EN una isla de la Polinesia, que por su pequeñez ni siquiera consta en los mapas, reinaba, sin oposición ni émulos platónicos, un jefe de tribu, que, en las alocuciones y mensajes dirigidos a sus fieles súbditos, dábase a sí propio el dictado de Emperador del mundo. Un navegante europeo que por acaso abordó aquellas playas, trató de disuadir a Su Majestad Universal  de sus errores geográficos; mas este se limitó a contestarle: «No existe ni puede existir otro mundo fuera de mi isla, porque sé de muy buena tinta que el Sol, mi ilustre antecesor, fundó aquí su única casa solariega, y no tiene más descendientes que yo y mis vasallos: por lo tanto, los que venís en el buque debéis ser espectros en figura humana.»

La persona que te voy a presentar, lector benévolo, sin los conocimientos genealógicos de aquel monarca de antiquísima alcurnia, ni pretender compartir con él tan claro linaje, fue más allá en su opinión sobre sus semejantes.

Poseído de extraña aberración mental, que no reveló jamás, porque fue loco vergonzante, antojósele que en el mundo no existía más personalidad corpórea que la suya, y que los hombres y los demás seres animados eran vanos fantasmas hechos para su servicio, mortificación o entretenimiento.

Algunas veces extremaba su extravagante hipótesis, juzgando quiméricos cuantos objetos herían sus sentidos, de lo cual deducía que él monopolizaba el mundo de las ilusiones. A decir verdad, no tuvo sobre este punto opinión constante, fija y concreta, pero sí sobre lo primero, que llegó a ser para él verdad inconcusa.

No conoció a sus padres, porque los había perdido siendo muy niño; circunstancia que le libró de la dura necesidad de no creer en ellos y de sacrificarlos al principio fundamental de sus convicciones.

Era español, y llamábase Tomás Solitario.

Como el mundo había sido hecho para su uso exclusivo, propendía naturalmente a la vanidad, al orgullo y a la soberbia; llegando a tanto su locura, que se creyó inmortal, sospechando que sus ilusorios prójimos simulaban la muerte solo para engañarle sobre la caducidad de la vida.

Sin miedo ni temor alguno a seres que se disipaban apenas volvía las espaldas o cerraba los ojos, nada era capaz de oponerse a los arrebatados ímpetus de su valor temerario.

Cauteloso y taimado como quien temía siempre ser víctima del dolo de fantasmas astutos creados para molestarle, revelaba un carácter prudente, mesurado y taciturno; hablaba poco, se reía menos, aquilataba las palabras y medía su significación, y aun así, muchas noches antes de dormirse se arrepentía de algunas indiscreciones; tal es la funesta propensión humana a la locuacidad, que aun los más precavidos, el tipo más acabado de la prudencia, han de confesarse con la almohada y expiar la culpa a costa del sueño.

Muy pronto dio claros indicios de sus felices disposiciones para el mando; pues en los juegos infantiles representaba siempre el principio de autoridad entre sus tiernos compañeros, ora a guisa de cochero, ora con la investidura de capitán, si no de general.

Consideraba como la peor de las malas sombras hechas para su tormento a un tío suyo, y tutor a la vez, el cual, harto de semejante sobrino, no tuvo punto de reposo hasta que lo vio en el colegio de cadetes de Toledo.

Los antiguos pusieron a duras pruebas la paciencia del apóstol, como llamaban allí a los nuevos; pero Tomás Solitario opuso tal resistencia a las novatadas, que a los pocos días de su ingreso en el colegio era considerado como el prototipo del valor y del arrojo. Verdad es que esta fama la obtuvo a costa de sus costillas; pero como era hombre de suyo sufrido y resignado, hubiera preferido perder la inmortalidad a expresar una queja. Con todo, alguna vez flaqueó su ánimo, abrumado por el dolor, y acaso entonces le asaltaba la duda de si los golpes que había recibido su humanidad  unipersonal procedían de espíritus deletéreos o de hombres como él, de carne y hueso; aunque nada he hallado que confirme esta suposición mía, fundada en la poderosa virtud del palo, ese don del Cielo, como le llamaban los antiguos, para poner en razón a los cuerdos y amansar a los locos rematados.

La declaración de la guerra de Marruecos en 1859 coincidió con la promoción a subteniente de nuestro personaje, por lo cual deducirá el lector que se trata de un contemporáneo. Incorporado a un batallón de cazadores, dirigiose a Málaga, donde vio por vez primera el mar. Al contemplar aquella inmensa y líquida llanura, llevado de su rara demencia, decía para sí: «¿Es esto verdad, o mis mentidos semejantes me presentan una decoración de teatro para hacerme creer que los mapas no discrepan un punto de lo que me enseñaron en el colegio?»

Embarcose en aquel puerto, y con los brazos sobre la obra muerta del buque, y los ojos fijos en las ondulantes aguas, pasó la noche reflexionando acerca de las causas que producen aquel movimiento; y perturbado tal vez por el mareo, antojósele que entre las fosforescentes olas veía vagar las sombras de los que consideraba como enemigos suyos, que se entretenían en mover el mar con objeto de mortificarle y para que la ilusión del viaje fuese completa.

«¡Pronto —decía para su poncho— harán salir al Sol con la regularidad de todos los días, y me presentarán una tierra, a la cual debo llamar Continente africano, y en ella comparsas de fantasmas con el nombre de moros, con los cuales debo batirme! ¡Necios, si creéis que vais a amedrentarme! ¡Conozco vuestro juego, hombres en apariencia, espíritus burlones, vanas sombras, que me juzgáis condenado a perpetuo engaño! ¿Quién es más fuerte aquí? ¿Los que me consideran víctima de sus maquinaciones, o yo, que las adiviné desde que tuve uso de razón?»

