GOZABA el Dr. Puff fama universal por sus profundos conocimientos geológicos, meteorológicos y astronómicos, y nadie le aventajó en la ciencia de predecir los trastornos de la naturaleza. Era el verdadero Zaragozano de la lluvia y del buen tiempo, y el único Zaragozano para profetizar los fenómenos sísmicos y las erupciones volcánicas.

El terremoto de Krakatoa, que sepultó en el mar una parte de aquella isla, causa de tantas muertes, males y ruinas y objeto general de conmiseración y espanto, era considerado por el eminente sabio como el primero de sus triunfos, pues él y solo él, a despecho de la incredulidad de las academias y de la indiferencia del público, pronosticó y hasta consiguió fijar con precisión matemática el día, la hora, el minuto y el lugar de la catástrofe.

Desde entonces, la autoridad y el prestigio del Dr. Puff fueron indiscutibles: había descubierto el secreto de las sacudidas geogénicas, las leyes a que obedecen y las causas que en determinadas circunstancias las producen.

Consagrado única y exclusivamente a la ciencia por él creada, ajeno a las pompas y vanidades del mundo, recluido en su observatorio, en medio de las asperezas y soledades de Monte Gray en los Estados Unidos, atento solo al bien de sus semejantes, no se daba punto de reposo en sus difíciles e intrincados cálculos para anunciar con exactitud los terremotos y poner así a cubierto de todo riesgo las vidas de innumerables seres humanos.

Una noche, después de largo y laborioso estudio, invertido principalmente en una serie inacabable de operaciones aritméticas y algebraicas, extendió sobre la mesa de su despacho una gran carta de la cuenca del Mediterráneo, midió con el compás algunas distancias, y fijándose de pronto en un punto que correspondía al meridiano de Barcelona, a tres millas al Sur de aquel puerto, exclamó dándose una palmada en la frente:

—¡No hay duda, aquí va a ser! ¡Pobre ciudad! ¡Infelices habitantes! Pero yo puedo salvarlos… es mi deber profesional… corramos… aún es tiempo…

Y en el acto se puso delante del aparato telefónico, levantó los auriculares, oprimió el botón, sonó el timbre, pidió comunicación con el periódico El Heraldo, de Nueva York, y gritó:

—¡Heraldo! ¡Heraldo! Anuncie usted para mañana viernes, a la una y seis minutos de la tarde, un espantoso temblor de tierra en la costa de Cataluña. Máximum de intensidad: en el mar a tres millas al Sur de Barcelona. — Duración: seis segundos. — Como en la catástrofe del Callao de 1746, una ola, cuya altura no ha de bajar de veintisiete metros, invadirá momentáneamente la población, arrasándola toda. Los pueblos del litoral, desde Blanes a Tarragona, están amenazados. ¡Que se pongan en salvo sus habitantes!

El Heraldo de Nueva York publicó el viernes por la mañana este telefonema, el cual fue reexpedido por telégrafo a Europa, pudiendo aparecer en todos los periódicos del antiguo mundo el mismo día, gracias a la diferencia de meridiano.

¿Cuál no sería el estupor de los habitantes de Barcelona al leer esta noticia en la sección telegráfica de los diarios locales? Tomáronla algunos a broma, dudaron otros; pero los más dieron crédito al pronóstico, porque recordaban la profecía de San Vicente Ferrer, y por la autoridad inconcusa de que disfrutaba sobre la redondez de la tierra el eminente sabio americano, desde que los resultados experimentales elevaron la ciencia por él descubierta a la categoría de infalible.

Al estupor, primer impulso de resistencia que oponemos a la sorpresa, sucedió el pánico, el terrible pánico que se manifiesta de pronto en los espíritus débiles, hace vacilar los fuertes, y perturbando la razón, cunde y se propaga por todas partes con la rapidez del rayo.

Eran las diez de la mañana, y la pluma se resiste a describir el conmovedor o imponente espectáculo que ofrecía la ciudad condal.

Confusa, revuelta y varia multitud de gentes a las cuales el común peligro contagiaba el espanto, corría desolada y despavorida buscando en los vecinos montes momentáneo refugio a la próxima o inevitable catástrofe.

