EN EL SİGLO XX
EL vapor con sus múltiples aplicaciones constituyó la principal gloria del siglo XİX. La aplicación de la electricidad como fuerza motriz es, sin duda alguna, la verdadera causa del progreso que, en el orden material, hemos alcanzado en el siglo XX.
A los ferrocarriles, obras costosísimas y largas, particularmente en los terrenos quebrados, han sucedido las vías férreas aéreas, sostenidas por esbeltas columnas, sobre las cuales, salvando agrias pendientes que hacen innecesarios los túneles y las curvas, deslízanse coches colgantes arrastrados por aparatos eléctricos, con velocidad vertiginosa. Los buques de vapor, que requerían grandes depósitos de carbón y máquinas pesadísimas, han cedido el puesto a las ligeras naves que hoy surcan todos los mares, impulsadas por la electricidad acumulada, merced a un sencillo artificio que ocupa poco espacio y desarrolla considerable fuerza. Utilizada esta por todas las industrias y la agricultura, perfeccionados los procedimientos de la fabricación, reducidos en extremo los precios de transporte, los productos manufacturados y naturales han disminuido de tal suerte de su valor, que muchos de ellos calificados de lujo en el siglo precedente, se han puesto en el nuestro al alcance de las más modestas fortunas, demostrando así que artículos o mejoras que en una época se juzgan como exceso y demasía en el regalo, los convierte después la baratura en objeto de general consumo.
Nuestros abuelos habían creído realizar un gran progreso con los ferrocarriles. Lo eran en efecto, si se comparan aquellos medios de locomoción con las diligencias, que a su vez habían sido un notable adelanto comparadas con las galeras aceleradas; pero ¿qué dirían los hombres del siglo XİX si resucitasen ahora, a mediados del XX, y viesen en la práctica las varias y múltiples invenciones basadas en el motor eléctrico? En aquella época se empleaban, por ejemplo, treinta y tres horas mortales en recorrer la distancia que separa a Madrid de París, y para hacer el viaje era preciso sujetarse al reglamentarismo de las Compañías, a la tiranía de sus itinerarios y a todas las incomodidades que trae consigo vivir o viajar en colectividad, siquiera sea por breve espacio de tiempo, cuando hoy se toma un vagón a la hora, como antiguamente se tomaban los coches de plaza, y de sol a sol se puede hacer una excursión de ida y vuelta entre las capitales de España y Francia.
El principal defecto de que, en nuestro entender, adolecía el siglo anterior, era que se sacrificaba el individuo a la colectividad. El ómnibus, el tranvía, el tren, el buque de pasajeros, la mesa redonda, el taller, la fábrica, constituían una verdadera esclavitud para el individuo, que debía humillarse ante la inflexible autoridad del silbato o de la campana. Nuestra época, con sus grandes progresos materiales, ha contribuido a fundar la verdadera libertad, la que hace al hombre señor de sí mismo y le emancipa en cuanto cabe dentro del orden social, en que forzosamente hemos de vivir, del despotismo de la asociación.
Hasta la cuestión de las clases obreras, pavoroso problema que embargaba el ánimo de nuestros abuelos, se ha resuelto con el fraccionamiento y baratura de la fuerza y la subdivisión del trabajo hasta sus últimos límites, con lo cual las casas de los operarios se han convertido en verdaderas fábricas, anulando así los grandes establecimientos industriales.
Como nada contribuye tanto a los adelantos morales de un pueblo como el progreso material, no deben sorprendernos los que en el espacio de cincuenta años se han realizado en nuestra España.
La situación de esta, considerada desde el punto de vista político, era, a los ojos de la severa crítica, harto lamentable en el último tercio del siglo XİX.
Si se ponía término a las contiendas civiles que fácilmente encendían el carácter belicoso y aventurero de las masas, la ardiente sed del ideal en unos, la esperanza de medro personal en otros, seducidos por perniciosos ejemplos, y siempre el espíritu de rebelión encarnado en un pueblo víctima de los caprichos del poder, de la lentitud de la justicia, de la inercia de la administración y de las durísimas cargas del Estado; imperaba la guerra mansa de las parcialidades políticas, que se disputaban con ensañamiento el manejo de la cosa pública, sin reparar en promesas para alcanzarlo.
Y mientras los gobiernos, obligados por el instinto de la propia conservación y por el interés de bandería, gastaban su actividad y su fuerza en esas luchas intestinas, otras potencias de Europa marchaban resueltamente en pos de sus ideales, desenvolviendo una política internacional con la diplomacia y con las armas, que debía tener por coronamiento la constitución de grandes nacionalidades fundadas en la unidad geográfica y en la necesidad estratégica.
