LA insensata tiranía de las masas inconscientes, ciegas y fanáticas, amenazaba a Europa en el orden económico. Los hijos de la industria miraban con recelo la perfección de la máquina, destinada a substituir o a simplificar la fuerza humana. La oposición que en los talleres de la fabril Cataluña despertaba cada adelanto en los medios de producción trascendía a los ricos campos jerezanos, donde proferíanse amenazas de muerte contra el trabajador que emplease en las faenas agrícolas aquellos instrumentos manuales de uso más fácil y expedito.
A la utilidad egoísta, acaso momentánea, intentábase sacrificar el porvenir de la industria; al temor irreflexivo de un exceso de producción, la baratura del género, y a las asociaciones opresoras, fraguadas tal vez en el misterio, merced a la intimidación, la libertad individual y el espíritu de iniciativa, inagotables fuentes de riqueza y de progreso.
La propia voluntad y generosos impulsos del obrero supeditábanse al capricho de las colectividades veleidosas, y ante ellas enmudecía el sentimiento de justicia, y ante ellas, la razón, el sentido práctico, y hasta el personal interés, no se atrevían a levantar voces de protesta; que a tal obcecación conduce el espíritu de clase en las perturbadas inteligencias.
A los delirios de los fundadores de las escuelas socialistas de este siglo sucedieron las extravagancias del vulgo ignorante; a las atrevidas concepciones de la imaginación creadora, el bajo instinto de la torpe envidia; a las brillantes teorías del visionario, hijas quizá de un sentimiento generoso, la pasión desenfrenada, ávida tan solo del botín; a la revolución social, basada en sistemas quiméricos, las concupiscencias de la plebe, el vértigo de lo desconocido, la fascinación de la anarquía, la atracción del caos.
Entregado una noche a tales reflexiones, y meditando sobre las consecuencias que podría tener el reparto de la riqueza pública que acaricia la imaginación del vulgo, lentamente desvaneciéronse las ideas en mi cerebro, y tomando formas vagas, incoloras y difusas, no sé si de pronto o al cabo de un buen espacio —porque es imposible medir la misteriosa cadena que enlaza la vigilia con el sueño— me hallé en ese mundo lleno de claridades en medio de las tinieblas, de olvidados recuerdos que despiertan, de obstáculos que se allanan, de marchitas esperanzas que reverdecen, de acontecimientos que surgen sin lugar ni tiempo, de conceptos lógicamente enlazados o de pronto interrumpidos con extravagantes ideas; en ese estado, en fin, en que descansa la razón y vela la locura.
Imaginé que me hallaba en una tribuna del Congreso. Las Cortes españolas acababan de votar la nivelación social. No más ricos, ni pobres, ni propiedad: todos los españoles de ambos hemisferios debíamos ser iguales ante la fortuna: la demencia del equilibrio de la suerte era señora del mundo.
Mas ¿cómo hacer el reparto? He aquí el difícil, arduo y pavoroso problema que absorbía por entero la atención de los legisladores y del pueblo.
Elocuentes discursos resonaban en el augusto recinto; frenéticos aplausos recompensaban los arranques oratorios de la gloriosa tribuna española, sin rival por la majestad y la grandeza; las pesadas máquinas tipográficas, a las cuales aligera el tenue vapor, giraban incesantes despidiendo la palabra escrita; el pueblo se apoderaba con ansia del delgado papel mensajero de la buena nueva; la plaza pública convertíase en palenque de controversia, y con aquella emulaban la cátedra, el palacio, el círculo y la humilde vivienda del jornalero; cantaba el poeta, en inspiradas estrofas, el triunfo de la igualdad; el estadista ponía en tortura su inteligencia, buscando una fórmula de todo punto niveladora; meditaban los sabios; la osada presunción daba a los vientos de la publicidad las más peregrinas soluciones; conmovíase el país desde sus cimientos; la nación en masa deliberaba; pero la resolución del problema, el procedimiento verdaderamente igualador seguía en pie.
Los altos poderes, en los cuales reside la facultad de hacer las leyes, acordaron que el Estado se incautase de todo, obra hacedera en quien disponía de la fuerza; pero el Estado, a su vez, debía repartir la masa común entre los españoles, en proporciones completamente iguales; empresa ante la cual mostrábanse perplejas las Cortes, indeciso el Gobierno, impaciente la plebe y suspensos los ánimos de todos.
Proponían unos que la riqueza se repartiese a prorrata; pero ¿cómo se dividía una ciudad, por ejemplo, aunque no fuese más que entre sus habitantes, dadas las diferentes condiciones de los edificios, ni aun una casa entre sus inquilinos, variando el valor de cada piso, ni una comarca, en vista de la discrepancia de los terrenos, ni siquiera una propiedad rural, cuando las divisiones no podían ser homogéneas?
