No hay palabras con que expresar el conjunto de impresiones que experimentó Emilia viendo morir a su marido casi repentinamente, al año y medio escaso de perfecta dicha conyugal: la sorpresa, el miedo y el dolor invadieron su alma. En los primeros momentos creyó que se volvía loca: después, sacando fuerzas de flaqueza, mostró extraordinaria serenidad. Le amortajó, fue tras el féretro hasta la puerta de la escalera, y en seguida, sin que parientes ni amigos pudiesen contenerla, corrió al gabinete, y pegando el rostro al vidrio del balcón, vio ponerse en marcha el cortejo fúnebre, desplomándose sobre la alfombra, rendida a la pesadumbre del dolor cuando dobló la esquina el carro mortuorio. Y al volver en sí, ¡qué horrible le pareció la soledad! Porque ¿dónde mayor desventura que enviudar a los veinticuatro años siendo hermosa y viéndose amada? ¡Qué espantoso rastro de pavor dejó en su pensamiento aquella noche del 31 de Octubre al 1.º Noviembre! ¡Cómo lo recordaba todo hasta con los menores detalles! A las doce pidió que le arreglase las almohadas, lo hizo y le pagó con un beso; ¡el último!; a la una y cuarto perdió el conocimiento; a las tres expiró. ¡Pobre Gabriel… y pobre de ella! Luego, viendo que los días pasaban sin que la pena la matara, que dormía y sentía hambre y sed, que pensaba y discurría como antes, siempre sujeta a las groseras necesidades del organismo, se dijo, con desprecio a sí misma, que lo animal, lo puramente instintivo es en la naturaleza humana anterior y superior a todo sentimiento. Entonces cayó en un pesimismo mudo y sombrío. Pasaba horas enteras sentada en una butaca, sin llorar siquiera, al parecer tranquila, pero en realidad presa de una desesperación que agitaba su cuerpo con estremecimientos nerviosos y hería su imaginación con ideas tristísimas.
En vano le decían que era hermosa, rica y, lo que vale más, joven; que por fuerza, si no a consolarse y olvidar, llegaría a resignarse. De nadie hacía caso. ¿Qué le importaba ser bonita si no existía el hombre a quien voluntariamente hizo dueño y señor de sus encantos? ¿Qué representaba para ella la juventud sino un por venir consagrado a sufrir recordando? Y la riqueza heredada de él, último beneficio que le debía, ¿qué era sino un motivo más para rendir culto a su memoria? Como antes, en la luna de miel, saboreó la plenitud de la pasión satisfecha, así ahora se complacía en analizar y desmenuzar con el pensamiento la índole de sus penas, deleitándose en la amarga voluptuosidad del dolor, y cuanto más excitaba su desconsuelo mejor creía que demostraba su amor al pobre muerto. ¿No había de llorarlo si lo eligió voluntariamente estudiando sus cualidades y sus prendas de modo que se ajustase a lo que, según ella, debía ser un marido? Joven, buen mozo, admirablemente educado, y rico: enérgico para los demás, blando para su mujer: trabajador sin exceso para que no la dejase sola días enteros, y algo laborioso para que el ocio no le indujese a malos pasos: de claro entendimiento para que no hiciera mal papel, pero condescendiente, bondadoso, débil, a fin de que ella pudiese dominarlo. Y después de elegir tan bien, tras el tiempo preciso para persuadirse de que había acertado, aquella enfermedad rápida, brutal, y aquella muerte que trastornaba por completo las condiciones de su vida. «Tu crees que no podrás olvidar—le decían sus amigas,—pero el tiempo todo lo acaba.» Emilia sonreía tristemente y no contestaba por no gastar palabra en balde.
Lo que no podía escuchar en calma era que le preguntasen por Julián, creyendo siempre que pronunciaban su nombre con sobrada frecuencia, y hasta con cierto retintín malicioso. ¿Qué extraño había en que Julián la visitase, si era el amigo íntimo del pobre muerto, el continuador de sus negocios y el encargado de arreglar los asuntos de la testamentaría? Pero nunca faltan gentes mal pensadas y lenguas viperinas: además ¿no conocía todo Madrid a Julián? Y conociéndole, ¿qué mujer juiciosa sería capaz de prestarle oídos?
Su carácter alegre, su genio bromista, su conversación libre, y sobre todo el franco desprecio que hacía de las mujeres dibujaban con rasgos tan claros su personalidad, que ninguna verdadera señora podía considerarle peligroso. Era tan lealmente cínico en cosas de amor, que sólo una loca o una pervertida tendría la desvergüenza de dejarse cortejar seriamente por él.
