İCO, viejo, achacoso, sin hijos que le heredasen, y solo con parientes, lejanos y codiciosos, era Samuel Rodríguez el más infeliz de los avaros. Ni el afán de acapararlo todo, ni el placer de contar y recontar el fruto de sus granjerías, ni la necia vanidad de que podía poseer lo que otros inútilmente ambicionaban, hacíanle llevaderas las angustias, zozobras y fatigas que producía en su ánimo, naturalmente pusilánime, el temor de perder el bien alcanzado con tantas privaciones.

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 No ha mucho tiempo que Samuel recorría a pie una comarca, donde acababa de sentar los reales para esquilmarla y empobrecerla con sus negocios  usurarios, cuando le sorprendió la noche junto a un río, a la sazón infranqueable sin el auxilio de barca, porque repentina avenida había destruido el puente o inutilizado el vado. Lleno de mortal congoja, temiendo a cada paso la sorpresa de imaginarios bandoleros, pues llevaba en el seno un fajo de billetes de Banco, seguía la margen del río, hasta que la suerte le deparó una barca medio varada en la arena.  Su primer intento fue ponerla a flote; mas faltándole fuerzas, y coligiendo por varios y manifiestos indicios que aquel debía de ser lugar frecuentado de pescadores, comenzó a dar voces en demanda de socorro. Acudió solícito a prestarlo uno de aquellos, dueño de la barca, a quien Samuel, con lágrimas en los ojos, suplicó que, por caridad y amor de Dios, le pasase a la orilla opuesta. Era el barquero muy pobre, y de suyo compasivo para con los menesterosos, y tomando por tal a Rodríguez, a juzgar por lo roto, raído y mugriento del traje, accedió, sin estipendio alguno, a lo que pedía, y comenzó a poner en obra su buena intención.

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 Venía muy crecido el río, y a fuerza de remos llegó la barca a la mitad de aquel; pero de pronto, cogiéndola a través, la volcó, dando en el agua con el avaro y el barquero. No sin gran trabajo lograron ambos asirse a la barca, la cual quedó con la quilla al sol, y poniéndose sobre ella a horcajadas se  vieron a merced de la corriente, cada vez más rápida e impetuosa.

—¡Estamos perdidos —exclamó el barquero—; la presa del molino dista poco de aquí, y si Dios no hace un milagro, nos estrellaremos contra las rocas!

Enmudeció de espanto Rodríguez, y pensando en el fajo de billetes que llevaba cosido al forro del chaleco, dijo para sí:

—¿Qué va a ser de vosotros, amigos del alma, con tantos sudores, ansias y angustias alcanzados? ¡Si perezco en este horroroso trance, tal vez halle mi cuerpo algún malvado y descubriendo el fruto de mis desvelos, se enriquezca a costa mía, y gaste, triunfe y despilfarre! ¡Ah! ¡Si a lo menos me enterrasen con mi tesoro!… ¿Pero qué digo? En este caso, el Banco resultaría poseedor de lo que es mío, exclusivamente mío… No, jamás, jamás. ¡Ah!, ¡si este pobre pescador me salvase, yo compartiría con él mi hacienda!…

—¡Queda una esperanza de salvación! —repuso el barquero.

—¡Una esperanza! —contestó Samuel, dando un grito de júbilo.

—Sí, que la corriente, en lugar de despeñarnos por el salto de la presa, nos conduzca al canal del molino.

—Pero, ¡desdichados de nosotros!, siendo así, la barca se hará pedazos entre las ruedas…

—No, porque el molino es de turbina, y el agua penetra en ella a través de enrejados.

Respiró Samuel, y continuó razonando así:

—¿He dicho la mitad de mi hacienda? ¡Qué disparate! Basta la mitad de los billetes de Banco que traigo aquí… Pero suman una fortuna… cinco mil pesetas nada menos… Le daré la mitad de la mitad, o sea la cuarta parte: mil doscientas cincuenta pesetas…

—¡Vamos bien! —añadió el pescador.

—Pero no quedarán para mí más que tres mil setecientas cincuenta pesetas —observó el avaro—; con el pico, con las doscientas cincuenta pesetas, será feliz ese pobre hombre.

—¡Pronto embocaremos el canal! —exclamó el barquero.

—¡Qué necio soy! —prosiguió Samuel—. ¿Regalar yo doscientas cincuenta pesetas? ¿Y todo por qué? Porque ese prójimo ha expuesto su vida por prestarme un servicio…. Como si todos los días no arrostrara mayores peligros… Si le doy cincuenta pesetas, queda más que recompensado.

—¡Nos hemos salvado! —gritó el pescador.

—¡Cincuenta pesetas! ¡Diez duros! ¡Doscientos reales! ¡Sería el colmo de la generosidad! —pensó el avaro—. ¿Y todo por qué? Por el barcaje.  El precio corriente son cinco céntimos: si doy diez, pago el doble de lo que debo; pero ¿vamos a cuentas? La obligación del barquero era dejarme sano y salvo en la orilla opuesta. Por su torpeza he caído al agua. Mis vestidos se han deteriorado y he perdido tiempo. No, no, nada le debo… Ni siquiera agradecimiento… Más bien él me debe una indemnización. Yo soy acreedor, él deudor.