Pedían otros, entre los cuales predominaba el elemento ministerial, que el Estado repartiese los bienes según las obras de cada uno; pero ¿qué orden, qué equidad ni qué justicia presidirían a la distribución en un país donde la mayor parte de los destinos públicos, los ascensos y las mercedes venían siendo, más que recompensa del mérito, de la virtud o de los servicios, producto de la cábala política, del ciego favor o del nepotismo erigido en sistema? Semejante medio pugnaba con el principio nivelador votado por las Cortes, pues constituiría, al cabo, el más irritante de los privilegios: el privilegio del valimiento.
¿Y qué diré de los que querían apelar a la insaculación para el reparto, creando la aristocracia del azar?
Un partido numeroso inclinábase al comunismo icario de Cabet, confiando al Estado las funciones de curador de todos los españoles; pero ¿qué fuera de estos a merced de la omnipotencia administrativa con todo el lujo de expedientes inacabables, de resoluciones contradictorias y de leyes y reglamentos arbitrariamente interpretados? ¿Qué de la libertad individual en perpetua tutela de una burocracia opresora e indolente?
Los sansimonianos, que también los había, proclamaban la excelencia de sus doctrinas; mas ¿qué igualdad era de esperar en un sistema eminentemente jerárquico?
Los falansterianos pretendían, en vano, levantar cabeza. El pueblo mostrábase refractario a la vida monacal laica.
Triunfante la negación, que constituía la base del socialismo, ni los legisladores, ni la prensa, ni el instinto del pueblo presentaban una afirmación práctica que obtuviese la aquiescencia del mayor número.
Agolpábase la multitud en la plaza de las Cortes, y pedía a voces que estas diesen inmediata solución al asunto entonces objeto de caluroso debate, y la fórmula igualadora, con tanto afán buscada, no adelantaba un paso.
Crecía la inquieta muchedumbre allí reunida; cual río desbordado, las oleadas de gente invadían el peristilo; desgajábanse los árboles al peso de la curiosa juventud; el popular tumulto ensordecía el aire, y todo era confusión, bullicio, despecho y desenfreno en la plaza, y sobresalto, duda, miedo e incertidumbre, dentro del augusto recinto de la Cámara.
De pronto rechinaron los goznes de la puerta principal, que permanece generalmente cerrada, abriéronse de par en par las macizas hojas, y apareció bajo el dintel un anciano decrépito, de grave aspecto y reposado continente.
Era un diputado, objeto de universal consideración, aunque no siempre oído por el Congreso.
A su presencia apaciguáronse algún tanto los ánimos; retrocedieron las invasoras turbas, dejando libres las gradas del Palacio; poco a poco se fue apagando el clamoreo, y por fin, al levantar el viejo la mano en actitud de que iba a hablar, hízose la calma en medio de la apiñada muchedumbre.
Reinaba profundo silencio, interrumpido tan solo por el aire al azotar la gloriosa bandera enhiesta en lo más alto del monumental edificio, cuando el venerable anciano, adelantándose hasta el borde de la meseta, soltó la voz a semejantes razones:
«Ciudadanos: Las Cortes, doblegándose a vuestra voluntad, votaron la nivelación de los bienes de fortuna; pero las Cortes, en su elevada sabiduría, no encuentran ¿a qué negarlo? el medio práctico, ordenado y pacífico de dar cumplimiento a su acuerdo.
»La propiedad, como la naturaleza, es varia y múltiple en sus diferentes manifestaciones, y distribuirla por igual entre todos los españoles, pretensión que no cabe más que en la desordenada fantasía de los dementes, en la cándida ignorancia de los ilusos, o en la torcida intención de los malvados.
»Mas aunque fuese obra fácil y hacedera esa distribución de bienes, ¿olvidáis acaso que, apenas conseguida, produciría forzosamente una reacción, dando al traste con la igualdad, el trabajo sobreponiéndose a la pereza, la inteligencia a la ignorancia, la economía al despilfarro, y el espíritu esforzado e iniciador al instinto pusilánime y rutinario?
»No os queda, pues, más recurso que apelar al Estado, para que este distribuya equitativamente el producto del capital y del trabajo entre todos los españoles.
»Pues bien: quiero admitir en ellos una perfección ajena a la naturaleza humana. Supongamos que seguirán trabajando en provecho de la comunidad con el mismo ardor y constancia con que se sacrifican por el propio interés, por el de sus familias y por el porvenir de sus hijos; supongamos una organización administrativa superior a todo encarecimiento en el Estado, y supongamos, en fin, que este recaude íntegramente cuantos beneficios obtengan los españoles de ambos hemisferios en concepto de rentas, sueldos, jornales, honorarios, etc., y que después distribuya el total por partes iguales: ¿sabéis cuánto corresponde a cada individuo?
»Voy a demostrároslo con la elocuente lógica de las cifras.
»No hay en España datos oficiales bastantes para poder apreciar con exactitud los beneficios del capital y del trabajo; pero tomando por punto de partida el presupuesto, no será aventurado suponer que ascienden aquellos a una cantidad diez veces mayor que la recaudación obtenida por el Estado.
