Conocí a Enriqueta, por mal nombre «la Vistosa», cuando estaba en relaciones con mi amigo Perico, hombre tan celoso que se le antojaban los dedos huéspedes, lo cual unido a ser la muchacha demasiado comunicativa me hizo tratarla con exquisita precaución, deseoso de que por ningún pretexto se me pudiese acusar de un delito que yo era incapaz de cometer.

Los negocios para que estábamos asociados, hacían necesario que Perico y yo nos viésemos a menudo; algunos días iba a comer con él, es decir, con ellos, pues vivía maritalmente en compañía de Enriqueta. Pocas mujeres tan agradables he conocido; sobre todo, tan listas. Pronto se dio cuenta de la extremada prudencia con que yo le dirigía la palabra, de mi empeño en esquivar todo exceso de confianza y del exquisito cuidado que ponía para que nunca nos quedásemos solos. Mortificada sin duda por suponer que en mi excesiva cautela había un fondo de mal disimulado desprecio, procuró desvanecer la prevención de que yo pudiera estar animado contra ella.

Una noche, en que creí encontrarles a ambos la hallé sola: hasta después de estar sentado en su gabinete no me dijo que Perico había salido, y cuando quise marcharme añadió entre seria y burlona:

—¡Quiá, amiguito! tenemos que hablar. Aunque ese es un turco y Vd. todo un caballero, lo cual explica que Vd. me hable siempre con indiferencia o sequedad, como me consta que no es Vd. hipócrita ni intolerante, sino que tiene Vd. manga ancha y caridad para ciertos pecados, no me cabe la menor duda de que cuando Vd. me trata con el… con el desvío, con la antipatía, que me demuestra, es porque tiene de mí muy mala idea.

Quise interrumpirle y no me dejó, siguiendo de este modo:

—Sí; le habrán hablado a usted mucho de mí; me lo figuro. Hay maldicientes de las mujeres honradas, que las calumnian por despecho de deseos frustrados, hasta por vanagloria, ¿y no los hemos de tener las que somos… cualquier cosa? Pero yo no quiero que usted tenga mala idea de mí… ¡Cuántas cosas le habrán a Vd contado! ¡Que soy interesada, codiciosa, egoísta, fría, insensible hasta el punto de que por mi culpa se suicidara un hombre! Vamos, que casi le puse yo el revólver en la mano, diciéndole.—«Anda hijo, ¿a que no te matas?» Pues no me remuerde la conciencia. Soy alegre, por oficio, cuando no estoy sola; tengo cosas, como dice la gente, porque a falta de consideración algo hay que tener en la vida para no morirse de tristeza. Conque, oiga Vd., y júzgueme como quiera.

Se puso muy seria y hablando con una mezcla de lealtad y desvergüenza que daba pena, siguió diciendo:

