres esperanzas, comenzó a bajar hacia Adalia.

III.

Iba cayendo la tarde cuando Mustafá entró por las puertas de la ciudad. Dejó su caballo en un parador, y con corazón palpitante fue en busca del mercado de esclavos. Pero por más que recorrió todos los puestos, de donde comenzaban ya a retirar los cautivos por la proximidad de la noche, no pudo descubrir a Fátima por ninguna parte.

Fue entonces hacia el puerto, para ver si encontraba quien le diera razón del barco corsario, y, al cabo de mucho indagar, dio en una taberna con un marinero que había visto el navío y el desembarco de una hermosa esclava, cuyas señas coincidían con las de nuestra hermana. Pero nada más sabía de ella sino que en el mismo muelle había sido adquirida, en una fuerte suma, por uno de los principales tratantes de esclavos.

Mi hermano recompensó con una moneda de oro aquella noticia tan animadora y se fue en busca del tratante que debía tener en su poder a Fátima. Lo encontró en el mercado, sentado en una estera, tomando el fresco a la puerta de su tienda.

—¡Ah! ¿También tú vienes preguntando por la esclavita de los piratas?— dijo riéndose al oír las palabras de Mustafá—.

¿Tú sabes lo que dices? ¿Dónde ibas a tener dinero para pagarla? Dos días en teros estuvieron disputándosela los señores más ricos de la comarca … Pero yo, cuantos más la querían mayor precio solicitaba. Hasta que esta mañana se presentó aquí el propio Tulicos, atraído por la fama de la asombrosa belleza de mi esclava, y me dio por ella tan fabuloso precio como jamás fue pagado en este mercado. Con que ya lo sabes. Si la quieres, ve a pedírsela al viejo Tulicos. Aunque, de mí para ti, por si quieres ahorrarte ese trabajo, te diré que no sé de qué se entusiasmaban tanto esos señores. Hay miles de muchachas más lindas que ella. Entra, entra en mi puesto, y verás dos esclavas circasianas cien veces más hermosas que la de los piratas.

Mi hermano, visitando, para disimular, la humana mercancía del tratante, fue informándose, como por curiosidad, de las circunstancias de la vida del dueño de Fátima. Supo que era un riquísimo anciano, alto funcionario de la corte del difunto Sultán, que se había retirado a vivir en un palacio campestre a pocas leguas de Adalia, luego de muerto su amo.

Mustafá, muy preocupado con lo que acababa de saber acerca del comprador de su hermana, se retiró a meditar a la posada donde había dejado el caballo. ¡La situación era infinitamente más ardua de lo que él se había imaginado! Contaba con rescatar a Fátima, mediante dinero, de manos de los piratas, no con que la hubiera comprado un riquísimo señor, para arrancarla a cuyo poder de nada servía el oro de su bolsa.

Caviló y caviló durante horas enteras en las tinieblas de la noche y ya habían cantado los gallos anunciando la aurora, cuando exclamó, dándose una gran palmada en la frente :

—Pero ¿no soy yo el vivo retrato del bajá de Ermenec? ¿Para qué había de haber consentido el Profeta en que fuera prisionero de los bandidos sino para que supiera esto?

En un momento tuvo concertado su plan. No bien fue día, salió por la ciudad, se compró ropa de lujo, como la que le había visto al bajá, adquirió dos esclavos, dos caballos, ricos jaeces… A media tarde, seguido de sus servidores, se encaminó hacia el castillo de Tulicos. Iba a presentarse a él como bajá de Ermenec, vivir algunos días en su casa, buscando ocasión en que pedirle o robarle a su querida hermana.

Dos horas después, descubrió el palacio del Visir, alzándose en medio de la llanura, no lejos del río. Edificios y jardines estaban cercados de altísimos muros, por encima de los cuales apenas lograban asomar las copas de los árboles. Mustafá se quedó en una pradera, a orillas del río, y mandó a uno de sus esclavos al castillo para que pidiera alojamiento, por aquella noche, en nombre del bajá de Ermenec. Momentos después, regresó su servidor, seguido del mayordomo de Tulicos y seis esclavos portadores de un rico palanquín, en el cual, respetuosamente, rogaron a mi hermano que consintiera en ser llevado.