»Los presupuestos de la Península y Ultramar se elevan a las siguientes cifras:
Pesetas
Península. 802.876.886
Cuba. 179.301.248
Filipinas. 81.079.367
Puerto Rico. 19.323.072
Fernando Poo. 373.420
TOTAL. 1.082.453.993
»Si esta es la décima parte de las utilidades de todos los españoles, resulta que aquellas ascienden a la cifra anual de 10.824.589.930 pesetas.
»Y tened en cuenta que si de algo peco en este cálculo, es de exageración; pues en Francia, con un presupuesto de 3.561.978.092 francos, los beneficios por todos conceptos obtenidos por los habitantes de aquella República se evalúan solo en unos 20.000 millones.
»Admitamos, sin embargo, la cifra de 10.824.539.980 pesetas. Esto es en último caso (y suponiendo que todos sigan trabajando como hasta ahora) lo que puede repartirse anualmente entre los españoles.»
La muchedumbre, que durante el discurso del orador había dado varias veces muestras de impaciencia, al oír la enorme cifra de diez mil ochocientos y pico de millones anuales a repartir, prorrumpió en frenéticos aplausos.
«¡Ya tenemos la solución! —decían las gentes—; ¡ya está resuelto el problema! ¡Que se incaute el Estado de cuanto perciban los españoles por el capital y por el trabajo en todas sus manifestaciones, y que lo distribuya por igual entre los ciudadanos! ¡Esta sí que es la verdadera nivelación!»
Los aplausos atronaban el aire; los espectadores abrazábanse unos a otros; los periódicos preparaban suplementos; la oficiosidad novelera corría desaforada, anunciando por doquier la forma niveladora; el telégrafo no se daba punto de reposo, transmitiendo a las provincias y a los remotos dominios españoles la buena nueva; todo era algazara y regocijo, y fiestas, y entusiasmo indescriptible.
El anciano, entretanto, indiferente al general alborozo, de pie en el peristilo del Congreso, cruzados los brazos, miraba con irónica sonrisa al agitado auditorio que invadía la plaza y sus avenidas.
Al cabo de buen espacio de tiempo restableciose la calma y el orador prosiguió su discurso.
«Vamos a ver, dijo, el número de españoles que existen, según los últimos datos estadísticos oficiales, y la cantidad que a cada uno corresponde.
»Debo advertir que incluyo a todos, pues ante la igualdad, lo mismo debemos considerar al prócer que al humilde indio que en las apartadas regiones del extremo Oriente contribuye con su sangre y con el sudor de su frente a la defensa y a la prosperidad de la patria común.
»La población de España y de sus dominios de Ultramar es la siguiente:
Habitantes
Península, islas adyacentes y posesiones
de la costa septentrional de África. 16.625.860
Filipinas. 5.561.232
Cuba. 1.449.182
Puerto Rico. 754.313
Posesiones del Golfo de Guinea. 35.000
TOTAL HABİTANTES. 24.425.587
»Hay que dividir, pues, las 10.824.539.993 pesetas que obtienen de beneficio los habitantes de España y de sus Indias, por 24.425.587 a que ascienden estos, lo cual nos da un cociente de 443 pesetas 163 milésimas.
»Esto es lo que correspondería a cada español al año si no tuviésemos deudas sagradas, contraídas con extranjeros, las cuales nuestra honradez y nuestra hidalguía nos obligan a satisfacer.
»Dichas deudas representan los siguientes intereses anuales:
Pesetas
Intereses de la renta al 3 por 100, reconocida
al Gobierno de Dinamarca. 97.500
Idem de la deuda perpetua al
4 por 100 exterior. 78.846.040
Idem del 2 por 100 exterior. 6.529.135
Anualidad del empréstito Rothschild. 3.750.000
Idem del anticipo Fould. 2.575.000
3 por 100 exterior no convertido. 900.000
TOTAL. 92.697.675
»Si dividimos estas 92.697.675 pesetas por los 24.425.587 habitantes de España y de sus provincias ultramarinas, resulta que cada uno debería contribuir para el pago de las deudas exteriores con 4 pesetas 122 milésimas.
»Deduciendo esta cantidad de las 443 pesetas y 163 milésimas, quedan 439 pesetas y 40 milésimas.
»Tal es la asignación anual, dentro del criterio más optimista, a que tendríais derecho, en la suposición quimérica de que no variasen las condiciones del trabajo desde el momento en que el producto de este fuese propiedad del Estado.
»A lo sumo, pues, corresponderían a cada español 439 pesetas y 40 milésimas al año, o sea UNA PESETA Y VEINTE CÉNTIMOS próximamente al día.
»¡Tal es la verdad! ¿Os conformáis con este jornal?…»
—¡Jamás! ¡Jamás! ¡Abajo la verdad! ¡Fuera! ¡Fuera! —gritó la muchedumbre indignada, arrojándose sobre el indefenso y venerable anciano…
***
Y desperté cuando la Verdad, investida con el carácter de legislador, era atacada por las ciegas pasiones de la plebe; y al encontrarme otra vez en el mundo real, seguía el atropello.