—No he conocido a mi madre. Mi padre era comerciante; se retiró de los negocios con una renta de cuatro mil duros. Tenía un amigo de alguna más edad que él y muchísimo más rico, don Ulpiano García Pignorado, el banquero de quien habrá Vd. oído hablar. Papá le nombró, al morir, tutor mío; yo tenía entonces quince años. Mi padre creía que don Ulpiano era honrado y de superior entendimiento… en su honradez, pudo creer, porque mientras él vivió aquel señor no sufrió reveses de fortuna, que son los que ponen a prueba la verdadera hombría de bien: lo de considerarle como inteligencia superior no me lo explico más que por una cosa: mi padre era débil de puro bondadoso; uno de esos hombres que ni desconfian de nadie ni saben decir que no; y don Ulpiano era de carácter duro, áspero: papá confundiendo la dureza con la energía, creyó de buena fe admirar, y hasta puede que envidiase, la cualidad opuesta a la que formaba la base de su carácter. Para que pueda Vd. darse cuenta de la condición de aquel tío, de don Ulpiano, bastará un rasgo. Tenía un hijo único, muy jovencito, de no mucho entendimiento, que por culpa de malas compañías, de tacañería, descuido y desamor de su padre comenzó a malearse; contrajo deudas y firmó un pagaré de cuatro mil reales. Don Ulpiano en vez de atarle corto por otros medios y a pesar de no tener más que aquel hijo, le largó a Londres empleado en una casa de banca, con un sueldo mezquino y encargo de que le tuvieran bien sujeto… Al quedar yo huérfana, don Ulpiano en vez de llevarme a su casa, me confió a una hermana de mi padre que hasta entonces había vivido sola, con una pequeña viudedad que tenía y con lo que papá de cuando en cuando le daba. Dispuso, además, que se entregasen a esta señora mensualmente dos mil reales para mis gastos, acumulando el resto de mi renta para engrosar el capital. Transcurrieron cuatro años, durante los cuales fue pagada puntualmente aquella suma. Luego, de pronto, un mes no nos dio más que la mitad, y al siguiente nada. Yo acababa de cumplir veinte años, y hacía uno que tenía novio. Íbamos a casarnos, estaba preparando mi equipo para el cual se habían destinado cuatro mil pesetas con anuencia de mi tutor… De mi novio no quiero hablar… Cuando pienso en lo engañada que me tuvo, en lo ciega que estuve, comprendo que salgan mal tantos matrimonios. Créame Vd., el noviazgo es en muchos casos un periodo de mentira, de hipocresía, de fingimiento; unas veces el falso es él otras ella, con frecuencia los dos se caen de tontos. Entonces la tonta fui yo… Un día cuando aún no sospechaba cual fuera la causa del retraso en el pago de la renta, me encontré leyendo un periódico, con la noticia de que había quebrado una de las casas más fuertes de Madrid; el nombre y apellidos del banquero estaban indicados por iniciales; U. G. P., es decir, Ulpiano García Pignorado. Corrí a su casa con mi tía. El pájaro había volado. Pocos días después un abogado, al cual consulté, amigo de mi padre, me quitó toda esperanza. En primer lugar mi padre, al otorgar testamento, había relevado a Pignorado de prestar fianza; y además mi pequeña fortuna estaba en papel del Estado y títulos al portador… Quedé completamente arruinada. Pero, vamos a mi novio. El mozo echó sus cuentas: yo le convenía con mis tres mil y pico de duros de renta; los perdí… pues ¡abur, amor mío! Buscó un pretexto, celos sin causa, y me dejó. Hágase usted cargo de mi situación. Yo estaba acostumbrada a vivir bien, sin pensar en mañana, y de pronto… nada, lo que se llama nada. Empeñando y malvendiendo cuanto había en casa, ayudadas solamente por la viudedad de mi tía, pasamos algunos meses. Luego la miseria y ¡con qué circunstancias, con qué detalles! Mas vale no acordarse. Dicen que soy bonita; ¡entonces si que lo era! Yo le enseñaré a Vd. un retrato de aquel tiempo y comprenderá Vd. que ciertas cosas no pueden menos de suceder. Porque, una de dos: o tiene la mujer valor para tirarse por el balcón o no lo tiene… A mí me faltó coraje. No quiero confesarme con Vd. de… cómo… de lo que me pasó… en fin, de cómo conocí a mí primer amante. Si llego a caer con un hombre bueno… le aseguro a usted que aquel hubiera sido el único.

Al cabo de dos años, supe que don Ulpiano andaba otra vez por Madrid gastando mucho y viviendo a lo grande, pero sin meterse en negocios ni tener fortuna conocida. Todo el mundo sabía que la quiebra pasada fue falsa, y sin embargo yo no podía hacer nada: las leyes eran completamente inútiles. Ni yo pensaba en ellas. A don Ulpiano le duró poco aquella segunda época de prosperidad porque el grandísimo bribón murió y además ¿para que necesitaba yo recurrir a él? No me hubiera podido devolver lo mejor que por su causa había perdido. Entonces estaba yo en amores, no se ría Vd., en amores, hasta encariñada, con un hombre ¡más bueno! Desgraciadamente su familia le apartó de mí… y con él perdí la última esperanza de poder ser juiciosa y relativamente honrada. Después entré en relaciones con el vizconde de Manjirón o sea Pepe García, el que se mató por mi culpa.

Acababa él de llegar del extranjero, venía haciendo alarde de gastar mucho, tirando materialmente el dinero. A mí, por el modo de vestirme por mi tipo, ¿qué se yo? por si me ponía colorines y trajes estrambóticos me llamaban «la Vistosa o la rubia vistosa»; me vio, le caí en gracia y comenzó a obsequiarme. Primero quiso que me fuera a vivir con él; luego desistió de ello comprendiendo que en Madrid no puede ser, porque aquí se toleran los líos de casadas, pero no se consiente que vivan juntos un hombre y una mujer libres, que no deshonran ni envilecen a nadie. Total, que acabó por ponerme casa, ¡y qué casa! Y para mi persona ¡que lujo! Desde los zapatos hasta las horquillas me traían de París. ¿Me quería? Estoy persuadida de que no. Si hubiese habido otra más exigente, más cara, esa hubiera deseado; pero ni yo le inspiraba el más leve afecto, ni aún creo que considerándome como mujer, solo como mujer, estuviera entusiasmado conmigo. Le agradaba que supiesen que era suya, que mi lujo corría de su cuenta, y que le costaba mucho; «me tenía» por vanidad. Si le hubiese dicho que quería vivir en un piso cuarto, modestamente, me deja plantada.