Atravesaron el patio del castillo, donde había. una fuente monumental que echaba gran caudal de agua por sus doce caños, y por una rica escalera de mármol lo condujeron hasta el regio salón donde Tulicos lo aguardaba.

Aquel personaje recibió a mi hermano con las mayores muestras de amistad, lo hizo sentar en el principal asiento de la sala, y mientras no sirvieron la magnífica cena —en la cual había ordenado a sus cocineros que agotaran toda su ciencia culinaria— lo entretuvo con la charla más amena que cabe imaginarse. Era un gran señor, amable, jovial y alegre, que poseía el secreto de que a su lado parecieran las horas instantes.

Durante la cena, mi hermano llevó la conversación hacia el tema de la feria de esclavos y entonces Tulicos le refirió que acababa de hacer la adquisición de una verdadera joya: una esclava dotada de tan rara hermosura como nunca otra igual había contemplado.

—Lo único sensible —añadió— es que está poseída de la mayor tristeza. No hace más que llorar en todo el día, y con nada logro distraerla ni consolarla.

Poco después, mi hermano era guiado a la suntuosa estancia donde debía pasar la noche. El señor de la casa le había rogado amablemente que no le privara de su compañía tan pronto como al entrar había anunciado; que residiera en el castillo por lo menos una semana.

No hay que decir si estaría contento Mustafá de lo bien que se iba presentando la que había parecido irrealizable empresa, ni si habrá orado con fervor, lleno de gratitud por el patente auxilio que el cielo le prestaba. Se durmió pensando en su dulce Fátima, de quien, sin que ella pudiera sospecharlo, tan cerca se encontraba. ¿Qué medio habría para hacerle conocer su vecindad? …

Haría una hora que estaba descansando, cuando se despertó deslumbrado por el resplandor de una linterna. Se sentó con presteza en el lecho y creyó seguir soñando al ver delante de sí al vil hombrecillo de la tienda de Orbasán, que le saludaba con profundas reverencias y su sonrisa falsa.

—¿Qué se te ofrece? —gritó Mustafá echándose de la cama así que se hubo repuesto un poco de su asombro.

—Volved a acostaros, señor bajá. No os molestéis por mí —decía el hombrecillo deshaciéndose en cortesías—. Y ante todo recibid mi respetuosa enhorabuena. Creía haberos ahorcado, y hasta me parecía haber dejado vuestro cadáver pendiente de un pino del bosque, para columpio de los cuervos…

Mustafá le interrumpió secamente:

— ¡Pocas palabras! ¿Por qué estás aquí? ¿Qué se te ofrece?

—¡Ah! —dijo el otro—. ¿Te permites tratarme con desprecio? ¡Ahora veremos! Estoy aquí porque me cansé de aguantar fas soberbias de Orbasán y me escapé de su campamento mientras él te guiaba por los senderos de la montaña. Se me ofrece decirte que conozco tu superchería y sé a lo que has venido, porque estuve escuchando lo que en la tienda hablabas con Orbasán. Por tanto, si no me das por mujer a tu hermana (¡linda criatura, a fe mía!), en cuanto amanezca iré al cuarto de Tulicos y le contaré la historia de su huésped el bajá.

Mustafá estaba como loco de rabia y de dolor. ¡Cuando ya daba por segura la libertad de su hermana, venía aquel miserable a estorbarla!. No quedaba más que un camino para alcanzar su propósito: dar muerte a aquel vil gusano. Fuera de sí, se lanzó de la cama blandiendo su puñal, pero el hombrecillo, que ya debía contar con el golpe, dejó caer al suelo la linterna, con lo que quedó en tinieblas la estancia, y huyó por las galerías del castillo, gritando hasta desgargantarse:

— ¡Socorro! ¡ Socorro! ¡ Que me matan!

