Durante el verano de 188… la concurrencia de bañistas fue en Saludes mayor que nunca: desde la fundación del balneario no se había visto allí tanta gente, ni tan lucida y bulliciosa.
Los enfermos graves eran pocos, y como por razón de su estado se hallaban recluidos en sus habitaciones, no molestaban a los que querían divertirse; los cuartos eran limpios, la comida, si no muy delicada, abundante y sabrosa, las camas aceptables, el campo delicioso, y las excursiones salían baratas; de suerte que todo el mundo estaba contento, sin acordarse el bolsista de sus negocios, ni el empleado de su oficina, ni la mujer hacendosa de los quehaceres de su casa, ni mucho menos el estudiante de sus libros: las niñas en estado de merecer disfrutaban bastante libertad para dejarse galantear a sus anchas por los muchachos; y, según malas lenguas, de igual libertad se aprovechaban algunas casadas, si no para permitir que fuese invadido allí mismo el cercado ajeno, a lo menos para demostrar que no lo defenderían mucho cuando, de regreso en la corte, fuesen menor el peligro de la murmuración y las ocasiones más seguras.
A que resultara grata la permanencia en Saludes contribuía mucho el director facultativo, hombre de treinta o pocos más años, simpático, muy inteligente, y en quien se daban reunidas raras circunstancias y envidiables prendas.
El doctor Ruiloz era el primogénito de un banquero, socio principal de la casa Ruiloz y Compañía, de Madrid. Desde muchacho se empeñó en seguir la carrera de médico, dejando a su segundo hermano el cuidado y la gloria de continuar amontonando millones. En un principio la familia trató de quitarle de la cabeza aquel propósito, mas tan resuelto y decidido le vieron, que no hubo sino dejárselo lograr. «Aunque le falten enfermos—cuentan que dijo su padre—no ha de faltarle dinero, teniendo yo tanto como tengo.» Con la tenacidad mostrada al elegir carrera, y con la conducta que observó al estudiarla, quedaron probadas la energía y la fuerza de voluntad que Dios había puesto en el alma de Juan Ruiloz, porque sin mermar a la juventud sus fueros, ni dejar de divertirse durante aquella edad en que la alegría es media vida, fue primero modelo de estudiantes y luego espejo de médicos.
Trabajando mucho, prescindiendo de la influencia y riqueza de sus padres, verdaderamente obstinado en deberlo todo a su propio esfuerzo, se hizo hombre y comenzó a labrarse la reputación, logrando verla consolidada en pocos años con algunos buenos escritos referentes a su facultad, y gracias a unas cuantas curas y operaciones tan sabias como afortunadas. Su estancia en Saludes fue puramente accidental. El médico en propiedad del balneario, que era un intimo amigo y compañero suyo, cayó enfermo, pidió licencia, concediéronsela, necesitó prórroga, se la negaron, y cuando se hallaba a punto de perder la plaza, le dijo Juan:
—No te apures: para estas ocasiones son los amigos de mis padres; yo haré que me nombren director de Saludes, como supernumerario, en comisión, sin sueldo, de cualquier modo… y en paz: te curas, y cuando puedas trabajar me retiro modestamente por el foro.
De esta manera llegó a ser médico del humilde balneario el doctor Ruiloz, a pesar de que por entonces ya su nombre corría de boca en boca, seguido de tales alabanzas, que nadie pudo comprender cómo ni por qué aceptó destino tan poco lucrativo. Los que estaban en el secreto de la cosa y conocían íntimamente a Juan, no se sorprendieron, sabiendo que, a más de ser amigo de hacer favores, había en él cierta innata tendencia a buscar en lo anormal y extraordinario el encanto de la vida. ¿Y dónde cosa menos vulgar y más desacostumbrada para un médico rico y mimado por la suerte, que ir a encerrarse en un balneario de tercera clase, en el cual no había de ganar honra ni provecho, sólo por servir a un compañero?
Tal es la excelencia de las buenas acciones, que a veces el favor que se hace en obsequio de uno redunda en provecho de muchos, y así sucedió en este caso, porque cuando su clientela adinerada y elegante de Madrid supo que Ruiloz iba aquel año de médico a Saludes, allá se fueron tras él muchas familias de la corte; unas por tener cerca a su doctor favorito, y otras esperanzadas en que, no hallándose tan cargado de trabajo, podrían consultarle más despacio, con lo cual acudió tanta gente, que todo el verano fue agosto para el humilde lugarejo.
Iba ya vencida la temporada, y Ruiloz estaba, aunque no arrepentido del favor hecho a su amigo, cansado de tener más trabajo que en Madrid, cuando llegó a Saludes un matrimonio joven, acompañado y servido por una doncella y un ayuda de cámara: albergáronse amos y criados en la mejor casa del pueblo, y en seguida el marido, que se llamaba D. Javier Molínez, se presentó a Ruiloz diciéndole que su esposa venía enferma, y que sólo para que él la asistiese habían hecho el viaje. Fue el doctor a visitarla, preguntó cuanto creyó conveniente, hizo los reconocimientos propios del caso, infundió ánimo en el abatido espíritu de aquella señora, que además de joven era hermosa, y luego, llegada la noche, y en vista de las reiteradas súplicas que Molínez le hizo para saber el verdadero estado de su mujer, le habló de este modo mientras paseaban por el jardín del balneario.