En este exceso de mala fama, en esta aureola de escándalo, estaba precisamente la salvaguardia de Emilia, que tenía intachable reputación de prudente y discreta. Además, conocida la amistad con el difunto, de cuyos negocios era partícipe y abogado, nada tenía de particular que la viuda continuase tratándole. Por último, los amigos de Emilia podían observar que Julián hablaba con ella, como con todas, siempre chanceando, siempre en broma, en son de burla, en continua hipérbole, en perpetua exageración, sin emplear jamás esas frases falsamente tímidas, de doble sentido y cobardemente astutas, ni esos discreteos más o menos hábiles en que el hombre funda la estrategia amorosa cuando procede con intención aviesa.
Durante unos cuantos meses, mientras estuvo reciente la viudez, se contuvo por buena educación, por buen gusto, pero luego usó con ella su lenguaje habitual, diciendo cuanto quería descaradamente, provocando su risa, como si a fuerza de bromas pretendiese distraerla y alegrarla. La misma osadía de sus frases quitaba valor a cuanto salía de su boca. ¿Por qué incomodarse con él si todo el mondo sabía su condición? Requebraba a las hijas delante de sus padres, a las casadas en presencia de los maridos… y nadie le hacía caso. En una palabra, era de esos que tienen cosas y salidas, a quienes se tolera cuanto les viene a los labios, porque en ellos no hay ofensa posible, pues su propia ligereza quita importancia y valor a cuanto dicen—«Emilia, yo quiero ser el sucesor de Gabriel.»—«Emilia, tenga Vd. paciencia…. pero hay que dejar pasar un año.»—«Emilia, alguno ha de ser, y si él nos ve desde el otro mundo preferirá que sea yo.»—«Emilia, un día va Vd. a tener que echarme de mala manera.»—Y todo esto delante de sus amigas, sin rebozo, con inocente descaro, seguro de que poniéndose serio o dando la mejor señal de enojo había de caer sobre ella un ridículo espantoso. ¿Qué mujer discreta iba a contestarle en serio? Emilia se contentaba con sonreír, le llamaba majadero, o decía:—«¡Qué pesado se pone Vd.!»
Sin embargo, cuando acabada la testamentaría siguió yendo a verla con la misma asiduidad, la viuda no cayó en la cuenta de que ya no estaba justificada tanta visita. Iba casi todas las tardes al salir de la Bolsa para decirle el alza o baja de sus valores; otros días se plantaba a almorzar sin previo aviso; como tenía la costumbre de escribir las cartas donde le pillaba se ponía a escribir en la mesa del pobre Gabriel; y por último, sabiendo que Emilia no salía de noche y que jugaba al tresillo con varias amigas se presentaba dos o tres veces por semana pidiendo por amor de Dios un ratito de conversación y una taza de té, y allí se estaba hasta que entre burlas y veras había que echarle. Su frase de despedida era siempre la misma: «¡Una noche me quedo!».
Ella le recibía con la sonrisa en los labios, fina, cortés, sin asomo de desconfianza, completamente segura de que aquel perdido era inofensivo. ¿Ni cómo sospechar de él, si una de las cosas que hizo fue aumentarle considerablemente la renta en tres o cuatro operaciones bursátiles. Por otra parte, siendo como era incapaz de enamorarse, claro estaba que sólo había de concebir y fraguar ciertos planes contra una mujer más rica que él, y la fortuna de Emilia era muy inferior a la suya De lo cual sacaba en limpio incautamente que no pudiendo inspirarle pasión ni codicia, sus bromas, sus requiebros y atrevimientos eran pura palabrería.
Así trascurrían los meses y se acercaba el aniversario de la muerte del pobre Gabriel cuando las amigas íntimas de Emilia comenzaron a importunarla con avisos y advertencias que la sacaban de sus casillas.
Aseguraban que Julián no iba a ninguna parte, que se había hecho hombre serio hasta el punto de no requebrar a ninguna mujer, y por último, que cuando hablaba de ella, aun tratando de mostrarse reservado, revelaba una emoción profunda. Emilia comenzó a observarle y le pareció que todo eran chismes y habladurías, porque Julián seguía diciéndole cosas muy atrevidas con la mayor serenidad, sonriendo, bromeando tan a las claras que a la menor observación un poco seria podría responder ofendido: «¡Señora! ¿Pero usted qué se ha figurado?» No se atrevió a llamarle al orden, como le aconsejaron sus amigas, pero tanto machacaron y tanto le dijeron, que determinó hacerle alguna observación.