No había que perder un segundo. Iba la vida en ello. Las gentes del palacio comenzaban a alborotarse al oír los gritos del infame hombrecillo y presto vendrían en busca de Mustafá. Se vistió a escape; puso en el cinto su puñal y su oro, y saltó al patio por una ventana, cuando ya los servidores de Tulicos llegaban a las puertas de su cuarto.

Por fortuna, mi hermano no se hizo daño alguno en la caída y a todo correr se lanzó hacia la puerta del castillo, decidido a abrirse paso con su puñal. Pero los que la guardaban habían abandonado su puesto para ir al interior del castillo y ver de qué procedía tamaño alboroto, y Mustafá no tuvo más que descorrer los cerrojos y se encontró en la libertad de los campos. Corrió cuanto pudo, hasta que, agotadas sus fuerzas, fue a caer al pie de los árboles de un bosquecillo. Estaba salvado. Pero en el castillo quedaba Fátima, su amada Fátima, cuya liberación, ya tan próxima, sabe Dios si no se había hecho imposible para siempre…

IV.

Al principio, se dejó llevar Mustafá de una terrible desesperación, y lloró y gimió largo tiempo, dando por perdida a su hermana. Pero pronto se dijo que nada se remedia con lágrimas y que tenía que luchar por la libertad de Fátima mientras le quedara una gota de sangre.

Lo más urgente era desaparecer del país, no fueran a dar con él las gentes del castillo y lo prendieran o mataran. Salió del bosque y se marchó a buen paso a través de los campos en dirección a Adalia. Al amanecer entró en una aldehuela, cuyos habitantes salían con sus aperos a labrar los sembrados. Descansó un momento en un mesón, y, por parecerle que acaso podría serle útil para sus ulteriores tentativas, compró casi de balde un borriquillo negro que pacía en unos campos.

Caballero en su asno —si se puede decir caballero a quien en tan humilde cabalgadura cabalga—, entró hacia mediodía por las calles de Adalia y fue a posar en un escondido parador. Al compás de la marcha de su borriquillo, había ido pensando lo que tenía que hacer, hasta en sus menores detalles.

Comenzó por buscar un anciano vendedor de hierbas y drogas, de quien, a precio muy caro, consiguió un brebaje que producía un sueño en un todo igual a la muerte, salvo en que se disipaba pasadas unas horas, sin dejar mal alguno en quien lo había experimentado.

Después se compró una gran túnica negra, un bastón de camino y unas antiparras. Llenó una gran caja con frascos, paquetes de hierbas y botecillos con polvos y pomadas; puso en otra una calavera, un lagarto disecado, un astrolabio, libros en extrañas lenguas, redomas, retortas, matraces y otros utensilios raros, y luego de haberse teñido de blanco los cabellos y puesto unas grandes barbas con lo que no lo hubiera conocido ni su propia madre cargó las misteriosas cajas en su borriquillo y apoyándose en su cayada y con paso fatigado, recorrió a pie el camino del castillo donde estaba prisionera Fátima.

Pero antes de llegar a él, quiso ensayar su ciencia médica en la aldea más inmediata. Instaló su sabia pacotilla en el patio de la posada y anunció que estaba dispuesto a curar todos los males. En toda la mañana no dejaron de llegar dolientes, a los que mi hermano fue examinando con la mayor gravedad y explicándoles sus enfermedades en los más incomprensibles vocablos, con los que aquéllos quedaban convencidos de su profundísima ciencia. A nadie dejaba ir sin su remedio: cataplasma, polvos, untura o jarabe, que siendo inofensivos por naturaleza y aplicados, con fe, no dejaban de producir alivio en las primeras horas, cosa que hizo crecer hasta las nubes la fama del desconocido médico.