—Ya que V. la exige y tiene valor para escucharla, le diré la verdad. El caso no es desesperado, pero poco menos. Cuando llegan a este grado de desarrollo, las afecciones del corazón son peligrosísimas. Aquí no deben Vds. permanecer más tiempo que el preciso para que recobre fuerzas: vuélvanse Vds. pronto a su casa. Ni sé cómo ha podido soportar el viaje en las condiciones en que está.
Hizo luego una breve explicación científica, y terminó diciendo:
—Puede vivir unos cuantos meses… tal vez años, aunque desgraciadamente no lo espero… y cualquier contratiempo en la marcha de la enfermedad puede también ocasionar un desenlace fatal en pocos días. Acaso la saquemos adelante; pero hoy por hoy su estado es muy grave. Si mejorase algo, lo más juicioso sería llevársela a Madrid.
—¿De modo que no hay esperanza?
—Eso… sólo Dios puede saberlo.
—¿Y cree V. que debo avisar a mi suegra para que venga?
—Indudablemente, con tal de que halle V. pretexto para justificar su llegada, porque su señora de V. no está para soportar emociones fuertes.
Sin duda Molínez tenía, o halló, modo de justificar el viaje de su madre política, pues le telegrafió para que acudiese a Saludes, donde llegó a las treinta horas, acompañada de una mujer entrada en años, que era su ama de llaves, y de una señorita de gracioso rostro y gentil figura a quien llamaba Julia.
Pocos días bastaron para que los Molínez y el doctor simpatizaran: entre los atractivos personales de éste y el agradable trato de aquéllos, que se esforzaban en atraerle y agasajarle en beneficio de la enferma, pronto se hicieron amigos. Ruiloz y Javier daban juntos largos paseos, jugaban al ajedrez y con frecuencia comía el primero en casa del segundo; de suerte que los forasteros siempre tenían cerca al médico y éste se complacía en el afable trato de la familia madrileña.
Esto sucedía a principios de Agosto.
Transcurrido un mes, todos los habitantes del balneario sabían que la señora de Molínez estaba muy aliviada, y que, sin embargo, el doctor cada día pasaba más tiempo en su casa, con lo cual hallaron fundamento las suposiciones de los malévolos y ocupación las lenguas de los murmuradores. «Las enfermedades del corazón deben de ser contagiosas—cuentan que dijo un chusco—porque desde que llegó esa señora de Molínez el médico está muy grave.»
Realmente, la variación sufrida por Ruiloz en poco tiempo era tal, que sólo un ciego podía dejar de observarla. De alegre, decidor y bromista, se hizo triste, callado y serio; algunos días hasta se mostraba desabrido y seco con los enfermos; en el salón del balneario apenas ponía los pies; negose a recibir fuera de las horas marcadas para la consulta y, por último, su semblante adquirió una expresión de melancolía que hubiese justamente alarmado a sus padres y amigos si de improviso llegaran a Saludes.
Este cambio, casi repentino, y las constantes visitas a la familia de Molínez, daban cierta apariencia de verdad a la suposición de que al doctor no le preocupaba única y exclusivamente el cuidado de un enfermo grave. La mejoría de Clotilde Molínez valió a Ruiloz muchas enhorabuenas, pero a espaldas suyas dio pábulo a grandes murmuraciones. Todo el mundo, pasándose de listo y sin recordar que en aquella casa había dos mujeres, una soltera y otra casada, creía o fingía creer que el médico estaba enamorado de la segunda. Sin embargo, el marido de ésta podía dormir tranquilo.
Quien ocasionaba las cavilaciones del doctor era Julia, la joven que llegó a Saludes con la suegra de Molínez.
Representaba más de veinte y menos de veinticinco años: tenía la mirada inteligente y expresiva, las facciones delicadas, el andar airoso y el cuerpo bien formado; pero su principal encanto estaba en la conversación, en el lenguaje, y no sólo en lo que decía sino en el modo de decirlo, porque además de gran claridad de entendimiento y mucho ingenio, descubrían sus palabras superior bondad de alma y sinceridad extraordinaria.
Era ilustrada sin afectación, religiosa sin fanatismo, honesta sin hipocresía y franca sin descaro. La única condición que pudiera deslucir algo estas cualidades consistía en cierta dureza y sequedad de genio y acritud en las frases, cuando en la conversación salían a plaza determinadas flaquezas humanas: la mentira y el engaño, el disimulo y la astucia le eran aborrecibles.