Ya lo tenía resuelto cuando recibió una tarjeta en que Julián le anunciaba que por exigencias de un negocio marchaba a Barcelona, donde pasaría dos meses. «Esas tontas—pensó Emilia—no saben lo que se pescan. Si este hombre hubiese puesto en mí los ojos, o no se marcharía o hubiese venido a despedirse.»
En aquellos dos meses no la escribió una sola carta. Volvió a Madrid y tardó más de una semana en ir a visitarla. Llegó el día de su santo, y nada, ni un miserable ramo de flores.
Entonces, sin darse cuenta, empezó a sentirse mortificada por una impresión, mitad sorpresa y mitad despecho. ¿Habrían sido intencionadas sus bromas y luego desistió de ellas por considerarlas estériles? ¿Jugó con fuego hasta quemarse? Y sobre todo, ¿por qué desistiría de su empeño? Poco a poco, involuntariamente, pensó en él con tal insistencia, que no podía arrancárselo de la imaginación. El resultado de tales cavilaciones fue que, aunque Julián no le dijo nunca cuatro palabras con formalidad, ella se persuadió de que la había querido y de que probablemente seguiría queriéndola. Pero ¿cómo se explicaba su conducta? ¿Por qué no escribirle durante el viaje ni presentarse a la vuelta? ¿Acaso imaginaría el muy necio que esquivando la ocasión quitaba el peligro? Ofuscada por la vanidad, se acostumbró insensiblemente a la creencia de que la habían amado dos hombres, Gabriel y Julián: el muerto y el vivo. Su corazón, sus recuerdos, sus lágrimas pertenecían de derecho al primero; el segundo no debía importarle nada; cuanto pensase en él era profanar la memoria del esposo querido…
Por fin, una tarde muy lluviosa de esas en que únicamente hace visitas quien desea hallar solo al que busca, se presentó Julián.
Emilia le recibió con su habitual afabilidad, pero no le dijo palabra de su silencio durante el viaje, ni se quejó porque no hubiese luego ido a verla, ni le llamó olvidadizo ni descastado. Estuvo con él como si hubiesen hablado la víspera. La actitud de Julián fue la de costumbre. En el modo de dejar guantes, bastón y sombrero, cada cosa por su lado; en la manera de sentarse, en la confianza y familiaridad de su lenguaje, en todo parecía, no un amigo, sino el amo de la casa. Para colmo de atrevimiento se convidó a comer, diciendo con el mayor desparpajo:
—Aquí me quedo… Solitos… Lo único que siento es tener que marcharme luego.
Durante la comida charlaron de mil cosas indiferentes, y ni él ni ella nombraron al muerto para nada. De pronto, en un momento en que el criado les dejó solos, Julián, bajando cuanto pudo la voz, preguntó:
—¿Vendrá gente esta noche?
—No espero a nadie… y con el agua que está cayendo…
—Pues me alegro, porque en cuanto nos vayamos al gabinete le voy a decir a usted unas cosazas gravísimas: lo que usted menos se figura.
—¿Viene usted de broma?
—Ya verá usted cómo las gasto.
A Emilia le saltaba el corazón dentro del pecho como pájaro en jaula. Pasaron al gabinete donde habían de tomar el café, y allí quedó Julián solo unos instantes mientras la viuda, llamada por la doncella, entró en la habitación que fue despacho de Gabriel.
—¿Qué quieres?—¿Para que me molestas?—preguntó.
La chica, señalando seis o siete grandes cajas de cartón que había sobre la mesa y en el suelo, repuso:
—Aquí están las coronas que ha encargado la señora para el cabo de año.
—¡Baja esa voz!
—…no las han traído antes porque no habían llegado, y dice el dependiente de la tienda que tenga la señora la bondad de escoger ahora mismo la que quiera porque hay muchos pedidos.
Julián que paseaba inquieto de un lado para otro del gabinete cruzando también la sala, llegó en aquel momento a la entrada del despacho y podo oír perfectamente que la chica decía haciéndose cruces:
—¡Qué bonitas! ¿Desea la señora que las lleve al gabinete, que está mejor alumbrado?
Emilia, sintiendo tan cerca aquellos pasos de hombre impaciente, se turbó contrariada y confusa; pero de pronto se rehizo, mató de un soplo la luz, preparó sumas hechicera sonrisa y atrayendo hacia sí la puerta para que él no se enterase de lo que causaba su vergüenza, salió al encuentro de Julián, diciendo entre dientes y rapidísimamente a la doncella:
—¡No tengo tiempo de elegir! ¡Guárdalas a escape… y di que me quedo con las siete!