Ahora bien, entre los enfermos curados con las recetas del sabio Chacamancabudibaba —que era como Mustafá se hacía llamar— figuró uno de los servidores de Tulicos, que había ido con una comisión a la aldea, y no bien regresó al castillo contó a todos la gran novedad de la aparición de aquel sabio, de nombre endiablado, que tan maravillosas curas realizaba, como en sí mismo había experimentado. Hasta el propio Tulicos llegó la noticia, el cual, no bien la hubo oído, deseando consultar con él su salud y la de sus mujeres, mandó a su mayordomo a la aldea con orden de llevar el médico al castillo sin dilación alguna.

Cuando Mustafá recibió aquel recado, que tan plenamente satisfacía sus secretas aspiraciones, dijo, sin embargo, que no le era posible perder un día en visitar el castillo porque, con mucha necesidad lo esperaban en otra parte. Sólo cuando el mayordomo ofreció pagarle una suma de importancia se avino a acompañarle. Empaquetó con el cuidado más grande su tesoro de medicinas y luego de cargar en el borriquillo las cajas, fingiendo gran miedo a montar a caballo, se dejó llevar a ancas por el mayordomo.

Llegado al castillo, encerró en la habitación que le designaron sus preciosas cajas y bien pronto Tulicos vio venir hacia él a un anciano encorvado, que sólo gracias a su bastón lograba tenerse en pie, y hablaba el turco muy incorrectamente y con acento extraño.

Lo hizo sentar en un cojín a sus plantas, le preguntó cómo se llamaba, y al oír aquel extraño nombre, que no le fue posible retener por más que puso empresa su memoria, comenzó a sentir admiración hacia quien de tan rara manera se llamaba.

Chacamancabudibaba estuvo media hora diciendo, con solemne gravedad, las cosas más sin sentido y las palabras más enrevesadas. No fue menester más para que el dueño del castillo lo tuviera por famosísimo sabio y decidiera consultar con él a todas las mujeres de su serrallo.

Apenas cabía, en si de gozo mi hermano. ¡Iba a ver a su idolatrada Fátima y a poder administrarle el brebaje, llave de la puerta de su prisión! Pero siguió disimulando, y no perdió una tilde de su majestad de sabio.

Precedido por Tulicos, fue atravesando los salones del castillo hasta llegar a las puertas del serrallo. Pero ¡qué grande no fue su decepción al ver que el viejo castellano no le hacía pasar más adelante, sino que le dijo, señalándole un agujero redondo que había en la pared:

—¡Insigne Chacaltababa, o como te llames, mete tu mano por ese agujero y podrás ir tomando el pulso a cada una de mis esclavas y saber si está enferma o sana!

En vano el sabio Chacamancabudibaba le objetó que sin ver a las pacientes le era imposible diagnosticar con certeza acerca de su estado. Tulicos se mantuvo inflexible y se encerró en decir que buena dejaba su fama de sabio si no podía conocer la salud de cada persona con sólo tornarle el pulso. Visto que de no acceder a lo que quería el viejo, perdería aquella única ocasión de comunicarse con nuestra hermana, Mustafá se avino a proceder de aquel modo, pero exigió que le fuera dicho el nombre de cada esclava, pues le era indispensable saberlo para poder hacer con fruto sus investigaciones.

Llevaba tomado el pulso a diez o doce esclavas, y declarado que no las aquejaba padecimiento alguno, cuando el dueño del castillo mandó que al otro lado del muro colocaran a Fátima. Mi hermano, palpitante de emoción, tomó en la suya una manita tibia, blanda y suave. La acarició largamente, y, vuelto a Tulicos, con su gesto más solemne declaró que la dueña de aquella mano estaba amagada de grave enfermedad, que no tardaría en llevarla al sepulcro.

Tulicos, que sentía gran afecto por aquella esclava, suplicó a Chacamancabudibaba que no perdonara medio para devolverle la salud.

Mi hermano se retiró a su estancia, a pretexto de preparar un medicamento, y escribió en un papelito:

“Fátima. Estoy aquí para libertarte. Para conseguirlo, tienes que tomar una poción que te dejará como muerta durante muchas horas. Pero volverás a la vida, después, entre los brazos de tu hermano. Si quieres usar de este medio, no tienes más que mandar a decirme por un esclavo que los polvos que te entrego con este papel no te han aliviado y te enviaré aquella bebida. Ten confianza.”