Su tía doña Carmen, madre de Clotilde y suegra de Molínez, parecía fiar y descansar en Julia para todo lo referente al cuidado de la casa, tratándola como a hija y siendo por ella considerada con grande amor y respeto. El cariño que tía y sobrina se profesaban era prueba indudable de la buena índole de ambas: las atenciones y el mimo que Julia prodigaba a doña Carmen contribuyeron mucho a que Ruiloz descubriese en la primera las cualidades que, hábilmente dirigidas, pueden ser la base de un hogar dichoso.
La sorpresa y las dudas del médico nacieron cuando, poco a poco, fue observando que entre Julia, de un lado, y de otro entre su prima y el marido de ésta, no reinaba la misma cordialidad. Para doña Carmen era toda mansedumbre y cariño: respecto de Clotilde y Javier, parecía vivir en sumisión forzada; les dirigía la palabra cortés y casi afectuosamente, pero siempre con tal circunspección y mesura, siempre con tan escasa confianza, que la reserva robaba espontaneidad a su lenguaje: diríase que medía y pesaba las palabras, evitando cuidadosamente todo lo que pudiese ocasionar piques y roces. La frialdad que reinaba entre aquellas tres personas era evidente. En vano se esforzaban marido y mujer por cubrir con frases pulidas y mentidos halagos aquella tirantez; inútil era también la habilidad desplegada por doña Carmen para ocultar aquella hostilidad mal contenida.
Nada de esto escapó a la penetración de Ruiloz.
El primer sentimiento que Julia le inspiró fue la simpatía: después, notando su rara situación en el seno de aquella familia, no pudo librarse de una sospecha en que iba envuelto un desencanto. Imaginó que entre Julia y Javier había algo y que por encubrirlo fingían: luego creyó que si entonces no estaban unidos por afecto culpable, acaso lo habrían estado tiempo atrás, sustituyendo después el rencor a la pasión: por último, se aferró a la idea de que la aversión que les separaba obedecía a sentimientos de índole opuesta, porque él mostraba bajeza y apocamiento ante Julia, y ésta, por el contrario, le miraba entre despreciativa y soberbia. Ruiloz se dio cuenta también de que doña Carmen vivía al parecer siempre atormentada por aquel drama íntimo, esforzándose en limar asperezas, evitar disensiones y alejar conflictos: ya intervenía en los diálogos para variar la conversación cuando corría peligro de agriarse, ya entraba oportunamente en las habitaciones estorbando que Julia se hallase sola con Javier o con Clotilde, ya, por último, y esto era lo que hacía con más gusto, mimaba y acariciaba a su sobrina cual si quisiera recompensarla por algún sacrificio o indemnizarla de alguna grande e inmerecida injusticia. La criada de doña Carmen también parecía querer mucho a Julia, mirando, por el contrario, a Clotilde y su marido con respeto, pero sin cariño: todo lo cual indicaba que en la existencia de aquella familia había un secreto: según las apariencias Julia era o había sido víctima de alguna infamia.
La triste situación de esta mujer, sus gracias naturales, aumentadas con el novelesco encanto del misterio, y la particular organización del médico, que, sin duda harto de estudiar el dolor y la materia, buceaba con placer en las profundidades del espíritu, hicieron que Ruiloz se apasionase por aquella víctima de no sabia qué injusticias. A su amor contribuyeron, tanto como la figura de Julia, la misteriosa situación en que esta se encontraba y la facilidad con que su propio ánimo se dejaba influir y dominar por todo lo extraordinario y anormal: sintió un afecto formado de simpatía y de piedad, robustecido por la prudencia forzada, y finalmente poetizado por aquella aureola de dignidad y desgracia en que veía envuelta a la mujer querida. No le seducían sus ojos por expresivos, ni su boca por fresca, ni su talle por esbelto, sino toda ella por cierta atmósfera de melancolía que, circundándola como un ropaje ideal, daba a sus ojos apacible tristeza, y a su boca sonrisa resignada, y a su cuerpo entero una dejadez y laxitud en mayor grado poderosas y excitantes que la más espléndida hermosura o la más astuta coquetería.
Ruiloz ocultó cuidadosamente su amor, pensando que ni la situación de aquella familia ni el poco tiempo que en su amistad llevaba le permitían por entonces otra cosa; pero este mismo forzoso secreto sirvió de incentivo a su deseo.
Entre tanto, la enfermedad de Clotilde volvió a agravarse, precisamente cuando el balneario se iba quedando desierto. La fecha de la clausura estaba cercana, y el médico no decía palabra de volver a la corte; si alguien le hablaba del regreso, respondía con evasivas: pero como nadie se engaña a sí mismo, harto persuadido estaba de que Julia, únicamente ella, era quien le retenía allí. Por fin se marcharon de Saludes hasta los criados y camareros: no quedaron en el lugar más que la familia Molínez y el doctor. Entonces éste, temeroso de que aun a sus nuevos amigos pareciese sospechosa tal conducta, mortificado por la suposición de que pudieran creer que prolongaba su estancia allí para hacer pagar más caros sus cuidados, y sobre todo aguijoneado por el amor, determinó salir de dudas.