Desembarcó en Ceuta, y a los pocos días tomó parte en las primeras acciones de guerra de aquella gloriosísima campaña, distinguiéndose de tal suerte, que obtuvo cruces, grados y ascensos, y renombre de bizarro, siendo proverbial su valor en todo el ejército. ¿Era acaso de extrañar tanto denuedo en quien no creía en la muerte y juzgaba en su extravagante desvarío cadáveres o heridos simulados a cuantos caían en la pelea?

Tanto pudo su locura, que una noche, estando de servicio en las avanzadas, echose junto a un montón de cadáveres insepultos, y fingiéndose dormido, miraba con el rabillo del ojo a aquellos fantásticos muertos para ver si, creyéndole desprevenido, variaban de postura; mas como no daban la menor señal de vida, exclamaba para sí: «¡Qué taimados! ¡Capaces son de no moverse hasta la consumación de los siglos, y hacer que se pudren y se convierten en polvo si saben que he de volver a pasar por este sitio! ¡Qué admirable tenacidad! ¿Qué poder sobrenatural rige y gobierna esa aparente humanidad, esa ilusión que me persigue por todas partes, ese espejismo maravilloso que miente sin cesar en medio del árido desierto de mi vida?»

Donde tuvo empero uno de los mayores raptos de enajenación mental fue en el campamento del Hambre. Una cena opípara que siguió a tres días de privaciones y de insomnio, perturbó de tal manera su cerebro que, saliendo de la tienda a tomar el aire, veía todos los objetos dobles, y meditando sobre el caso se decía: «¡Yo siempre he creído en un mundo ilusorio, pero no en dos! Ahora me parece que coexisten. ¡Si tendrá el mundo el don de la ubicuidad!»

Con tan raros pensamientos echose a dormir, y a la mañana siguiente, reflexionando sobre lo que le aconteció por la noche, discurría de esta manera disparatada: «La embriaguez me hizo ver los objetos dobles; ordinariamente los veo sencillos; luego en estado normal soy víctima de una alucinación a medias.»

En fin, sus heroicos hechos, y jamás el bajo valimiento, eleváronle a los primeros puestos de la milicia. Terminada la guerra, era ya comandante, y las contiendas civiles que sobrevinieron algunos años después a nuestra patria sin ventura, fueron grande parte para que tuviese ocasión de completar su merecido encumbramiento.

Cuando yo le conocí en el Casino de Madrid, ceñía la faja de general. Hasta entonces no comenzó a figurar en la política.

Antojósele ser diputado, y no faltaron electores fantásticos que le votasen.

Como hablaba poco y su continente era grave, todo el mundo le tenía por político ducho y de talla, y cierto periódico habló de él como de un hombre providencial, llamándole «rayo de luz en medio de las tinieblas que envolvían los destinos de la nación», y «áncora salvadora con que íbamos a dar fondo en el seguro puerto de la felicidad de la patria».

Estas figuras retóricas produjeron su efecto, porque el Ministerio que había logrado antes aquel puerto entendió que hombre tan extraordinario era muy a propósito para dar lustre al nombre español en extranjeras tierras; y así, antes de que se formase el partido de los solitarios, proyecto que estaba ya en gestación, propuso a nuestro héroe un cargo diplomático en una de las principales cortes de Europa.  El cual fue aceptado sin modestas resistencias. ¿Quién era superior a él? ¡Los grandes hombres de Estado, los reyes, los emperadores, se le representaban a sus ojos como espíritus aventajados, como eminentes artistas, como primeros actores del teatro en que se consideraba único espectador!

Desempeñó su embajada, y fue tenido por el primer diplomático de su tiempo. Había resuelto el gran problema: no decir más que lo que quería. Nadie pudo competir con él en arte tan de suyo difícil.

En la corte donde estaba acreditado, conoció a una gentil doncella, la más hermosa entre las beldades de aquel reino. Sin amarla quiso casarse con ella: aspiraba a la envidia universal, si aquellos duendes podían envidiarle.

Consiguió su objeto; pero no contaba con el huésped en forma de suegra, el más horroroso de los fantasmas, el spirito folletto, la pesadilla de la humanidad-yerno.

Y huyendo de aquel azote, renunció el destino y vínose a Madrid.

Y el Ministerio tembló, y los periodistas no dieron paz a la pluma.

Pero aquel hombre era muy otro. No quería nada. El tedio, esa crónica dolencia de los hombres extraordinarios, minaba su alma. La idea de la inmortalidad le infundía espanto.

Deseaba tener sucesión, y la esterilidad de su espiritual consorte causábale profunda pesadumbre.

«¡Es claro —decía para sí—, los seres producen otros seres a ellos semejantes! ¿Qué ha de nacer de un hombre y de un espectro? Sería un producto híbrido no previsto por la naturaleza, si existe algo que merezca este nombre.»

Una noche, al volver más temprano que de costumbre a casa, sorprendió a su esposa de tertulia con un apuesto joven. Aquella se turbó al pronto; pero repuesta del sobresalto, con la sonrisa en los labios, exclamó:

—¡Tomás, te presento a mi primo Rafael!

Y Solitario no dudó de aquel vínculo de familia.

Mas como para esto le era forzoso admitir la posibilidad de parentesco entre los espíritus, inventó, en consonancia con su disparatada hipótesis, una teoría sobre la afinidad de determinados fluidos psíquicos.

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Vivió hasta el fin de sus días sospechando de todo, menos de la virtud de su mujer.

¡Estaba predestinado a tener fe ciega en lo que nadie creía!

***

¡Cuántos como Tomás Solitario son externos de los manicomios porque sienten el rubor de sus íntimos desvaríos!

¡Si saliese a luz toda la demencia latente en los cerebros humanos, tal vez sería imposible encontrar loqueros!…