Volvió, en seguida a la cámara, donde lo esperaba Tulicos, llevando, en una cajita, unos inofensivos polvos blancos. Tomó otra vez el pulso a la enferma y le puso debajo del brazalete el papel que había escrito, le entregó después la caja de los polvos y se separó del agujero de la pared con aire preocupado.

—Chacandababa —dijo el señor del castillo—, respóndeme francamente: ¿Cómo encuentras a mi querida Fátima? Mustafá le contestó, lanzando un suspiro:

— ¡Ay, señor! Imploremos el auxilio del Profeta, porque me parece que se inicia en ella un enfebricitamiento claustral y empireumático, mal que siempre tiene terrible desenlace.

—Pues óyeme bien, Chacalambaba o como demonios te llames: si no le salvas la existencia, te hago colgar de una almena de la más alta torre de mi castillo.

—Me tratarás como se te antoje —respondió humildemente mi hermano—. No por tus amenazas, sino por cumplir con mi deber, haré cuanto quepa en lo humano por devolverle la salud. Pero si, pese a mis esfuerzos, tuvieran prescrito los cielos el término de su vida, quiero prevenirte que hagas llevar inmediatamente fuera del castillo su cadáver, pues todas tus mujeres fallecerían de idéntico mal si sólo una hora aquí quedara.

Estaban hablando así, cuando se presentó un esclavo negro del serrallo, el cual anunció que los polvos no habían servido de nada y que Fátima se retorcía en su lecho presa de terribles dolores.

—Usa de toda tu sabiduría, Chascalababa— imploró Tulicos—, y te recompensaré regiamente.

Mustafá volvió a su estancia y entregó al esclavo negro la redomilla del somnífero brebaje.

—Con este elixir —le dijo a Tulicos—, se calmarán sus dolores y pasará tranquila la noche. Pero eso no basta: voy a ir ahora mismo al río en busca de unas salutíferas hierbas que crecen en sus márgenes. Con un cocimiento de ellas quedará curada. Ahórcame como me has anunciado si de este modo no la salvo.

Anochecía cuando llegó a la orilla del río. Se quitó su túnica y sus barbas y lo arrojó todo al agua. Después, con mil cuidados, para no ser visto de nadie, se fue al rico panteón que Tulicos se había hecho construir en el cementerio de la aldea, y, abrasado de impaciencia, se escondió detrás de un sepulcro, esperando que llevaran dormida a su amada hermana.

Haría una hora que Chacamancabudibaba había salido del castillo, cuando hicieron saber a Tulicos que parecía agonizar su esclava Fátima. En seguida mandó un batallón de esclavos al río, con hachas encendidas, para que le trajeran al médico sin perder un instante. Pero los servidores, después de haber registrado a la luz de sus antorchas todos los matorrales de la orilla, volvieron diciendo que el sabio médico debía haberse ahogado, pues no habían encontrado otro rastro de él que su túnica y su cayada, detenidas en un remanso entre las raíces de los árboles, y, ¡gran maravilla!, les había parecido ver en medio de la corriente sus magníficas barbas blancas flotando encima de las ondas, como un ánade.

Así que oyó Tulicos que nada se podía esperar del médico, lanzó furiosos gritos, maldiciéndose a sí y a todas las cosas, se arrancó a puñados la barba, se dio de calabazadas contra las paredes, pero con ello no curó a la enferma; poco después, Fátima exhalaba su último aliento.

Tulicos ordenó que la enterraran en aquel mismo instante, aunque la noche iba ya muy avanzada. Cuatro esclavos la llevaron al panteón en un palanquín, y se disponían a darle sepultura, cuando les pareció oír unos lastimeros gemidos, que brotaban de un sepulcro, y, muertos de miedo, se volvieron al castillo, dejando a Fátima sobre las losas del suelo.