Una noche vio que Julia tenía los ojos como puños, de haber llorado. Nada se atrevió a preguntarle; pero al día siguiente, que era domingo, esperó muy de mañana a la criada vieja de doña Carmen, y acercándose a ella cuando salía de la iglesia le rogó que le siguiese hasta su despacho del balneario, donde, primero con astucias y luego con ofertas trató de averiguar lo que tanto deseaba saber.
Aquella buena mujer le dejó hablar cuanto quiso, sin interrumpirle; oyó sin chistar los inocentes y mal rebuscados pretextos en que fundó sus preguntas, y luego, sonriendo como diplomático que no se resigna a darse por engañado, le dijo con la respetuosa franqueza propia de algunos sirvientes viejos.
—Mire V., señor doctor, hace muchos días que esperaba esto… vamos, que me buscara V.
—¿V. lo esperaba?
—Tan seguro lo tenía, que antes de venir he pedido permiso a mi ama doña Carmen.
—¿Y qué le ha dicho a V.? ¿Y por qué lo sospechaba V.?
—¿Me da V. su permiso para que hable clarito?
—Se lo ruego.
—Pues V. está enamorado de la señorita Julia; V. ha comprendido que en la casa pasa o ha pasada algo muy gordo, como vulgarmente se dice, y quiere enterarse… naturalmente, un hombre tiene derecho a saber lo que puede importarle.
—Y esto que V. dice, ¿lo sospecha también doña Carmen?
—A mi señora no se la escapa nada.
—¿Y doña Clotilde y su marido?
—La enferma, V. lo sabe, no está para nada: el señorito Javier no sé si se habrá fijado; pero ese… lo mejor que le podía suceder era que la señorita Julia saliera de casa.
—¿Y ella?
—Doña Carmen dice que sí, que la señorita ha comprendido que V. la quiere; yo, a decir verdad, no lo sé. ¡Ojalá le hiciese a V. caso! todo se lo merece… aunque no sea más que por lo que ha sufrido.
—Veo que con una mujer como V. no hay que andarse por las ramas, y menos estando doña Carmen enterada de…
—Pues pregunte V. lo que quiera. Soy vieja, llevo veinte años al lado de doña Carmen, y ya le digo a V. que estoy aquí con su consentimiento. Lo que V. desea saber es… la situación de la señorita Julia en la casa, el por qué no se lleva bien con la señorita Clotilde y con su marido; en fin todo lo que pasa.
—Cabal.
—Va V. a salir de dudas. La señorita Julia es sobrina carnal de doña Carmen, hija de una hermana suya que murió hace quince años. La ha criado como a su propia hija, que es de la misma edad, poco más o menos. En vez de una hija, han sido dos… y, la verdad, la señorita Julia es de mejor índole, más cariñosa y dulce.
—¡Eso un ciego lo ve!
—Hace tres años comenzó D. Javier a seguirlas por todas partes: a teatros, conciertos, paseos… en fin, lo que hace un enamorado.
—¿De quién?
—De la señorita Julia. Por fin le presentaron en la casa; ella no le puso mala cara, y estuvieron en relaciones… cosa de seis meses.
—Pues no comprendo…
—Al cabo de aquellos seis meses llegó el verano. Mis señoritas tienen costumbre de salir de Madrid todos los veranos, y se encontraron con que aquel año no podían: verá V. por qué. La casa donde vivimos en Madrid es de doña Carmen; un caserón viejo, a la antigua. Mi señora quería hacer obra, obra grande; tirar tabiques, reformar muchas cosas, tapizar luego habitaciones… un trajín de todos los diablos; y, por otra parte, no quería renunciar al viaje, cuestión de salud. Tenemos un administrador viejecito, un buen señor, pero con tantos años sobre sí, que no sirve para nada. En una palabra, hacía falta que se quedara alguien con él. Total; nos quedamos en Madrid el administrador, la señorita Julia y yo, pasando todo el verano vigilando a los operarios. La señorita Julia comprendió que debía dar este gusto a doña Carmen… y de ahí nació todo.
—¿Y qué tiene eso que ver?…
—¿No lo adivina V.? Doña Carmen y la señorita Clotilde se fueron con una doncella, nosotras nos quedamos y… aquí entra lo feo. Doña Carmen, que había autorizado los amores de la señorita Julia con D. Javier, prohibió naturalmente que éste entrase en la casa durante su ausencia, y ella, más buena que el pan, para evitar toda clase de habladurías, pidió a su novio que se marchara también de Madrid durante el verano. Y él se fue, sí, señor; pero se fue donde estaban ellas: primero a San Sebastián, luego a Biarritz, quince días a París… y donde fue no lo sabemos, pero…
—¿Clotilde le robó el novio a Julia?
—Sí, señor; robado, esa es la palabra. Parece que la cosa comenzó con bromas y coqueteos; no sé lo que sucedería; pero o ella le volvió loco, o él pensó que más valía la rica que la pobre. A mitad del verano dejó de escribir a Julia. El administrador y yo creímos que la señorita se moría: doña Carmen llegó a Madrid enferma del disgusto, porque ya se traía tragada la infamia. ¡Qué cosas le dijo a su hija! No hubo medio de evitarlo: él amenazó con sacarla depositada, y, ante el escándalo, hubo que ceder. Este es el secreto de todo. Como V. puede imaginar, se acabó la tranquilidad.