Los nobles propósitos con que algunos estadistas ilustres pretendían sacar a España de su postración, degeneraban en cruel escepticismo: si tenían fuerza para restablecer el orden material, retrocedían pusilánimes ante la empresa de volver, sin lastimosas hipocresías, por los fueros del sentido moral y del sentido jurídico.
Los adversarios del sistema que constituía la base de la organización del Estado, achacaban a aquel los defectos que acaso no tenían más origen que las flaquezas de los gobernantes.
Estos a su vez, alardeando siempre de profundo respeto a la legalidad, apelaban con frecuencia a medidas arbitrarias; y si alguno sentíase acometido de remordimientos, quizá tranquilizaba fácilmente su conciencia política considerando lícito extralimitarse en la aplicación de las leyes y aun falsearlas, suponiendo a los administrados sin virtudes cívicas y de suyo propensos a eludir y a no respetar aquellas.
Los que aceptaban un mismo principio fundamental y disentían en los de orden secundario, reñían incesantes batallas, más enconadas cuanto más afines eran los contendientes, creyendo con dudosa buena fe que defendían ideas, cuando en el fondo no disputaban más que personas.
En esta época en que se ha realizado un gran progreso en las costumbres políticas y en la administración pública, no puede menos de maravillarnos la perversión y falta completa de todo sentimiento de justicia que presidían a la provisión de los destinos públicos y a las relaciones entre el Estado y el ciudadano. El valimiento, el favor y la recomendación eran la fuerza suprema que daba movimiento e impulso a aquel mecanismo oficial. Aun los espíritus más rectos y justicieros no podían sustraerse al medio ambiente en que vivían, y acaso sin darse cuenta de ello muchas veces se hacían cómplices de la iniquidad cediendo a un falso deber de agradecimiento, a una exigencia de la amistad o a una atención de la galantería.
El caciquismo que imperaba en los pueblos enseñoreándose de los Ayuntamientos y de las Diputaciones provinciales, a su calor nacidos, sometía a la dura ley del vencedor al adversario político o personal, con el encarnizamiento y el encono propios de las luchas locales; y el representante del poder central en las provincias, que no podía prescindir de estas fuerzas para el triunfo de los candidatos que recomendaba el Gobierno, transigía fácilmente con ellas, y las más veces era en vano reclamar justicia de quien carecía de autoridad moral para aplicarla.
Los ciudadanos acabaron por perder la fe en la justicia administrativa, creyendo solo en la eficacia de las influencias, habiéndose impuesto de tal suerte la costumbre de las recomendaciones, aun con los más frívolos pretextos, que hubiera parecido notable falta de cortesía en un hombre urbano no prestarles por lo menos hipócrita atención y aparente acogida. Y ese afán de apelar al favor lo invadía todo: sus importunidades ni siquiera respetaban la santidad de los tribunales, a los que se reclamaba justicia con la imposición de influencias políticas o sociales, como si aquella pudiera torcerse y quebrantarse, lo cual en el fondo argüía una grave ofensa a la rectitud de los magistrados.
Debe, sin embargo, negarse, y dicho sea en honor de la verdad, que los hombres públicos se convirtiesen en dóciles instrumentos de injustas pretensiones, cediendo al torpe móvil de la codicia: sus debilidades nacían del interés político, del espíritu de parcialidad, de una deuda de gratitud, del amor de familia o de la benevolencia del afecto. Los caracteres más refractarios a la venalidad del favor, prestaban fácil oído al soborno del sentimiento.
Y mientras el arte de la política se basaba en las complacencias personales, la administración arrastraba vida lánguida y perezosa, siendo la inestabilidad burocrática el más funesto de sus males. Acrecentábanse de día en día los gastos del Estado, porque no había ministro con fuerza ni voluntad bastantes para reorganizar de una manera radical los servicios, ante el temor de enajenarse el apoyo de los régulos del Parlamento, de herir intereses de localidad, de lastimar el espíritu de clase, mayormente si se trataba de institutos armados o de evocar el más pavoroso de los fantasmas: la cuestión de orden público.
Tal era el miedo que esta inspiraba, que casi todas las iniquidades cometidas por los Gobiernos y su falta de iniciativa para corregir ciertos abusos, no reconocían más causa que el recelo de conflictos acaso más imaginarios que reales.
La autoridad, el prestigio, la fama de hacendista buscábanse, no en el planteamiento de reformas trascendentales que cambiasen los gastados organismos, base de una administración anacrónica, indolente y a veces absurda, sino en los arrebatos y en las audacias, encaminados a vejar más y más al país, agobiado bajo el peso de tributos superiores a sus agotadas fuerzas.
