O LOS RECTOS JUICIOS DE LA POSTERIDAD

 AL caer de una crudísima y ventosa tarde de enero, un dragón de Montesa, puesto sobre un caballo tordillo, calado el reluciente casco, el cuello del capote hasta las sienes, pendiente del cinto el largo sable y afianzada la tercerola, hacía centinela en la Plaza de Oriente de Madrid, junto a la estatua de don Sancho el Bravo, cuando de pronto jinete y cabalgadura quedaron muertos de frío.

En esto comenzó a nevar copiosamente y a descender el termómetro, hasta el punto de que, algunas horas después, señalaba 55 grados centígrados bajo cero.

Y sobrevino una noche horrorosa, que se prolongó por espacio de tres meses.

Europa, el Norte de África, la Australia y una parte de Asia y América fueron sepultadas bajo un sudario de nieve de muchos metros de espesor; el Atlántico, el Pacífico, el Océano Índico y el mar de la China se precipitaron furiosos sobre islas y continentes, dejando solo al descubierto las cumbres del Himalaya, y los 1.400 millones de seres humanos que poblaban la Tierra quedaron reducidos a unas cuantas tribus nómadas semisalvajes e ignorantes de la civilización europea, que habitaban las elevadas mesetas de la gran cordillera asiática.

La aproximación de un cometa perturbando el movimiento rotativo de la Tierra había variado de súbito su eje.

La Península ibérica pasó a ser una región del polo boreal.

Madrid se encontraba a los 85 grados y 27 minutos de latitud Norte.

***

Transcurren años y años y siglos y siglos; los mares se retiran a sus antiguos límites; las tierras anegadas reaparecen y los polos vuelven a su primer estado.

La acción solar recobra su perdido imperio en la desierta España, y comienzan a liquidarse las enormes masas de nieve helada aglomeradas en los valles.

De las cordilleras de la Península se desprenden aludes como montañas, que bajan despeñados para sumergirse en las turbulentas aguas que cubren las hondonadas, y aparecer luego sobre la superficie de aquellas a manera de grandes islas flotantes.

El exuberante raudal, siguiendo las antiguas cuencas, ora formando inmensos lagos, ora anchurosos y dilatados ríos, se precipita entre abruptas y colosales moles de brillantes facetas cubiertas de cristalinos carámbanos.

Por todas partes el hielo ofrece en magnífica abundancia y grandiosa perspectiva las múltiples obras y variados estilos que pudo inventar el genio de la arquitectura. Aquí la pagoda india de sobrepuestos pisos, el esbelto minarete árabe, la severa columna dórica, la afilada aguja del obelisco, el imponente torreón del castillo feudal, el gótico campanario coronado de afiligranadas torrecillas, la cúpula majestuosa del Renacimiento y la bóveda atrevida del arte ojival, y allí el corvo espolón de un buque blindado, la proa lanzada de un barco de vela, el hondo foso y la empinada contraescarpa de una fortaleza. Más allá masas confusas, aglomeraciones ciclópeas, cerros cortados a pico, inclinados, que se juntan por las cimas, dejando entre sí espaciosas y profundísimas cavernas donde penetran lejanos rayos de luz, reflejándose y descomponiéndose con todos los colores del iris.

Doquiera el incesante estrépito de témpanos que resbalan por las laderas de los montes y en progresivo movimiento ruedan al fondo, de rugientes cataratas que se desprenden de considerable altura, y de informes bloques de hielo que se dislocan y rajan y al propio peso se desploman.

El Atlántico invade la desembocadura del Tajo, y juntando sus aguas con las de la gran arteria fluvial que dilata las orillas hasta las altas sierras, recibe en su seno enormes bancos de hielo, los cuales, a impulsos del viento, surcan las olas del mar espacioso, hasta liquidarse en las calientes zonas.

Un barco ballenero aborda acaso la errante isla, cuyas entrañas encierran todavía vestigios de la que fue capital de España. La acción del frío ha conservado momificados, a través de los siglos, al dragón de Montesa y el caballo sorprendidos por la ventisca a la puerta del Real Palacio.[*] Junto a ellos yacen hacinados los restos de la garita de caballería, el puesto de agua y fragmentos de la estatua de don Sancho el Bravo. Encuentran los pescadores estas reliquias de una época que se pierde en la noche de los tiempos, y solícitos las recogen, y con la preciosa carga se hacen a la vela con rumbo a la antigua costa del Senegal.