No hay palabras con que expresar el asombro de Ruiloz, asombro mezclado de pena, pues su primera suposición fue que Julia seguía enamorada de Javier. Trató, sin embargo, de coordinar sus pensamientos, y preguntó a la vieja:
—Pero dígame V.: después de todo esto, ¿cómo sigue la señorita Julia viviendo en la casa?
—Viven y no viven juntos. La señorita Clotilde y su marido tienen el bajo, que es independiente; doña Carmen, Julia y yo, el principal. En Madrid ellas dos apenas se veían. Por eso han sido aquí los rozamientos, en cuanto se han acercado. Además, ella quiso meterse monja… ponerse de institutriz… ¿cómo había de permitirlo la señora?
—Todo está explicado.
—¡Claro! Aquí han sido los disgustos gordos. Cuando V. mandó llamar a mi ama, la señorita Julia no quiso que viniera sola: pensó que tendría calma para ver a la otra, para verle a él… y no ha habido tal calma. Esta es la situación.
—¿Y no hay más?
—Lo demás es muy delicado.
—¡Pobre mujer!
—¡Figúrese V.! Está colocada en la alternativa de tener que abandonar a doña Carmen a quien todo se lo debe, o soportar la presencia de los otros. Y ahora comprenderá V. también la influencia que han de tener ciertos sacudimientos morales en la enfermedad de doña Clotilde; porque, a mí no me cabe duda, también ella ha de sufrir… ¡y bien castigada está! Clotilde sabe que Julia la desprecia, y al mismo tiempo está celosa de ella.
—¡Si Julia quiere, yo la haré feliz!—exclamó Ruiloz en un rapto de indignación mezclada de ternura.
Y en aquel momento comprendió que la quería de veras. No, no era sólo la atracción de lo misterioso y anormal; era que aquella mujer se le había metido en el alma. Hizo un esfuerzo por serenarse, dominó la impresión que sentía, y dijo:
—Pues bien; sólo dos cosas deseo saber ahora; primera: ¿cree V. que Julia quiere todavía a D. Javier?
—Me parece demasiado altiva, demasiado digna…
—Segunda: ¿cree V. que doña Carmen apoyará mis deseos?
—Cuando me ha permitido venir aquí, es que ha visto en V. un hombre honrado para su Julia.
—Pues si es así, yo aprovecharé la primera ocasión que se me presente propicia para hablar con Julia. ¡Con tal de que su antiguo amor hacia Molínez no sea una verdadera pasión!
—Se me figura que no; eso V. lo averiguará. Y ahora, para concluir, yo también tengo que hacer a V. una pregunta por encargo de mi ama, y claro está que repetiré con la mayor prudencia lo que V. diga. Vamos a ver: ¿cuál es el verdadero estado de la señorita Clotilde?
—Hoy por hoy, gravísimo. Creo, sin embargo, que de esa crisis saldremos adelante; pero de las que vengan luego no respondo; en uno de esos ataques tiene que quedarse. De modo que si ahora se alivia, lo antes posible, a Madrid con ella.
Desde la mañana en que Ruiloz habló con la criada confidente de doña Carmen, subieron de punto sus cavilaciones. Ya sabía cuanto deseó saber; ya conocía el secreto de aquella familia, el motivo de las tristezas de Julia, y sin embargo, sus dudas eran más dolorosas que antes. Ella en nada desmereció a sus ojos, siguió pareciéndole tan digna de ser querida como antes; nada viturable halló en su conducta; había amado a un hombre que la despreció por otra, ni más ni menos… Allí la traidora, la digna de censura era Clotilde. Para Molínez no encontraba calificativo bastante duro: era un miserable vulgar, que sintiendo inclinación hacia una mujer la dejó en cuanto supo que era pobre, dándole por rival a su misma prima, prolongando luego una situación en que la infeliz había de sufrir doblemente con mortificaciones de amor propio y… acaso, acaso con dolorosísimos celos. Porque ¿quién podría decir si Julia no amaba a Javier? ¿En qué consistiría su tormento? ¿En la postergación sufrida, o en el desengaño experimentado? ¿Quién era capaz de saber lo que pasaba en su alma? El haberle quitado el novio, ¿significaba para ella la simple humillación del orgullo femenino, herida hecha en la vanidad, que escuece pero se cura, o sería tal vez el robo de sus ilusiones y la muerte de sus esperanzas? Aquel odio hacia Clotilde que Julia no podía encubrir ¿era expresión más o menos exagerada de desprecio y superioridad, o era el rencor de un alma a quien se habían cerrado las puertas de la dicha? En una palabra, ¿habría Julia sentido por Molínez un amor tibio y pasajero, ya extinto, o una de esas pasiones que en la adversidad se exacerban y llenan toda la vida?