Mustafá —que no era otra el ánima que se quejaba— se acercó loco de alegría al sitio donde habían depositado a Fátima; se postró a su lado en tierra y para facilitar que volviera a recobrar sus sentidos, le hizo aspirar el contenido de un frasco que a prevención llevaba. Bien pronto la presunta muerta comenzó a respirar dulcemente, volvió el calor a sus manos, que parecían de mármol. Luego lanzó un gran suspiró y se sentó en el suelo, exclamando toda azorada:

— ¡Dios mío!… ¡Dios mío!… ¿Dónde me encuentro?

Mustafá la estrechó contra su seno.

—No tengas miedo, querida Fátima, que estás con tu hermano.

La dejó descansar algún tiempo y cuando le pareció que estaría ya un poco repuesta, la tomó en sus brazos para llevarla hasta la aldea, donde había dejado comprado un caballo, al lucir allí su sabiduría médica.

Salió del panteón con su dulce carga. La luna, en cuarto menguante, navegaba suavemente por los cielos. A su triste luz se miraron libertador y libertada, y …

—¡Maldición! —bramó Mustafá—. ¡Si esta, no es mi hermana!

—¡Santo cielo! —exclamó la joven—. ¡Si éste no es mi hermano!

V.

¡Tantos esfuerzos para libertar a una desconocida! Tal fue la desesperación de Mustafá, que se dejó caer por tierra y prorrumpió en convulsivos sollozos. ¡Dios mío! ¡ Dios mío!, ¿Cómo hacer ahora para volver a entrar en el castillo? ¿De qué medio valerse, si apenas le quedaba un ochavo? Creía morir de rabia.

La desconocida no sabía que hacer para aplacarlo. Le contó que también ella había sido robada de casa de sus padres hacía pocos meses; que también ella tenía un hermano querido de quien siempre había esperado que vendría a libertarla.

La identidad del caso de la desconocida con el de su hermana aplacó la furia de Mustafá y le hizo considerar sin ira a la esclava a quien había salvado. La vio pálida y temblorosa, implorando calladamente misericordia con sus ojos llenos de lágrimas. Pensó en que su hermana podía llegar a estar así delante de otro hombre … La fatalidad y no ella había sido la culpable. Ya vería después cómo librar a Fátima … Lo urgente era poner a salvo a aquella desdichada a quien, sin quererlo, había libertado.

Fueron hasta la aldea donde había comprado el caballo y montó en él, llevando a las ancas a la nueva Fátima. Cuando los del castillo pudieran darse cuenta de la desaparición del cadáver, ya estarían ellos seguros en una posada de Adalia.

Allí explicó la muchacha cuál había sido la causa del error. Tulicos mudaba el nombre de todas sus esclavas. A ella, que era Zoraida, le había puesto Fátima, llamando Nurmahel a nuestra hermana.

—Pero no pierdas la esperanza—siguió diciendo Zoraida—, que yo puedo indicarte un medio seguro para que libertes a Fátima. Eso sí, no podrás ir solo; necesitas la ayuda de dos o tres hombres y todos debéis ir armados.

Le refirió entonces que, a fuerza de astucia, pensando en fugarse, había logrado descubrir que el agua que manaba de la gran fuente del patio de palacio era conducida hasta allí por una galería desde la colina que se alzaba a media legua del castillo, hacia el Oriente. El punto en que nacía el manantial en la colina se reconocía porque estaba rodeado de álamos. El arranque del acueducto era cerrado por una fuerte reja, pero una vez arrancada, era muy fácil llegar por la galería hasta el castillo. A unas diez varas del sitio de desagüe en la fuente, había un sillar que servía de registro para limpiar el caño. Removiéndolo desde dentro, cosa que bien podía ser hecha entre dos o tres hombres, se estaba en el patio del castillo. Muchas veces había pensado Zoraida animar a varias de sus compañeras para escaparse todas juntas por la galería de las aguas, pero había dejado de hacerlo temiendo que saliera vano su intento y fuera espantoso el castigo que les infligiera Tulicos. ¡Se estremecía de pensarlo!