Era de carácter áspero, duro, difícil de tratar por lo suspicaz y receloso, como quien se ha educado lejos de toda confianza y cariño, sin calor de hogar. Su placer era gastar, lucir, llamar la atención, parecía un advenedizo, un rico hecho de pronto. Era incapaz de ternura y delicadeza hasta en los instantes de mayor intimidad ¿Concibe usted amor, aunque sea parodia de amor, sin expansión y confianza? ¡Pues, eso! Yo nunca me he hecho ilusiones. Harto sé que mi situación, mi vida, lo que pudiéramos llamar mi historia, me quitan por completo derecho a ciertas exigencias… pero, por naturaleza, por instinto, por temperamento, soy cariñosa, humilde; me gusta más ceder que mandar, y sobre todo, quisiera envolver, velar, la crudeza, la grosería del amor material, rodeándolo de algo delicado, limpio; hasta poético diría, si no temiese que se burlara usted de mi. El amor de las mujeres como yo, es pura comedia, ¿verdad? Ya se sabe que es mentira; pues cuanta más ilusión procure, mejor. Con el vizconde no había modo de lograrlo. Su único goce era que hablasen de él, aunque fuese mal: no le gustaban los placeres por disfrutarlos, sino porque se los envidiaran.

Al segundo año de conocernos tuve un capricho; que Pepe me llevase a París. Estaba él entonces arreglando sus caballerizas y se negó en redondo, haciéndolo de tan mala manera, con tal rudeza que me sentí humillada.—«Primero son los caballos que tú»—me dijo…

Iba por aquel tiempo con Pepe a todas partes, y venía mucho a comer con nosotros, un amigote sayo que entre burlas y veras, pero poniéndose muy serio solía decirme:—«¡Ay, Enriqueta, si yo tuviese fortuna, qué vida tan distinta haría usted!»—Yo nunca le contestaba… Era uno de esos hombres a quienes se siente no haber conocido antes… La imagen de la dicha que llega tarde. Bueno, pues este amigo hablando una tarde de la negativa de Pepe a llevarme a París me dijo:—«Yo le he aconsejado que vayan ustedes, que de allá podrá traer quien le arregle todo eso de los caballos mejor que aquí; pero es muy terco. Basta que le hagan una indicación para que no la siga. Lo mismo era su padre.»—Entonces comenzó a contarme que se conocían desde niños, que luego, de muchachos, habían estado juntos en Londres empleados en la misma casa de banca. Por último, que su padre, el de Pepe, le había mandado de chico a Inglaterra por una trastada que hizo aquí, y que el tal padre era un tío muy malo que había quebrado en falso arruinando a mucha gente. Escuché aquello con verdadero asombro; le hice mil preguntas, le hablé de quien era mi padre, de mi familia dudé, volví a preguntarle, y sacamos en limpio que Pepe García, el vizconde de Manjirón, mi amante, era el hijo de mi tutor, de don Ulpiano, el hijo del hombre que había causado mi desgracia y mi envilecimiento. Fácilmente se explica que yo no lo supiera antes. Mi tutor se llamaba Ulpiano García Pignorado, pero todo Madrid le designaba por el segando apellido; Pepe ponía naturalmente después del García paterno el apellido de su madre: además, al morir mi tutor, Pepe vino de Londres, recogió su herencia y se volvió al extranjero: viajó mucho y en Roma, por un donativo que hizo al Papa durante una peregrinación, consiguió titularse con el nombre de una dehesa de Manjirón que tenía cerca del Escorial. Cuando le conocí todo Madrid le llamaba Pepe García, o el vizconde de Manjirón. ¿Cómo podía yo suponer que fuese el hijo de don Ulpiano?

