I.

No hay divinidad a quien se rinda culto más sincero y universal que a la Fortuna. Los hombres desde que empiezan a serlo, en lo que llaman edad de la razón le consagran la vida. Fortuna en cambio con la esperanza les atrae, con la codicia les excita, con la molicie les corrompe, o con la soberbia les ciega, hasta que enseñoreada de ellos, les deja unas veces que realicen su ambición y otras que satisfagan su apetito. Nadie la desprecia sin que le llamen loco, a ninguno que la logra se le considera necio; de unos se deja conseguir por la astucia, a otros se somete por capricho, los más se arrojan a conquistarla, los menos procuran merecerla: es tal su perversión que gusta de que la tomen por fuerza, y es tan grato su imperio y son tan dulces sus halagos que luego de poseída no hay debilidad en que el animoso no incurra por conservarla, ni fortaleza que el apocado no intente por no perderla. Sus amantes son infinitos, y a ellos se entrega como cortesana que ni cuida de escogerlos, ni piensa en lo que le sacrifican, ni estima lo que les concede, ni repara en cuándo se lo quita. Con unos parece que se encariña desde que nacen, y les colma de dones toda la vida: a otros sonríe sólo en la vejez para amargarles la muerte; y hasta más allá del sepulcro llega su influjo, pues ni deja que sea cada cual llorado según su mérito ni reparte con justicia la gloria. No hay grande de la tierra, por ensalzado que esté, a quien no pueda poner más en alto todavía; ni humilde, por bajo que se halle, a quien no sepa encumbrar sobre el primero. Reparte sus dones unas veces complaciéndose en detenerse para colmar deseos, y otras los deja caer a la carrera para que queden las alegrías truncadas y los placeres incompletos. Pasa estúpidamente desde la prodigalidad a la avaricia, y desde la esplendidez a la miseria: su amor ciega, su desdén mata, a unos envilece, a otros trastorna; es la eterna Dulcinea engañosa para nuestra locura, y encantada para nuestra razón: niega lo que se le implora, da lo que no se le pide, todo lo tiene, y todo lo derrocha. Sólo dos cosas negó la Naturaleza a la Fortuna, que ni puede hacer generoso al mezquino, ni consigue acallar el remordimiento en la conciencia del malvado.

 

II.

Pero ya no es Fortuna la gloriosa divinidad pagana que recibía culto en las aras ceñidas de mirto, ni recorre el mundo en una rueda, mostrando desnuda la majestad de su hermosura: se ha hecho un palacio que es centro y emporio de las grandezas modernas, y en vez de un santuario de diosa habita un camarín de cortesana, donde por ásperas cuestas y empinadas pendientes suben los que la solicitan echándose a la espalda cuanto les pesa o les estorba. La ambición les guía, el amor propio les alienta, el egoísmo les sostiene, la impudencia les basta, y entre los riscos del camino se van dejando, sin sentirlo, la hombría de bien, la amistad y el cariño. Muchos emprenden la jornada: los más se rinden, pocos la terminan, y al llegar con el corazón helado por el frío de la cumbre, se desvanecen con la altura, imaginando ver empequeñecido y diminuto lo que dejaron en el llano. Luego Fortuna les atormenta con esquiveces, les engolosina con veleidades, y tanto se hace desear, o pone tal precio a sus caricias, que algunos al conseguirla, echan de menos lo que inmolaron por gozarla. Unos le sacrifican la honradez, otros la fe; quién ahoga brutalmente la concienciar el que menos, pierde por ella la vergüenza. Es, en fin, la gran ramera de la vida, que se resiste al esforzado, se entrega al ruin, a cualquiera se vende, y hasta de largo en largo se deja conquistar por el bueno, convirtiéndolo en blanco de envidiosos.

 

III.

