SEGUNDA PARTE

I.

SANTİAGO, por conducto del Arcángel San Miguel, jefe del cuarto militar de Dios Nuestro Señor, pidió una audiencia a su Divina Majestad, y al día siguiente recibió un B. L. M., en el cual se le anunciaba que a las tres de la tarde sería introducido ante el trono del Altísimo.

—¡Ya de vuelta, Jaime! —exclamó el Todopoderoso, al ver entrar al Apóstol. —¡Bien venido! —dijo la Santísima Virgen, muy contenta del regreso de su predilecto devoto—. ¿Cómo dejas a mis hijos los españoles?

—En cuanto a religiosos, que es lo principal, no hay nada que decir. Bien puedo asegurar a Vuestra Divina Majestad y a su excelsa Madre que, a despecho de las maquinaciones del enemigo malo, la veneración, el amor y la popularidad de que somos objeto en aquella bendita tierra no menguan ni se debilitan, antes más bien parece que se afianzan y robustecen de día en día.

—¿Y en cuanto a lo demás? —preguntó el Omnipotente.

—Señor —contestó el Santo, algo turbado, porque siendo tan amante de España no se atrevía a decir nada en su menoscabo—, confieso que en mi patria adoptiva quedan algunas cosillas por arreglar, y que los poderes que obtuve de Vuestra Divina Majestad no dieron el resultado apetecido.

—Si Yo pudiese dudar de algo —dijo el Eterno—, nunca hubiera tenido confianza en el éxito de tu empresa. Ya lo has visto por tus propios ojos. Aquella es gente incorregible en las cosas terrenas, y por lo tanto hablemos de asuntos menos enojosos…

—Señor, implorando la misericordia de Vuestra Divina Majestad, le ruego encarecidamente que se sirva oírme, porque no he perdido del todo la esperanza…

—¿Qué esperanza, Jaime? ¡Por Mí, ponte en razón! ¿Crees posible que aquellas gentes se corrijan? Ni por milagro.

—¡Ah, Señor! Si yo pudiese siquiera hacer uno, moviendo y forzando la voluntad del Gobierno que rige a mis clientes, ¡cuán felices no serían estos!

—Ya sabes que no quiero en manera alguna que se tuerza el libre albedrío de los hombres.

—¡Por una vez! —exclamó la Virgen María.

—Pues bueno; sea. Basta que me lo pida mi adorada Madre. Vuelve a España, Jaime; hazte invisible, estudia a los españoles, infórmate de sus deseos, líbrales de lo que más censuren y otórgales lo que ambicionen. Al efecto doyte la facultad de rendir a tu antojo, mas por una sola vez, la voluntad del poder supremo de la nación, y si te arrepintieres del resultado de tu propia obra, concédote el don de anularla por completo.

—¡Señor! —exclamó Santiago, con grandes muestras de regocijo—; ¡se lo agradeceré toda mi eternidad! Gracias, gracias, Dios mío.

Y dirigiéndose a Nuestra Señora, añadió:

—¡Gracias, oh tú, la más bendita de las mujeres!

—Ve conmigo, y hasta la vuelta.

—Adiós, Santiago —dijo la Reina de los Ángeles.

Y el Apóstol, haciendo genuflexiones, salió del salón del Trono, acompañado del Arcángel San Rafael, Grande del Paraíso, de primera clase, ayudante de campo de su Divina Majestad e introductor de Santos.

 

II.

A pie salió esta vez de la celeste mansión el abogado de España, y emprendiendo el camino del sistema solar, echó una ojeada a los diferentes planetas que giran en torno del astro del día. Pronto distinguió al nuestro por la luz azulada que despide, y dirigiendo a él sus pasos, detúvose a cosa de 20.000 kilómetros de buen andar, del término de su cósmico viaje. A distancia semejante, parecía el globo terrestre tan grande como la bóveda del cielo vista desde una eminencia de la Tierra. En aquella sazón, puesto el Santo de espaldas al sol, vio ante sí el hemisferio del Nuevo Continente, que destacábase brillante en medio de las manchas oscuras formadas por los Océanos Atlántico y Pacífico. América parecía un inmenso pie, cuya punta amenazaba al Mundo Antiguo,  el cual asomó después por la izquierda. Aparecieron primero: hacia el Norte la Rusia asiática, al Sur la Australia y Nueva Guinea en el Ecuador, luego el Japón y las islas Filipinas, y sucesivamente China, Borneo, los Estrechos, la Indo-China, el Indostán, la Arabia y la costa oriental de África.

De pronto, púsose el Apóstol de rodillas en medio de la inmensidad del espacio, extendió los brazos y dobló la frente en señal de profundísima veneración: en aquel momento presentábase a su vista la Tierra Santa.

Rusia, Turquía, Austria, Alemania, el África Central, Italia, Francia, mostráronse después, y por fin, la Península Ibérica a manera de una gran piel de toro. Destacábase en medio de ella un punto apenas perceptible junto a una línea oscura formada por los valles de la Cordillera Carpetana: aquel punto era Madrid.