Ruiloz necesitaba saberlo, pues una cosa era para él pretender a quien sólo fue requerida de amores consintiendo en ello, y otra cosa muy distinta sería aspirar a enseñorearse de un corazón que tenía dueño, tanto más adorado cuanto más imposible era poseerlo. Finalmente, comprendía que le era indispensable averiguar si Julia odiaba a Clotilde tan sólo por su pasada perfidia, o si estaba celosa de ella porque amase a Javier.
Las circunstancias le favorecieron, y él las aprovechó, empleando medios conforme a su índole soñadora y romántica, siempre propensa a recursos en que la fantasía superaba al raciocinio.
Cualquier otro hombre hubiese comenzado por galantear a Julia hasta esperanzarse con algún fundamento, para seguir después enamorándola a fuerza de sinceridad y prudencia: él comenzó a discurrir ante todo la manera de salir de dudas; lo demás, suponía que se haría solo.
Pronto se le presentó la oportunidad de poner su imaginación al servicio de su propósito.
A los pocos días de hablar con la criada de doña Carmen se acentuó el retroceso en el padecimiento de Clotilde, a quien velaban alternativamente una noche su marido con la doncella, y otra Julia con doña Carmen, la cual solía echarse en un sofá mientras Julia pasaba el rato leyendo y pronta al cuidado de la enferma.
Para una de estas noches concibió y dispuso Ruiloz su plan, ideado acaso con no muy sólido fundamento, por suponer al prójimo capaz de afectos más vehementes que los por él experimentados, pero que a juicio suyo había de darle plena certidumbre de los sentimientos de Julia.
Por la tarde el doctor tomó en su casa dos frascos, uno de cabida como para treinta gramos, y otro muy pequeño: llenolos ambos de agua clara, y, sin añadir nada al primero y mayor, vertió en el segundo una materia inofensiva, que dio al agua transparente un color amarillo tan brillante, que puesto el vidrio al trasluz, parecía contener oro líquido. Luego tapó cuidadosamente ambos frascos, y esperó a que llegase la ocasión deseada.
Las habitaciones que servían de albergue a los Molínez eran espaciosas y estaban amuebladas a estilo de pueblo, contrastando con la vetustez y modestia de cuanto había en ellas el aspecto moderno y la riqueza de los utensilios, ropas, neceseres y estuches de los madrileños: un saco, una manta de viaje valían más que todo lo puesto a su disposición por el huésped.
Ocupaba el centro de la casa una sala grande con dos dormitorios, uno a cada lado: el de la derecha para doña Carmen y Julia; el de la izquierda para Clotilde y su marido.
La enferma, casi privada de poder acostarse, pasaba muchas horas sentada en una gran butaca, junto a un ventanón, al través de cuyos cristales, pequeños y emplomados, se descubría un hermoso y pintoresco valle. Cuando quería dormir se extendía en aquella misma butaca, y apoyada en varios almohadones, lograba conciliar el sueño. Una lámpara muy lujosa, llevada de Madrid, iluminaba el gabinete, mientras Clotilde estaba desvelada, encendiéndose en su lugar, cuando quería dormir, una bujía puesta en el suelo y tapada con una manta colgada entre dos sillas.
Tal era el aspecto de la estancia una noche en que doña Carmen y Julia debían velar a Clotilde.
Ruiloz procuró entretenerse un rato con doña Carmen, hasta que Javier se retiró a descansar; luego fue dejando decaer el interés de la conversación que sostenía con ella hasta verla dar cabezadas, y cuando se hubo dormido por completo fue acercándose hacia Julia, que estaba leyendo junto a un velador, encima del cual lucía la lámpara, cuya pantalla arrojaba toda la claridad sobre su gentil figura, dejando los extremos de la habitación en sombra. Tenía puesto un traje de lanilla gris liso y muy ceñido; la respiración pausada y tranquila imprimía a su hermoso pecho un movimiento regular, y un rizo sedoso y negro, escapado de entre las horquillas, le ocultaba parte de la frente.
No parecía interesarle gran cosa la lectura: había instantes en que los ojos se le quedaban inmóviles, fijos, cual si entre ellos y el periódico se interpusiese algo indefinido y soñado que abstrajese su alma de cuanto la rodeaba, dibujándose en su rostro una sonrisa de hastío y de tristeza; pero otras veces al menor ruido que procediese de donde estaba Clotilde, aquellos mismos ojos se animaban de pronto, como si en ellos fulgurase la llamarada de un impulso indomable. Si Clotilde respiraba fuerte o se movía, haciendo crujir levemente sus ropas, Julia, alzando súbito la cabeza, quedábase mirándola, con las pupilas incendiadas por un relampaguear indefinible y extraño, tan extraño, que nadie hubiese podido decir si era expresión de odio o muestra de terror. En aquellas miradas imposibles de descifrar estaba retratada su situación. ¿Qué afecto agitaría su alma? ¿La soberbia de un perdón desdeñosamente otorgado? ¿La indiferencia del desprecio? ¿Tal vez la compasión que inspira la desgracia, aun merecida, o acaso el rencor involuntario y hondo que con ningún infortunio se apacigua?