En cierta ocasión se enamoraron de Fortuna tres hombres: Carlos Tizona, mozo de arrojo extraordinario, para quien la mejor razón era la espada: el doctor Infolio, que sin ser viejo casi lo parecía de tanto haber estudiado; y un tal Lepe, último vástago de una familia proverbial por lo lista. Tizona de todo era capaz, Infolio no ignoraba nada, y a Lepe se le ocurría siempre lo mejor; de suerte que si las condiciones de los tres se reuniesen en uno, fácilmente se hiciera señor del mundo. Eran, por sus distintas facultades y por el grado en que las poseían, la personificación de las tres potencias más enérgicas y eficaces de la vida: el valor, que nada teme; el trabajo, que de todo triunfa, y el ingenio, que allana cuanto intenta.

Al enterarse, cada uno de ellos de que también amaban los otros a Fortuna, faltó poco para que vinieran todos a las manos. Tizona quiso esgrimir la de su nombre, Infolio perdió la serenidad, y a Lepe le descompuso la ira. Ya iban a reñir, cuando este último, en un instante de lucidez les dijo de este modo:

—¿Por qué luchar y aborrecernos si aún no sabemos en cuál se ha de fijar Fortuna? Seamos amigos, hasta que ella escoja, por lo menos; no sintamos la envidia antes de que haya quien saboree el placer. Emprendamos juntos la jornada, si queréis, o siga cada cual la senda que le acomode hasta llegar al palacio de Fortuna.

—Yo no voy con vosotros—gritó Tizona sin ocultar su pensamiento—pues sé un atajo por dónde, si no me estrello, llegaré enseguida.

—Yo—replicó Infolio—quiero también ir solo, porque en largos años de trabajo he discurrido un mecanismo para subir las pendientes sin esfuerzo.

Oído lo cual, añadió Lepe:

—Pues vaya cada uno por su lado; alguien he de encontrar que me lleve en coche o a la grupa, que yo no subo andando.

Despidiéronse con la sonrisa en los labios, aunque odiándose, y puesto el pensamiento en su ambicioso propósito, emprendieron a hora distinta y por diversos lugares el camino.

 

IV.

Pasó mucho tiempo, sin que ellos mismos pudieran precisar el número de años transcurridos: porque las esperanzas y fatigas les hicieron perder la cuenta, hasta que una mañana, cuando menos lo esperaban, al dar vuelta a un recodo, se encontraron casi simultáneamente en la esplanada que rodeaba el alcázar dónde vivía la dama de sus pensamientos.

Lepe llegó el primero, y al parecer de buen humor, pero con los labios plegados por una sonrisa de incredulidad que daba pena; Infolio era un anciano achacoso, gastado e impotente para gozar lo que soñaba; Tizona traía melladas las armas, el cuerpo cosido a cicatrices, y alguna herida fresca todavía.

Saludáronse ceremoniosos, sin mostrarse simpatía ni sentir rencor: ninguno preguntó a los otros la historia de su viaje, y como Dios o el diablo les dieron a entender, procuraron entrar en el recinto misterioso.

Tizona, viendo cerradas las verjas, a riesgo de matarse, escaló una ventana: Infolio, dijo tan admirables cosas propias y ajenas, colocándose ante la puerta, que sus hojas, dejándole paso, se abrieron solas, y entonces Lepe se coló dentro astutamente.

A los pocos momentos estaban en la antecámara del ídolo. Sólo les separaba de él una cortina sutil e impenetrable, que cayendo desde la techumbre hasta el suelo, semejaba el velo de un lugar sagrado.

Ninguno se atrevió a descorrerla, y absortos de estupor, febriles de impaciencia, esperaron, fija la vista en los amplios pliegues que ponían estorbo a sus deseos.

De pronto, se abrieron los paños como rasgados de alto a bajo, y dejaron ver un instante el ámbito de la estancia que ocultaban. El santuario de Fortuna era una alcoba. Hacia el fondo sonó el estallido desigual de un beso doble, y enseguida, salió tranquilamente un hombrecillo insignificante, feúcho, pequeñuelo y vulgar, que con aire de triunfo venía estirándose los puños y acariciándose la barba. Entonces los que esperaban se avalanzaron hacia él entre humillados y rabiosos gritando y preguntándole a grandes voces:

—¡Profanación!

—¿Quién eres?

—¿Por dónde has subido?

Mientras el feliz mortal, mirándoles sin comprender su indignación, respondía con la mayor frescura:

—Soy Perico Mediano, y he subido por la escalera de servicio.