Entonces Santiago quedó invisible, y siguiendo su viaje, no paró hasta hacer pie en la Puerta del Sol.

III.

A decir verdad, lector benévolo que has llegado hasta este punto de la narración de mi cuento, desesperé de darle fin, pues si bien me hallaba en la corte de España cuando estuvo en ella nuestro Santo Patrón, no parecía sino que mi memoria, de suyo flaca y endeble, ni aun reminiscencias conservaba de los sucesos a que dio lugar tan extraordinario acontecimiento.

En vano con diligente solicitud traté de buscar y adquirir informes; en vano consulté las colecciones de los periódicos, que en estos tiempos son la crónica más o menos concienzuda y verídica de los sucesos; en vano apelé al testimonio de mis convecinos: los primeros guardaban profundo silencio, y los últimos juzgábanme fuera de juicio cuando les preguntaba:

—¿Presenciaron ustedes lo que pasó en Madrid cuando vino Santiago?

Resuelto estaba ya a no escribir la segunda parte de este cuento, conseja o pasatiempo infantil, como quieras llamarlo, porque no hallaba medio de darle remate, cuando una noche, olvidado ya este asunto, soñé lo que a continuación vas a leer. Si tienes la paciencia de llegar hasta el fin, sabrás la causa de que nadie recuerde el peregrino suceso que voy a referirte, a pesar de que acaeció en época muy reciente.

Parece ser que Santiago estuvo varios días en Madrid y en otras poblaciones de la Península, y conservando el riguroso incógnito de su invisibilidad, dedicose con especial cuidado a averiguar los pensamientos y deseos de la mayoría de los españoles en los asuntos concernientes a la cosa pública.

«¿De qué se quejan estas gentes? —decía para sí después de maduro examen—. Del Ministerio, sea el que fuere, y de cuanto de él depende.

»¿Qué ambicionan? Vivir a costa del presupuesto, gozando del mayor sueldo y del menor trabajo posibles.

»Pues suprimamos lo primero y demos la mayor extensión imaginable a las clases pasivas. Si faltan recursos pecuniarios, yo puedo proporcionarlos inagotables.»

Hecho este razonamiento, llevó a efecto el milagro más sorprendente que imaginarse puede.

Facultado por Dios Nuestro Señor para realizar uno, forzando y moviendo la voluntad del Gobierno, una noche en que se celebraba Consejo de Ministros presidido por el Rey don Alfonso XII, entrose bonitamente en la Cámara real, y disponiendo del albedrío de cuantos allí estaban, hizo que aquellos sometieran al Monarca, y este aprobase, el siguiente

«REAL DECRETO

»De acuerdo con el Consejo de Ministros,

»Vengo en jubilar, con el haber de 30.000 pesetas anuales, a todos los funcionarios que cobran del Estado y de las Corporaciones populares, y en conceder la licencia absoluta, el retiro y la situación de reserva respectivamente a los soldados, oficiales, jefes y generales de todas las armas e institutos, con el mismo haber de 30.000 pesetas.

»Vengo en conceder una pensión vitalicia anual de 30.000 pesetas a todos los españoles de ambos sexos no comprendidos en el párrafo anterior.

»Dado en Palacio a 29 de febrero de 1881. — ALFONSO. — El Presidente del Consejo de Ministros, Práxedes Mateo Sagasta.»

 

IV.

Este decreto, firmado por el Rey a la una de la madrugada del 29 de febrero, apareció en la Gaceta de Madrid repartida al amanecer del mismo día.

La nueva de la disposición oficial cundió por la corte con la rapidez del rayo. Los barrenderos de la Villa, ebrios de gozo, abandonaron al punto su matutina faena para entregarse a copiosas libaciones a cuenta de la jubilación; las placeras, arrojando las mercancías al arroyo, desgañitábanse dando desaforados vivas al Gobierno por la merced recibida;  las criadas de servir tiraban los cestos de la compra, y las más acudían presurosas a los alrededores de los cuarteles para cerciorarse de que la gracia era extensiva al elemento militar; los soldados, licenciados por sus jefes, dejaban los fusiles para fraternizar con aquellas; los cocheros de plaza despedían a los viajeros, y confiando los vehículos al instinto de los caballos, se declaraban en huelga; retirábanse los alguaciles y agentes de orden público, considerándose jubilados; muchos de los habituales concurrentes a los garitos no corrían, volaban en busca de usureros que les prestaran algunas sumas con retención de la paga;  aparecían en las puertas de las tiendas rótulos diciendo: Cerrada por cesación de comercio; parábanse las fábricas y los talleres; quedábanse las casas sin criados ni porteros; los Ministerios, huérfanos de empleados y hasta de pretendientes; detenidos los trenes en las estaciones por falta de personal; y solitarias la Universidad y las escuelas; en fin, nadie quería dedicarse al trabajo, creyendo su subsistencia asegurada con las 30.000 pesetas anuales.