Al llegar Ruiloz al lado de Julia, ésta dejó caer el periódico sobre el velador, disculpándose de haber seguido leyendo.
—Creí que se había V. marchado.
—¿Sin despedirme?
—V. ya es de casa.
—¡Ojalá!
—¿Por qué?
Ruiloz, sin contestar a esta pregunta, siguió:
—Me he quedado para hablar con V.
—¿Conmigo?
—Sí; V. es aquí tal vez la única persona con quien se puede hablar claramente del gravísimo estado de esa pobre señora. ¿Para qué mortificar más a su madre y a su marido?
—¿Cree V. que hoy está peor?
—Sí; y quisiera hacer una prueba con ayuda de V. Si V. no se hubiese quedado hoy a velarla, habría esperado, porque para lo que intento, no puedo fiarme del marido, a quien la emoción quitaría serenidad, ni menos de la madre…
—V. dirá lo que se debe hacer.
Ruiloz miró hacia doña Carmen para convencerse de que seguía durmiendo, y sacando del bolsillo los dos frasquitos, el del agua clara y el de agua teñida de amarillo, dijo enseñándolos a Julia y refiriéndose al segundo:
—Este es un medicamento de una violencia excepcional; hay que emplearlo con la mayor precaución; no hay veneno que se le iguale.
—¿Y cómo se da eso?
—Ahora lo sabrá V. Clotilde habrá tomado esta tarde poco alimento…
—Muy poco.
—Probablemente se despertará, y entonces le da V. dos cucharadas de lo contenido en el frasco grande. Tal vez siga tranquila, y en ese caso, nada. Pero lo casi seguro es que sobrevenga una excitación muy fuerte, y entonces le da V. cuatro o seis gotas de lo del frasquito amarillo. Muchísimo cuidado: es absolutamente necesario que la excitación sea indudable y fuerte, porque si toma el segundo medicamento sin haberse producido la alteración, en situación normal… la muerte sería cosa de dos horas. ¿Me ha comprendido V. bien?
—Creo que sí—repuso temblando.
—Al ponerse agitada, nerviosa, casi delirante, el frasco amarillo; y, no lo olvide V., si esa excitación no viene, dárselo es matarla.
En seguida Ruiloz, aparentando la indiferencia con que suelen hablar los médicos de estas cosas, se despidió y salió, dejándola con los dos frascos sobre el velador y llena de sobresalto el alma.
Realmente aquello era un engaño, sólo posible con una persona ignorante en cosas de medicina; mas la situación de Julia no dejaba por eso de ser tremenda.
La casualidad, acaso la Providencia, ponía en sus manos la existencia de Clotilde. Estaba moribunda, su vida pendía de un hilo, y ese hilo ella podía cortarlo con completa irresponsabilidad… ¿Matarla? no: no más que adelantarle un poco la hora de la muerte, y la impunidad sería absoluta, nadie había de saberlo. Con decir que sobrevino la agitación prevista por el doctor y que le dio el segundo medicamento…
Sí; aquella era la hora de la venganza, el momento de la expiación, tan fácil como nunca pudo soñarla un espíritu rencoroso. Además, ¿quién iba a sospechar de ella, cuando el médico sería el primero que la pusiese a salvo?
Ruiloz lo calculó todo de un modo diabólico. Las dos supuestas medicinas eran agua: ni la primera había de causar agitación, ni la segunda podía producir la muerte; pero si Julia daba la última, su intención no ofrecería duda de ningún género: habría mentido al decir que vino la excitación, y habría demostrado, sólo para Ruiloz, el deseo de abreviar la vida de Clotilde. En una palabra, Ruiloz iba a penetrar en el alma de Julia: si ésta procuraba la muerte de Clotilde, era señal de que seguía enamorada de Javier, o de que sin amarle era rencorosa hasta la perversidad, e indigna de ser querida; si lo contrario, demostraría primero que su corazón era incapaz de venganza, y tal vez que su amor a Javier era sentimiento extinguido.
De esta suerte quedaron ambos al separarse, lleno de confusión el pensamiento: Ruiloz porque aquella prueba había de revelarle el temple y la índole de la mujer querida, y Julia porque a solas con su conciencia imaginaba ser juez en causa propia.
¡Qué noche tan larga… y qué ideas tan negras!
Pero su voluntad no vaciló, la entereza de su virtud no desfalleció un instante; mas la imaginación… a esa ¿quién le corta las alas?
Al través de los vidrios y visillos de las ventanas se veían lucir las estrellas; turbaban el silencio los ruidos característicos del campo; ya el campanilleo de una recua, ya el rechinar de un carro, ya los graznidos de las aves rapaces que buscaban nidos entre la espesura del ramaje.
A las tres de la madrugada la enferma pidió agua; Julia se la dio. La tentación no había hecho presa en su alma, y sin embargo, todo su cuerpo temblaba, no por miedo al delito, sino sólo ante la facilidad de poder ejecutarlo.