Mustafá había vuelto a recobrar sus ánimos. No se cansaba de pedir nuevos detalles a Zoraida. Una vez en el patio, era sencillo el orientarse. Forzando la quinta puerta a la izqui1erda de la escalera principal, y tomando por una galería que arrancaba hacia la derecha, la tercera puerta a la izquierda era la del dormitorio de nuestra hermana. Mustafá grababa hondamente en su memoria aquellos detalles.

Un solo pensamiento lo traía desvelado. Apenas le quedaba ya dinero alguno, y, sin él, ¿cómo encontrar en tierra extraña quien quisiera ayudarlo?

Su mano tropezó entonces, por casualidad, con el mango del puñal que llevaba al costado.

— ¡Ah! ¡Ya sé lo que he de hacer! —se dijo—. Acudiré a Orbasán.

Recomendó a Zoraida que no saliera del cuarto del mesón en los tres o cuatro días que duraría su ausencia y se despidió de ella, dejándole, para sus necesidades, todo el dinero que le quedaba. Montó a caballo y se lanzó por las sendas de la montaña en busca del dueño del puñal.

Cuando llegó al vallecito, el Fuerte estaba cenando en su tienda. Recibió a Mustafá con muestras de gran cariño y luego de haberle hecho cenar en su compañía, le preguntó a qué era debida su visita inesperada.

Mi hermano sacó de su cinto el puñal, y mostrándoselo le dijo:

—Vengo a recordarte la promesa que me has hecho cuando nos separamos. Necesito que me proporciones tres o cuatro hombres capaces de realizar una peligrosa hazaña.

—¡Cuenta con ellos! —respondio el Fuerte—. Pero ¿qué te propones hacer?

Entonces, mi hermano le fue narrando la historia de sus vanos intentos por libertar a Fátima. Orbasán lo escuchaba con gran interés, celebrando mucho las invenciones de Mustafá, en especial la del sabio Chacamancabudibaba, con la que se rió de muy buena gana. Pero se llenó de ira al conocer la perfidia del hombrecillo.

— ¡Ah! —exclamó—. ¡Con que ese miserable está en el castillo de Tulicos! Me alegro saberlo, pues tengo que arreglar con él una cuestión muy grave. Figúrate que reveló a la justicia de Ermenec dónde se esconden los matadores del bajá y preparan un ejército para venir a castigarnos. ¡Bueno es que encontrarán sin pájaros la jaula! Yo mismo iré en tu compañía mañana, con seis de mis hombres mejores, y que tiemble ese mal bicho si damos con él al querer libertar a tu hermana.

Al rayar la aurora, se pusieron en marcha, montando excelentes caballos y todos muy bien armados. Antes de bajar al llano se dividieron en dos grupos para que no produjera sospechas en las gentes del país la presencia de tanta gente de armas; pero se citaron a prima noche en la colina de los álamos.

Una vez allí, pronto encontraron el acueducto; desplazaron con unas palanquetas las rejas de la entrada, y dejando uno de los bandidos al cuidado de los caballos, Mustafá, Orbasán y sus otros cinco acompañantes, provistos de linternas, se internaron por la galería de las aguas. No era cosa cómoda el viaje, pues por el acueducto corría un verdadero río, y en muchos pasos estuvieron metidos en agua hasta los hombros. Llegados al final de la galería, lograron, no sin grandes esfuerzos, alzar el sillar que les había señalado Zoraida, y salieron al patio de palacio todos empapados en agua. La casa entera parecía sumida en el más profundo, sueño.

—Ya lo sabes, Orbasán—murmuró mi hermano—; la quinta puerta a la izquierda de la escalera principal.

—Justo—respondió aquel—; y la tercera, al mismo lado de la galería de la derecha.

Fueron contando los huecos a partir de la escalera; pero se encontraron con una puertecilla tapiada y no supieron si debían prescindir de ella, pues nada les había advertido Zoraida. Orbasán opinaba que debía entrar en la cuenta. Mustafá, que había que dejarla.