Varios prestamistas, sin embargo, de suyo codiciosos, creyeron que aquella era la ocasión propicia de estrujar al prójimo, y pusieron grandes carteles, escritos a mano, porque no había ninguna imprenta abierta, anunciando que daban dinero sobre pensiones. Al punto sus casas fueron un jubileo, y a medida que la demanda aumentaba, por la ley natural de las transacciones, el interés del dinero fue subiendo hasta llegar a 5.000 por 100.

Trataron los periódicos de dar un suplemento; pero ¿cómo, si no se encontraba un cajista por un ojo de la cara? Por favor especial un diario popular consiguió reunir tres de aquellos y dos marcadores, pero tuvo que pagar a duro la línea y a peseta cada ejemplar de la tirada.

Seguían entretanto sin lumbre los hogares, y eran pocos los madrileños que habían conseguido desayunarse.  En vano acudían muchos a las fondas, cafés y tabernas; los dueños se habían visto obligados a cerrar sus establecimientos hallándose sin camareros y con las provisiones agotadas.

A todo esto dieron las dos de la tarde, y Madrid tenía hambre, pero hambre de rico, y para satisfacerla no quedaba más recurso que apelar a la violencia. «¡A saquear las tahonas y las lonjas de ultramarinos!» gritaban algunos, y la cuestión de orden público se presentaba imponente y aterradora. Mas el pueblo, contenido aún por la gratitud, siendo tan reciente el beneficio que debía al Poder, oponíase a todo procedimiento de fuerza. ¿Qué hacer? No había autoridades; todas estaban jubiladas.

«¡Acudamos al Rey!» dijeron algunos; y la muchedumbre que recorría las calles encaminose a la Plaza de Oriente.

El Monarca se asomó al balcón que cae sobre la puerta del Príncipe, y la mirante turba prorrumpió en atronadoras aclamaciones.

Una Comisión representando al pueblo allí congregado subió a las reales habitaciones para pedir al Soberano que nombrase autoridades; pero había surgido un conflicto constitucional irresoluble. En virtud del Código fundamental, los mandatos del Rey no pueden llevarse a efecto si no están refrendados por un Ministro. No existía ninguno desde que el Gabinete Sagasta había sido jubilado, como los demás funcionarios públicos, y por lo tanto no había medio de que la Corona hiciera uso de su libérrima prerrogativa.

Mas como sucede en estos casos de justicias populares, en el asalto de las tahonas, lonjas y tabernas fueron más los productos alimenticios y el vino que se perdieron lastimosamente, que los que llegaron a la boca de la mayoría de los madrileños, la cual ya entrada la noche, seguía desfallecida de hambre, mientras que los más fuertes y atrevidos desperezábanse de puro hartos.

Y a todo esto, Madrid estaba sepultado en la oscuridad más profunda, porque aquella no era noche de luna,[*] y los empleados del gas se habían declarado en huelga.

[*] El día anterior a las 11 y 18 minutos de la mañana había sido luna nueva. Quien dude de la veracidad de este detalle, puede consultar el calendario de dicho año.

Recorrían las gentes las calles a tientas, dando y recibiendo fuertes tropezones, y las más de aquellas, deseando ver el término de situación tan crítica y angustiosa, encaminábanse a la Plaza de Oriente para hacer una manifestación respetuosa contra el párrafo segundo del art. 49 de la Constitución del Estado,[**] y suplicar al Rey que convocase Cortes, y en unión y de acuerdo con estas, decretase y sancionase una adición a la Constitución para poder suspender siquiera por una vez los efectos de dicho artículo.

[**] Dice así: «Ningún mandato del Rey puede llevarse a efecto si no está refrendado por un Ministro, que por solo este hecho se hace responsable.»

Mas ¿cómo se expedía el decreto de convocatoria sin faltar al precepto constitucional, no existiendo Ministro que lo refrendase?

La situación no podía, pues, resolverse por los trámites legales.

Los presidentes de las Cámaras, a la sazón suspendidas, fueron llamados a Palacio para que emitiesen su opinión.

Ambos, empleando una frase de un célebre exministro, se encogían de hombros y se limitaban a decir: «Las cosas se resuelven por sí mismas.»

Así fue; porque Santiago, autorizado por Dios para anular su milagro, deseoso de que no se infringiese una vez más un precepto constitucional, y persuadido de que la felicidad de los españoles no dependía del presupuesto, ni aun disponiendo este de recursos inagotables, hizo que al dar la primera campanada de las doce de la noche, todo el mundo olvidase lo que había sucedido durante el 29 de febrero y que volviesen las cosas al mismo ser y estado que tenían al terminar el día anterior.

En prueba de ello, si tú, lector, que has llegado hasta el final de este cuento, te tomas la molestia de ojear la colección de la Gaceta de Madrid, verás que falta el número de dicho día, del cual no ha quedado ninguna huella en los anales de la Historia.