Lunes, 9 de Mayo de 1892, tomó don Cándido posesión de su curato en Santa Cruz de Lugarejo, ocupándose inmediatamente en arreglarse la casa con los pobres y viejos muebles que trajo en una carreta del pueblecillo donde vivió hasta entonces, siendo amparo de necesitados y ejemplo de virtuosos. Durante más de cuarenta y ocho horas, nadie se dio cuenta de que allí había cura nuevo.

Algunos días después, las pocas personas que le vieron y hablaron esparcieron la voz de que parecía buena persona. Y no se equivocaban los que tan presto formaron de él juicio favorable, porque don Cándido era un bendito. Por su estatura, rostro y porte traía a la memoria el retrato que hizo Cervantes de su Hidalgo inmortal. También don Cándido frisaba con los cincuenta años y era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador, y si no amigo de la caza, como don Quijote, incansable en el ejercicio de buscar tristezas para aliviarlas.

Sus condiciones morales todas buenas: la piedad sincera, el trato afable, el lenguaje humilde, la caridad modesta, y en todo tan compasivo y tolerante, que, con ser grande el respeto que imponía, aún era mayor la cariñosa confianza que inspiraba. Su ilustración no debía de ser extraordinaria. En un cofrecillo muy chico cabían los libros que poseía, siendo el de encuadernación más resentida por el continuo uso y el de hojas más manoseadas, los Santos Evangelios. Ni los Padres de la Iglesia ni los excelsos místicos le deleitaban tanto como aquellos sencillos versículos que ofrecen, a quien sabe leerlos, mundos de pensamientos encerrados en frases sobrias.

Todos los días, en seguida de comer, don Cándido, apoyado en el alféizar de la ventana de su cuarto, releía y meditaba un par de capítulos de San Marcos o San Mateo. Luego dejaba el libro, y tomando el sol y fumando cigarrillos pasaba el rato entretenido en observar cómo trabajaban unos cuantos picapedreros que, en un solar contiguo y vallado, tenían establecido al aire libre su taller.

Habíase derrumbado meses atrás un arco de la capilla de la iglesia; cierta señora piadosa legó fondos para reconstruirlo, un arquitecto de la ciudad vecina iba de cuando en cuando a inspeccionar la obra, y en aquel espacio inmediato a las habitaciones de don Cándido estaban, resaltando por su blancura sobre la verde y felpuda hierba, los bloques de caliza que poco a poco iban convirtiéndose en claves, dovelas, salmeres y trozos de archivolta.

Allí, desde la mañana hasta la tarde, exceptuada una hora al medio día, se escuchaba continuamente el ruido múltiple y monótono formado por los mazos y las martillinas al chocar con las piezas de cantería: el sol lo iluminaba todo, lanzando acá y allá las sombras rectangulares e intensas de los tinglados de estera bajo que se resguardaban los peones, y a ratos de entre aquel rudo concierto que forman el hierro hiriendo, la piedra partiéndose y el eco resonando, se alzaba el canto bravío y triste de una copla medio ahogada por el zumbido del trabajo como un suspiro entre las penas de la vida.

Durante los cuatro últimos días de la primera semana que pasó don Cándido en Santa Cruz de Lugarejo no dejó de asomarse para contemplar a los canteros, y si alguien le observase de cerca, acaso por la emoción reflejada en su rostro, pudiera sospechar que aquella tarea dura y penosa despertaba en el alma del cura una emoción dulce y compasiva.

El domingo, primero que allí pasaba el sacerdote, salió muy temprano de casa, dijo misa, dio un paseo largo, comió más tarde que de costumbre, y poco antes de concluir, cuando al levantar el mantel le trajo el ama los fósforos y el bote de picadura, oyó que comenzaba a resonar al principio aislado y débil, luego nutrido y fuerte, el ruido que producían los canteros picando y labrando piedra en el solar vecino.

«¡Hasta en domingo!»—murmuró triste y sorprendido don Cándido: y asomándose a la ventana gritó al trabajador más próximo:

—¡Eh! ¡Buen amigo! Diga Vd. al maestro, capataz o lo que sea, que haga el favor de subir aquí un instante.

