Un vapor de guerra, procedente de Carolinas, trae noticias de los anarquistas deportados a la isla de Yap. En vista de los excesos cometidos por estos en el interior del país contra las personas, las chozas y los bosques de los indígenas, apelando al incendio y al asesinato, el gobernador de las Carolinas occidentales organizó una pequeña columna, la cual con el auxilio de los naturales, logró prender a los desalmados que vagaban dispersos por las selvas, conduciéndolos a Tomil. El mismo día de su llegada se constituyó el Consejo de guerra. Seis de los reos fueron condenados a muerte, y los restantes a cadena perpetua.

Los médicos de la isla reconocieron unánimemente que entre los deportados no había más loco que el loquero. Titúlase este doctor, aunque carece de título, y ha dado en llamarse Occipucio, siendo su verdadero nombre Juan Fernández. Ayer llegó a Manila, y por orden superior está recluido en el manicomio.

Padece el infeliz una monomanía incurable; cree en la infalibilidad de la ciencia frenológica.

Llevado de tan extraña locura, sostiene que debe aplicarse la frenología, no solo para probar la irresponsabilidad de los acusados ante los tribunales, sino también para la recusación de los jueces.

¿Por qué los médicos forenses, dice, no han de declarar previamente que los individuos que componen un tribunal tienen una organización cerebral idónea? ¿Acaso el órgano decimonono, de los 39 que admiten ahora los frenólogos, el cual produce el sentimiento de la justicia, el respeto al derecho, la conciencia del deber y el amor a la verdad, está tan desarrollado en nuestros cerebros? ¿No puede suceder, además, que entre los honrados vecinos, llamados a formar parte del Jurado, haya muchos que por exceso en el órgano decimocuarto, donde reside la circunspección, pequen de irresolutos, pusilánimes y hasta de cobardes, y falten a la justicia, pactando con el miedo y cediendo al temor de la venganza?

Se advierte también en el titulado doctor Occipucio tenaz resistencia a citar por sus nombres a los anarquistas.

—¿Por qué obra usted así? —le preguntó hoy el director del manicomio—. ¿Teme usted tal vez comprometer a sus antiguos amigos?

—No, señor —contestó Occipucio—, porque estoy en el secreto. Los anarquistas tienen la locura de la notoriedad. En aras de ella lo sacrifican todo, hasta la propia vida. Destruid el ídolo, condenad a perpetuo silencio los nombres de sus fanáticos y ciegos adoradores, y estos volverán a la razón. El anarquismo es una demencia contagiosa que se empeñan en propagar los cuerdos.