La obstinación que engendra la ajena resistencia, el amor propio que se complace solo en las satisfacciones del orgullo, el falso sentimiento de la realidad que ciega y perturba las más claras inteligencias, eran poderosa parte para que, en aquellas batallas continuas entre gobernantes y gobernados, el poder degenerase en arbitrario, caprichoso y tiránico, imponiendo su voluntad a las clases contribuyentes, a despecho de las quejas generales de estas, que pedían en vano ministros de Hacienda prácticos, equitativos administradores del Estado, y no agentes ejecutivos, más atentos al éxito del momento, al aplauso de la especulación bursátil y a la alabanza de la exótica conveniencia que a las necesidades de lo porvenir y al respeto y consideración de la inmensa mayoría de los ciudadanos.
Y para conseguir tales triunfos, de los cuales eran ostentoso trofeo los estados de recaudación en la Gaceta, falsos a veces, amañados otras y artificiosos casi siempre, se apelaba a irritantes procedimientos, inspirados en las argucias y sutilezas de la mala fe vergonzante.
Ya se vulneraba el espíritu y la letra de las leyes votadas en Cortes, con reglamentos dando torcida interpretación a aquellas; ya se encarecía a los empleados del fisco la necesidad de que desplegasen exagerado e inicuo celo en sus funciones; ya se aplazaba, sin miramiento a la justicia, la resolución o el pago de créditos contra el Tesoro; o ya se entorpecían, en fin, con manifiesta malicia, las reclamaciones de las víctimas de la burocracia fiscal o acaso del odio de los adversarios políticos.
Parecía natural que las leyes tributarias fuesen redactadas con la mayor claridad; pero de intento, al parecer, los mismos ministros que debían reglamentarlas, llevados del afán de favorecer los intereses de la Hacienda, procuraban sembrar la confusión en su propia obra, para dejar abierto y expedito el camino de las más caprichosas y exageradas interpretaciones.
Los preámbulos y exposiciones de las leyes y decretos se repetían con la misma monotonía, los mismos lugares comunes y la misma vaguedad en los conceptos. Si aquellos documentos, en los cuales se ofrecía a manos llenas la felicidad al país o el perfeccionamiento de la administración, carecían generalmente de sinceridad, en cambio faltaba en los lectores el propósito de dejarse convencer. ¡Estéril convencionalismo! ¡Conjunto de frases, sin el encanto siquiera de la forma, arrojadas al universal escepticismo! ¡Tal era casi siempre la literatura oficial!
La oratoria de las Cortes españolas no tenía rival en el mundo civilizado; pero si rayaba a la mayor altura en el grandioso concepto del arte, jamás fue más sospechosa su utilidad en los asuntos económicos. Si se discutían los presupuestos, para lo cual el tiempo apremiaba siempre, los oradores eminentes mostraban viva repulsión a descender al árido terreno de la aritmética.
¡Y sin embargo, el sentido utilitario y práctico debía imponerse al fin en los destinos de España!
No en vano era esta una nación europea, y por lo tanto estaba condenada a perecer, o a seguir la suerte y las vicisitudes del resto del Continente.
Al socialismo de Estado, consecuencia lógica y natural de los grandes armamentos, sucedió la miseria inevitable de los pueblos; y el ejemplo, el perniciosop ejemplo de arriba, trascendiendo a las clases obreras, conmovió los cimientos sobre los cuales descansa la obra secular de las sociedades civilizadas. Somos el Estado, dijeron la política, la milicia y la burocracia, y queremos ser el Estado, repitió el proletariado; pero cuando este, fiando en el número, se proclamaba vencedor, la discordia puso de manifiesto la inestabilidad de las agrupaciones humanas que no se fundan en el principio del orden y de la disciplina.
Vencida la causa que tantos temores y sobresaltos inspiraba a fines del siglo XİX; el progreso de las ciencias; la facilidad, rapidez y baratura de las comunicaciones; la subdivisión del trabajo, que recobró el carácter doméstico en las industrias que lo permitían; la depreciación creciente del capital con el aumento del ahorro y de la riqueza; el desarrollo considerable de la instrucción pública; el sentimiento del deber y de la propia conciencia inculcado en el corazón del pueblo, y sobre todo el sentido práctico y el espíritu de rectitud, de justicia y de equidad que lograron imponerse en las esferas del poder, contribuyeron en gran manera a la regeneración de nuestra patria; verificándose entonces el consorcio admirable y armónico, gloria de la edad presente, del Estado, representación sincera y genuina de todas las clases, de todos los intereses y de las generales aspiraciones, con la libertad individual, en su concepto más elevado, dentro del derecho.