Aquí una madre, indiferente al propio y general peligro y solo atenta a la salvación del tierno fruto de sus entrañas, lo apretaba en sus brazos y huía jadeante a todo el correr de sus débiles fuerzas. Allí un enfermo demacrado, a quien se las prestaba el supremo instinto de conservación, pugnaba con vacilante paso por seguir a la muchedumbre fugitiva. Más allá un fuerte mancebo cargaba sobre sus robustos hombros el cuerpo inerte de decrépito y paralítico anciano, y con la pesada carga se esforzaba en vano en aligerar los pies. Un viejo devorado por la avaricia se encerraba en su casa atrancando la puerta, resuelto a perder la vida antes que abandonar el escondido tesoro; que a tales aberraciones conduce la senil pasión de la riqueza. En la puerta de un cuartel permanecía firme en su puesto el centinela, más temeroso de la ordenanza que de la muerte. Numerosas personas, juzgándola inevitable, caían de rodillas en mitad de la calle, y elevando sus suplicantes ojos al cielo imploraban su postrer auxilio. Acudían otras presurosas a los templos buscando bajo sus sagradas bóvedas el supremo refugio de la esperanza. Atronaban el espacio los gritos de desesperación lanzados por millares de mujeres, en tanto que los hombres, silenciosos y cabizbajos, pretendían inútilmente oponer la viril energía a las ruidosas expansiones del dolor. Las autoridades, sorprendidas por el inesperado suceso, cruzábanse de brazos luchando con la perplejidad y la impotencia. A toda prisa los buques zarpaban en el puerto haciendo rumbo a alta mar, porque, a semejanza de lo que sucedió en el Callao, corrían peligro de ser arrojados por la enorme ola a dos o tres kilómetros tierra adentro. Desordenadas masas atropellábanse en agitado remolino para tomar al asalto trenes, tranvías, ómnibus y cuantos medios de transporte facilitasen la fuga. Por todas partes movimiento, confusión, desenfreno, voces ensordecedoras, la lucha brutal y egoísta por la existencia y el paroxismo de la locura del pánico.

A la una de la tarde la mayoría de los habitantes de Barcelona y de su llano coronaban los montes que, formando grandioso anfiteatro, lo circundan, ciñen y rodean desde Montjuich hasta Moncada.

Faltaban cinco minutos; se acercaba el momento supremo; los corazones latían con violencia; los ojos, como fascinados por el mar, fijábanse en su tersa y tranquila superficie, sobre la cual rielaban los brillantes rayos del sol, y profundo, imponente y aterrador silencio reinaba en medio de la atónita y suspensa muchedumbre.

Era un hermoso y espléndido día de primavera. Ni una nube en el transparente y claro azul del cielo, ni un soplo de aire moviendo blandamente las hojas de los árboles. Todo reposo y calma en la apacible e indiferente naturaleza; todo zozobra, inquietud y miedo en los atribulados espíritus.

Mas cuando la aterrada multitud esperaba sentir de pronto temblar el suelo y conmoverse el firmamento; oír el formidable estampido del trueno en el abismo, y el prolongado fragor de edificios que repentinamente vacilan sobre sus cimientos, se desploman, caen y derrumban; y ver la tierra convertida en trágico teatro de desolación y ruina, y el mar, rompiendo sus naturales lindes, envolver, sumergir y arrasar con el flujo y reflujo de sus turbulentas olas la gran ciudad, orgullo de sus hijos, gloria de España y admiración del mundo, estremecieron el aire voces infantiles, que en diversos puntos sin cesar gritaban:

«¡El Extraordinario, con el último parte del doctor Puff!»

La gente arrebataba de manos de los vendedores el delgado papel, y leía el siguiente despacho telegráfico:

«Observatorio de Monte Gray, 4 mañana. (Debe tenerse en cuenta la diferencia de meridiano.) — He pasado la noche rectificando mis cálculos. — La catástrofe de Barcelona es, por desgracia, segura; pero, por error de suma, anticipé la fecha cien mil años. — Puff.»