[*] A fines del siglo XVİİİ se encontró en Siberia entre el hielo, conservada por la acción del frío, la momia de un mamuth, cuya especie ha desaparecido.

Existe allí un pueblo, descendiente como el resto de la humanidad, de las hordas que se salvaron del nuevo diluvio en las altas mesetas del Himalaya, pueblo tan de suyo pacífico, que apenas conserva nociones del arte militar, aunque cuenta con una legión de sabios pletóricos de erudición, devorados por la sed de las investigaciones.

Todos ellos acogen con júbilo aquel tesoro de la edad prehistórica, y a porfía tratan de reconstituir los valiosos objetos que han de figurar en preferente sitio en el Museo Arqueológico. Algunos están hechos pedazos, deteriorados otros, incompletos los demás; pero no faltarán hábiles restauradores que los compongan, dando a los remiendos hasta la pátina antediluviana.

Por fin llega el deseado día en que los representantes de la sabiduría oficial dan a luz el luminoso informe confiado a su reconocida competencia o indiscutible autoridad, y presentan, reconstituidos y restaurados ante el más selecto de los auditorios, los preciosos y sin par ejemplares de un hombre, un caballo y diversos objetos de la más remota antigüedad.

«En primer lugar —dice el ponente de la comisión informadora—, han llamado nuestra atención la cabeza y el brazo derecho de una estatua de piedra. La expresión majestuosa de aquella, la actitud enérgica del segundo, extendido hacia el cielo, han confirmado plenamente nuestra primera impresión, de que nos encontrábamos en presencia de un ídolo. Y si no, juzgad vosotros.»

(Enseña los dos fragmentos de la estatua de don Sancho. El auditorio da muestras de aprobación.)

«Siendo este un ídolo —prosigue— hay motivos para creer que ese mueble pintado de blanco, símbolo de la pureza, y con rayas azules, color del cielo, es el altar.»

(Y señala el puesto de agua restaurado.)

«Y que era altar destinado a los sacrificios, lo atestigua esta plancha de metal blanco, que cubre el ara, para recoger la sangre de las víctimas con pulcritud y sin detrimento de la madera.»

(Y pone la mano sobre el cinc de la mesa.)

«Tenemos, pues, el ídolo, el altar y el ara de los sacrificios; pero estos ejemplares de la época anterior al diluvio, nada valen comparados con los notables objetos que vamos a exponeros. El hallazgo ha sido tal, que hasta nos ha permitido reconstituir parte del santuario del ídolo. Vedlo.»

(Y muestra con orgullo la garita de caballería, convertida en pagoda por obra y arte de los restauradores.)

«En cuanto al caballo, la comisión opina que era la víctima destinada al sacrificio, pues la costumbre de inmolar estos animales se pierde en la oscuridad de los tiempos más remotos. En prueba de ello recordaréis que, según la tradición transmitida por las tribus indias que se salvaron en los valles superiores del Himalaya del casi universal diluvio, y de las cuales descendemos todos, Vichnu, segundo término de la trinidad bráhmica, en una de sus primeras encarnaciones tomó la forma de enano para confundir a Balí, quien había sacrificado cien caballos para tener derecho al trono de Indra.

»Hay además otro indicio que no podemos menos de someter a vuestra consideración. El caballo es tordo claro, casi blanco, y nadie ignora que este último era el color propicio a los dioses.

»Reconocido el caballo como la víctima que iba a ser inmolada en aras del ídolo, hemos deducido naturalmente que este hombre de tan extraña manera vestido, cubierto con largo ropaje, tal vez el de ceremonias, era el sacerdote sacrificador.»

(Y presenta la momia del dragón de Montesa.)

«Como si no fuera bastante lo expuesto, a los pies del sacerdote se encontró un pedazo de la cuchilla de los sacrificios.»

(Y blande un fragmento del sable.)

«Por cierto que esta cuchilla tiene junto a la empuñadura una inscripción con caracteres para nosotros desconocidos, la cual debe ser una invocación a la Divinidad.»

(La inscripción dice: FÁBRİCA DE TOLEDO.)