Momentos después estaba el maestro cantero en el comedor del cura. Obsequiole éste con queso nuevo y vino añejo, diole un pitillo del grosor de un dedo y en seguida violentándose, forzando su propio natural, le reprendió con la poca y tímida aspereza que su bondad, permitía, diciéndole:

—¡Qué falta de religión… y qué vergüenza! ¡Trabajar en domingo!

El obrero, disgustado por la reprimenda, pero cohibido por el agasajo, repuso humildemente:

—¿Y qué le vamos a hacer, señor cura? Trabajamos cobrando al entregar las piezas terminadas, ganando tiempo… el jornal es corto, el pan caro… y cuando menos se piensa nace un chico. Aquel grandullón rubio—añadió acercándose a la ventana y extendiendo la mano—tiene cinco; el de al lado, tres; el cojo de enfrente mantiene a sus padres… y así todos. Créame Vd., señor cura, en tripa vacía y hogar sin lumbre no hay fiestas de guardar.

Quedose perplejo don Cándido, y haciendo al fin un esfuerzo por parecer enojado, contestó:

—A pesar de eso. ¡En domingo no se trabaja! ¿Y cuántos sois?

—Doce.

—¿Cuánto gana cada uno? En junto: ¿cuánto importan los jornales de hoy?

El cantero sacó la cuenta por los dedos, y repuso:

—Ciento quince reales.

Don Cándido se dirigió a su alcoba, abrió un vargueño, sacó de un cajón un bolsillo de seda verde con anillas de acero, tomó de su contenido aquella suma, y se la entregó al maestro con estas palabras:

—Toma: que rece cada uno un Padre-Nuestro, y marcháos a descansar. ¡No profanéis el día del Señor!

A los cinco minutos el taller estaba desierto.

Al domingo siguiente, cuando don Cándido subió a desayunarse, luego de decir misa, oyó asombrado el rumor que al trabajar producían los picapedreros, y frunciendo el entrecejo, murmuró:—«¿Hoy también?»

La escena que siguió fue igual a la ocurrida ocho días antes. Llamó al maestro, le reprendió más duramente, fue a la alcoba, y dio el dinero para que el taller se despejara. Los trabajadores se marcharon alegres, algunos a sus casas, los más a la taberna; el bolsillo verde quedó vacío, y el cura asomado a la ventana pasó un rato contemplando aquellas piedras; que según las miraba debían de tener para él oculto y misterioso encanto.

Durante la semana siguiente, el trabajo cundió tanto que casi quedó limpio el solar. El nuevo arco de la iglesia estaba a punto de terminarse.

Sin embargo, al tercer domingo aún comenzó más temprano el golpeteo seco y metálico de la herramienta sobre la piedra; pero el ruido era mucho más débil: sin duda trabajaba poca gente.

Corrió don Cándido a la ventana y vio que solo había un hombre ocupado en labrar y afinar una pieza en forma de dovela, con tanta priesa y tal afán, que ni tomaba instante de reposo ni levantaba siquiera la cabeza.

Entonces bajó y acercándose al obrero le preguntó de mal modo:

—¿Has quedado tú para simiente de judíos? ¿Por qué trabajas?

—Señor—respondió el cantero—ayer quedó concluido todo: mañana lunes, de madrugada, se hace la entrega: sólo falta esta dovela por culpa mía, porque… he estado entre semana dos días enfermo. Y hoy tengo que acabarla, antes de la puesta del sol… para cobrar, porque ayer no quisieron pagarme… ni me pagan hasta que acabe.

Dicho lo cual, bajó la cabeza, inclinó el cuerpo y siguió picando.

—¿Y si no concluyes hoy?

—El trastorno es lo menos: lo malo es que no cobro, y en casa hace falta.

Quedose don Cándido pensativo. Las cuentas que echó y los cálculos que hizo sólo él podría decirlos: debió de recordar que el bolso verde estaba vacío; acaso se dijo que la verdadera limosna es la que no con dinero, sino con el propio esfuerzo se hace… Tal vez vinieron, a su pensamiento memorias a él solo reservadas… Ello fue que mirando compasivamente al cantero le dijo en voz baja, como confiándole un secreto:

—Mi padre y mis hermanos fueron canteros… Cuando chico, yo también aprendí, el oficio. ¡Yo te ayudaré!

Y recogiéndose las mangas cogió un puntero, empuñó un mazo y empezó a picar la piedra.