—Te tiembla la mano—dijo Clotilde con voz débil al tomar el vaso.
—Tengo frío—repuso Julia.
Y llena de espanto pensó en cuál otro y cuán distinto sería su temblor si hubiese aceptado la idea del crimen. Clotilde, apurando el agua, miró con precaución en torno, y bajando cuanto pudo la voz, preguntó:
—¿Estamos solas?
—Sí.
Entonces, dominada por uno de esos impulsos misteriosos que hacen pensar a dos almas en una misma cosa al mismo tiempo, atrajo a Julia hacia sí, diciendo con acento de súplica:
—¿Aún me guardas rencor?
—Calla y duerme—repuso aterrada, pareciéndole que evocar lo pasado era incitarla al delito.
A las cuatro y media, cuando empezaba a despuntar el día, Clotilde llamó otra vez. Julia, con mano firme y pulso seguro, le dio la cantidad que debía del líquido contenido en el frasco grande, y esperó… ¿Vendría la agitación esperada y temida por el doctor?
Clotilde quedó inmóvil y adormilada, como en reposo absoluto de espíritu y de cuerpo; apenas se notaba su respiración.
A Julia se le apagó la lámpara, y cogiéndola sin llamar a nadie, la sacó fuera para que no diese tufo, yendo a dejarla en uno de los cuartos inmediatos.
Ya era día claro. Avida de ambiente puro, abrió un balcón que daba al huerto, y apoyada de pechos en la barandilla, respiró con fuerza, larga y deleitosamente el aire fresco del amanecer. ¡Qué sol tan hermoso!… Y en su alma, ¡qué dulcísima paz!
Ruiloz halló a la enferma igual que la víspera. Julia le dijo que había pasado la noche sin novedad, y le devolvió el frasquito del líquido amarillo, diciendo con la mayor naturalidad.
—No ha hecho falta.
Aprovechando una pasajera mejoría de Clotilde, se decidió pocos días después la vuelta a Madrid, pero sin esperanza: ella misma, convencida de su próximo fin, murmuraba tristemente al salir del pueblo:
—¡A morir a casa!
Ruiloz les acompañó hasta la estación, donde llegaron largo rato antes de la hora de salida.
El día era hermosísimo: un airecillo manso y saturado de aromas campestres movía lentamente los árboles; los andenes estaban casi vacíos; no se oían más ruidos que el rodar del ómnibus que regresaba al pueblo y el alegre piar de una bandada de gorriones, que venía revoloteando a posarse en los alambres del telégrafo. Doña Carmen y Javier estaban al lado de Clotilde, para quien se había dispuesto en la sala de descanso una butaca. Julia y Ruiloz paseaban calladamente, yendo y viniendo desde los almacenes de mercancías hasta el depósito de agua, que servía como de abrevadero a las locomotoras.
De pronto ella, dando, sin saberlo, pie al médico para que dijese lo que tenia pensado, le preguntó:
—¿Estará V. aquí todavía mucho tiempo?
—No; iré a Madrid muy pronto.
Y al mismo tiempo, fijando en Julia la mirada, se permitió cogerle familiarmente una mano, y como quien está resuelto a no callar, continuó:
—¡Por lo que V. ame más en el mundo!… óigame V. un instante. Sé lo buena que es V…, lo que V. merece, lo que ha sufrido… Le ofrezco a V. un nombre honrado, una posición independiente… y un tesoro de cariño. ¿Quiere V. ser mi mujer?
Ella calló un momento entre absorta y halagada, sin gran sorpresa, exenta de enojo: después bajó los ojos, y alzándolos luego y mirando cara a cara, repuso:
—¿Está V. seguro de lo que siente? ¿Es que me quiere V…, o que me compadece? Porque V. sabe algo… No, no será amor… es lástima.
—¿Cree V. que se casa nadie por lástima?
—¿Sabe V. que soy pobre? ¿Que no tengo absolutamente nada?
—Y me alegro con toda mi alma.
Entonces, inundado el corazón de una felicidad tanto más intensa cuanto menos prevista, le dijo:
—Debemos pensarlo mucho. Venga V. pronto a Madrid… y hablaremos. ¿No cree V. que debemos conocernos más?
—La conozco a V. mucho más de lo que imagina.
Pocos minutos después partieron los viajeros.
Doña Carmen y su criada cuchicheaban a un extremo del vagón: Javier iba contando un puñado de monedas de plata; Clotilde, reclinada sobre un montón de almohadones, tenía impresas en el semblante las señales de un dolor intenso.
Ruiloz quedó solo e inmóvil en el andén, al borde de la vía… triste, atormentado de mil cavilaciones; pero pronto abrió el alma a la esperanza, porque Julia permaneció asomada a la ventanilla hasta perderse el tren de vista en una curva que comenzaba junto a la salida de agujas.
Luego se oyeron lejanos los resoplidos del vapor, rasgó los aires un silbido y en el espacio quedó flotando una nubecilla blanca.