—No perdamos tiempo en inútiles discusiones —dijo Orbasán—. Abriremos las dos, si es necesario.

Con pasmosa habilidad y silencio hicieron saltar la cerradura de la primera puerta y entraron por ella con las espadas desenvainadas. Cuatro esclavos negros dormían en el suelo, al parecer borrachos; acurrucados en un rincón, temblando de miedo, descubrieron al vil hombrecillo que tanto daño les había causado.

— ¡Ah, maldito! —rugió Orbasán, agarrándolo—. ¡Te hemos pillado!

En un momento estuvieron amarrados y amordazados los cuatro durmientes, que apenas un gruñido lanzaron. El hombrecillo pedía misericordia, levantando las manos.

—Luego nos veremos tú y yo —le dijo El Fuerte—. Ahora, si no quieres morir en ,este mismo instante, dinos por dónde se va al cuarto de la esclava Nurmahel, con quien querías casarte.

El hombrecillo explicó obsequiosamente —que se habían equivocado de entrada. La puerta que habían abierto y la que estaba al fondo de aquella antecámara, cerrada con tantas llaves, correspondían al lugar donde Tulicos encerraba sus riquezas, y aquellos dormidos esclavos la custodiaban. Pero él, el hombrecillo, que se había propuesto huir del castillo aquella noche, les había hecho beber hasta embriagarlos, para poder entrar en el tesoro de su amo y cargar, con cuanto le permitieran sus fuerzas, de las joyas que allí estaban guardadas.

—Tengo las llaves, Orbasán —acabó diciendo—, y te las daré si juras no matarme.

—No he venido a robar, sino a servir a un amigo —dijo aquél con furor—. Pronto, pronto, respóndeme. ¿Dónde está Nurmahel?

—Tenéis que abrir la puerta que sigue a ésta —dijo el hombrecillo—; pero es tan firme, que no sé si podréis lograrlo. ¡Con decir que Tulicos no cree necesario dejar en ella, guardia!

La puerta sería firme, no hay que dudarlo; pero antes de cinco minutos estuvo abierta, y Mustafá, seguido de los hombres de Orbasán, se precipitó veloz por ella. Recorrió la galería de la derecha, abrió la puerta que le había dicho Zoraida. Creyó morir de alegría cuando tuvo entre sus brazos a su hermana, que se despertó toda asustada.

— ¡Cállate… ! ¡Por Dios, cállate… ! —le decía Mustafá al oído, tapándole la boca con las manos. Soy yo, que vengo a libertarte … Mustafá…, tu hermano.

Fátima conoció la querida voz fraternal, no bien estuvo por completo despierta, le devolvió con ternura sus caricias y se dejó llevar en sus brazos.

Mustafá salió corriendo al patio, donde ya Orbasán le esperaba.

— ¿La has encontrado? — preguntó aquél—. Pues marchémonos, que mi venganza también queda realizada.

Volvieron a recorrer, con toda felicidad el acueducto. Los caballos los llevaron a Adalia, donde mis dos hermanos, llenos de gratitud, se despidieron llorando del generoso Orbasán, sin cuyo auxilio jamás habrían logrado encontrarse, y en una nave que se hacía a la vela para nuestra ciudad natal, se embarcaron en compañía de Zoraida.

La travesía fue breve y afortunada. En un puerto en que hizo escala el buque quedó Zoraida, en casa de unos parientes, hasta encontrar ocasión en que trasladarse al lado de sus padres. No hay que decir si habrán sido tiernos los adioses. Pocas horas después Fátima y Mustafá abrazaron a nuestro anciano padre, quien no quería creer a sus ojos, al verlos en su presencia.

—Yo te bendigo, amadísimo hijo —dijo llorando a mi hermano, así que supo, la historia de la libertad de Fátima—, y quiera Dios que tu noble ejemplo sirva para que nunca falten criaturas como tú, dechado de valor, de abnegación, de ingenio y de ardiente cariño fraternal.

FIN