***

La barca choca con la compuerta del canal, a medio cerrar, y caen los náufragos otra vez al agua. El barquero, buen nadador, conoce el río en aquel paraje,  y puede fácilmente ponerse en salvo; mas Samuel, a quien los años debilitaran las fuerzas, se va al fondo, agitando los brazos con la desesperación del que lucha entre la vida y la muerte. Ya la cree inevitable, pero tropieza con un peñasco, y poniéndose sobre él de puntillas, queda con el agua al cuello.

—¡Socorro! —grita con lastimeras voces—. ¡Socorro! ¡Socorro!… ¡Ampárame, Virgen Santa del Monte, que yo daré cuanto tengo, cuanto poseo, a la persona que me salve, y alumbraré con cien luces tu venerada imagen!

Y sus gritos desgarradores se pierden y confunden en medio del incesante y estrepitoso golpear del agua, que rebosa del dique, y cae, y rueda, y se despeña formando bullidoras cascadas.

De pronto, Rodríguez divisa una sombra confusa que, flotando sobre la superficie del río, se acerca lentamente. Quiere abalanzarse a ella, es su salvación sin duda, y perdiendo pie, cae arrollado al fondo.

El barquero conduce al molino el cuerpo exánime del avaro, y lo coloca junto al hogar, donde chisporrotea el nudoso tronco de una encina.

A los rojizos y vacilantes resplandores que despide la hoguera, el pescador, fijos los ojos en los cerrados párpados del usurero,  las manos cogidas en las suyas, el oído atento y el ánimo confuso y suspenso, aguarda con viva solicitud que aquel dé señales de vida mientras que el molinero y su familia rodean a ambos. De pronto abre Samuel los ojos, mira al que cree su salvador, aparta la diestra, y llevándosela al seno, tienta el escondido tesoro, lo aprieta convulso contra su pecho, se convence de que está allí, intacto y oculto, y lanza un suspiro.

Quiere hablar y no puede, e iluminándose poco a poco su memoria como si despertase de profundo sueño, recuerda sus últimos ofrecimientos, y comienza a razonar así:

—¿He de dar cuanto tengo, cuanto poseo? ¡No, no, en mi vida! Lo he jurado… ¿pero sabía acaso lo que juraba en aquel trance mortal? Debo, sin embargo, gratitud a ese hombre. Ciertamente y le recompensaré con esplendidez. Le regalaré un billete, sí, un billete… ¿pero de cuánto?… ¿De mil pesetas?… ¡Locura sería!… ¡Jamás ha visto ese infeliz tanto dinero! ¡No sabría en qué emplearlo! ¿De quinientas?… ¡Tal vez sería su perdición! ¿De doscientas cincuenta?… Para que lo gaste en la taberna… ¿De cien? Todavía me parece mucho… ¿De cincuenta? No deja de ser una gruesa suma, diez monedas de cinco pesetas: cinco mil céntimos de peseta… ¿De veinticinco entonces?… No habrá más remedio. Dije un billete: cumpliré mi promesa… ¿Por qué no emite el Banco billetes de una peseta?…

—De buena te has librado, buen hombre —dice el pescador al advertir que Samuel recobra el conocimiento.

—Gracias —contesta el usurero.

—Hice cuanto pude para salvarte —prosigue aquel—; pero no me permitían verte ni oírte la oscuridad y el ruido del agua, y a no ser por el perro que te sacó de ella, no podrías contarlo.

—¡Un perro!

—Sí, un perro de Terranova que anda perdido por esta ribera.

Y Rodríguez respira, se considera libre de toda deuda para con los hombres, y pensando en el perro, exclama:

—¡Generoso animal, corresponderé con largueza a tu noble acción! Yo te recojo, amparo y protejo. Durante el día gozarás a tus anchas del bien inapreciable de la libertad, para que tengas ocasión de buscar el natural sustento, y por las noches guardarás mi huerta.

***

Poco tiempo después, de vuelta a su casa, repuesto del pasado accidente, satisfecho de haber salido de él con el bolsillo intacto, pasaba el avaro las noches en vela acometido de terrible pensamiento: había hecho voto de poner cien luces a la Virgen del Monte, cuya milagrosa efigie se venera en una ermita; pero el cerero no quería vender menos de a real las velas más pequeñas.

—¡Cien reales en cera! —exclamaba Rodríguez—. ¡Qué despilfarro!… ¡pero no hay más remedio! ¿Por qué no ofrecí cien salves o cien padrenuestros, aunque hubiesen sido cien rosarios?…

Al levantarse cada mañana, después de prolongado insomnio, se proponía comprar las velas; pero pudiendo más su sórdida avaricia que la piadosa obligación, en cuanto divisaba la casa del cerero, retrocedía espantado a la suya.

Y pasaban días y días y no descansaba un punto, poniendo en tortura su entendimiento a fin de encontrar una razón que le permitiese eludir su ofrenda; pero ninguna de las argucias que le sugería el deseo era bastante poderosa para convencerle, a pesar de la buena voluntad y egoísta complacencia con que buscaba el propio engaño.

Al cabo creyó descubrir el medio de aquietar su conciencia a poca costa, y tuvo un arranque de generosidad.

Compró una caja de cerillas y las dedicó a la Virgen.

Diariamente, aprovechando la ausencia de los fieles, encendía una ante la sagrada imagen.

Consumida la centésima cerilla, guardó la caja. ¿Había de perder el cartón?

Y aun se acusaba a sí propio de derrochador.

¡Desperdició los cabos de las cerillas! Con ellos, apurándolos menos, y unas ruedecitas de cartón, hubiera podido hacer cien mariposas de lamparilla.