Desde que lo supe se me hizo aborrecible. Me parecía que su riqueza, el lujo que me daba, sus regaños sin cariño y sus caricias sin ternura, todo era un sarcasmo continuo, una mofa brutal y despiadada de la suerte. Su padre me robó, siendo causante de mi perdición y él, en parte con mi propio dinero, acababa de hundirme y encenagarme… Puede que estos sentimientos no estuvieran enteramente justificados, pero a mi me dominaban con imperio irresistible. Determiné romper con él inmediatamente, y sin explicaciones que era incapaz de comprender.

Había por entonces en Madrid un señorito rico, aunque no tanto como Pepe, que rivalizaba con él en aquella estúpida vida de ostentación y vanagloria: me había requebrado con frecuencia, estaba segura de que en cuanto yo quisiera, por gusto de humillar a mi amante le tendría a mis pies. Le llamé, le puse por condición que nos fuésemos a viajar, que me llevase a París, y nos entendimos; por su parte me exigió que permaneciésemos en Madrid ocho días y que durante ellos no pusiera Pepe los pies en mi casa.

Lo prometí formalmente y aquella misma tarde comencé a cumplir mi compromiso. Escribí al vizconde, que como usted puede figurarse, para mí ya no era más que el hijo de don Ulpiano, rompiendo resueltamente. Ningún lazo nos unía; no ignoraba lo que yo era; a nada tenía derecho; harto hacía con avisarle. Fue a verme y no le recibí: volvió tres o cuatro veces y lo mismo; no hubo modo de que yo cediese.

Aquello se supo por el todo Madrid que se preocupa de estas cosas y la ira de Pepe no tuvo límites. El desvío, la infidelidad, el abandono de una mujer cuyos favores eran cuestión de dinero, constituyeron para él una humillación insoportable. Ahora me da lástima… debió de sufrir mucho. Indudablemente, el amor propio se le exacerbó envenenándole los pensamientos: en su cabeza debió de fermentar la soberbia, la ira, ¿qué sé yo! todo lo malo, como en otros cerebros fermentan la debilidad, la desesperación, la honra mal entendida. Yo creo que se mató en un arranque de locura.

Al cuarto día de no vernos, el sereno de mi calle, que naturalmente le conocía, le abrió la puerta de abajo. Eran las doce y media de la noche; subió, y llamó, porque yo había mandado cambiar la cerradura de la puerta de la escalera, de la cual tenía él antes una llave…

Comprendiendo que no había de hacer caso a la doncella, yo misma le hablé por el ventanillo.—«¿Es verdad que te vas con ese?—me preguntó—¿sabes que me pones en un ridículo espantoso?»—Le contesté que era verdad, que no volviera a acordarse de mí, pero que para él no había humillación porque las traiciones y las infidelidades de una mujer como yo no deshonran a nadie. Se puso frenético. Cerré el ventanillo, me alejé taconeando y volví de puntillas. Debía de estar ya perturbada su razón porque fuera de sí, aplicando los labios a las ranuras del ventanillo, dijo:—«¡Abre que te quiero matar!»—No contesté… pasaron unos instantes en silencio: de repente sonó un tiro que retumbó en la caja de la escalera, como si fuese un trueno; luego oí el chocar de un cuerpo contra el entarimado del piso, y enseguida el caer de algo que debió de ser el revólver… Afortunadamente, en aquel momento salían dos caballeros del cuarto tercero alumbrados por un criado. Sus declaraciones me salvaron; no digo yo que de una acusación en regla, pero por lo menos de muchas impertinencias y molestias. A fuerza de súplicas logré que aquellos señores entraran en mi casa y esperasen la llegada del juzgado, que se presentó a las dos de la madrugada.

Pepe estaba en el descansillo de la escalera tendido poca arriba: había dejado el bastón apoyado en la pared: el sombrero debió de tirarlo porque se halló en el tramo de abajo: se disparó en la sien derecha, en la cual se veía un agujero muy pequeño de donde manaba un hilo de sangre que se escurría metiéndose entre la camisa y el cuello… ¡Qué cosa tan horrible!

El juez me molestó poco: primero por la explicación que le hicieron aquellos caballeros, y además… se me figura que le gusté.

Ya ve usted que no tuve la culpa de que el vizconde se matara, como no pude vencer la aversión que me inspiró desde que supe quien era. Ni me amó nunca ni yo a él… No hubo traición.

Después Enriqueta se quedó un instante ensimismada, y luego, de pronto, pasándose ambas manos por el rostro, acabó diciendo con la voz impregnada de amargura y cinismo:

—Gastó mucho conmigo… ¿Y qué? Ya se sabe: las que vivimos así somos las predestinadas para devolver a la circulación lo mal ganado.