«En uno de los bolsillos del sacerdote hemos encontrado un documento importante. Va encabezado con caracteres parecidos a los de la cuchilla, que tampoco hemos podido descifrar por no tener ninguna analogía con las escrituras conocidas; pero siguen a ellos columnas de números iguales a los que nuestros antepasados aprendieron de una tribu musulmana. ¿Qué significa este documento prehistórico? ¿Será aventurado suponer que nos encontramos en presencia de la Tabla cabalística de los augures, o tal vez de la Clave de los sagrados misterios, reservada solo a una casta sacerdotal?»

(Y ante el atónito auditorio exhibe un Suplemento a El Tío Jindama, con la lista de los números premiados en un sorteo de la lotería de Madrid.)

«¿A qué religión pertenecía este sacerdote? Pregunta es esta a la cual no nos atrevemos a contestar de una manera categórica; pero desde luego afirmamos que hemos encontrado algunas reminiscencias del brahmanismo. Sabido es, por ejemplo, que los vichnu-baktas, o sectarios de Vichnu, llevaban sobre el pecho una especie de medalla de cobre en la cual estaba grabada la imagen del mono Anumanta. Pues bien, junto a los restos del altar se encontró este pedazo de vidrio, con un papel a él adherido representando al mismo animal.»

(Mientras habla así, somete al examen del auditorio un fragmento de botella de Anís del Mono procedente del puesto de agua.)

«Este feliz hallazgo dará ocasión a uno de nuestros más ilustres colegas para escribir un interesante libro con el título de Influencia del brahmanismo en las religiones de los pueblos antediluvianos de Occidente.

»Vamos a exponeros otros objetos de inapreciable mérito arqueológico. He aquí una lámpara votiva.»

(Y enseña con algunos remiendos y añadiduras de los restauradores, el casco invertido del soldado de caballería.)

«Que era aquel un pueblo adelantado en el orden científico, lo demuestra este fragmento del pararrayos del santuario.»

(Alude a un trozo del cañón de la tercerola.)

«Aquí tenéis el cepillo de las ofrendas. Ofrece una particularidad: es de cristal para que aquellas fuesen públicas. Así se estimulaba la largueza de los fieles, se ponía de manifiesto la ruindad de los avaros, y se fiscalizaba a los servidores del culto. ¡Elocuente testimonio de la previsión prehistórica!»

(Saca la caja de vidrio y hoja de lata donde la aguadora guardaba los azucarillos.)

«En el seno de la comisión investigadora han surgido dudas respecto de la procedencia de esta momia humana. Algunos dignísimos individuos, en vista del color negro del pelo y de la barba, sostenían que aquella era originaria de un clima caliente, o por lo menos templado. Otros, no menos respetables por su saber y acreditada competencia en materias antropológicas, objetaban, fundándose en las prendas de vestir y en el sitio donde fue hallada, que procedía de un país septentrional. Varios conciliaban las opuestas opiniones con este razonamiento: “Esta momia perteneció a una casta sacerdotal; las clases sacerdotales residían en las zonas templadas más civilizadas, donde debieron tener su origen, y acaso enviaban misioneros a los pueblos menos cultos del Norte. ¿No podría ser por lo tanto un hombre meridional que se encontrase accidentalmente ejerciendo sus funciones sagradas en una comarca extraordinariamente fría?” Cuando era más acalorada la controversia, vino a darle término un feliz hallazgo, poniendo de acuerdo los contrarios pareceres. La momia tuvo el pelo y la barba rubios, como suelen tenerlo los hijos del Norte, pero se teñía de negro. Sí, señores, se teñía de negro, y llevaba consigo una bolsa con varios artículos de tocador. Helos aquí: un peine, un cepillo, y en una cajita el cosmético. ¡Señores, qué adquisición! ¡El cosmético fósil!»

(Y presenta la caja de betún hallada en la bolsa de trastes del exdragón de Montesa.)

«Pero como si no bastaran tantas riquezas, la suerte nos deparaba un objeto de más valor: un ejemplar numismático. ¡El único, prehistórico, que existe en el mundo! Es una medalla de cobre. En el anverso hay una matrona sentada, con el brazo extendido en actitud enérgica, y en el reverso un arrogante león con las manos levantadas haciendo equilibrios, apoyándose en un aro. Todos vosotros habréis adivinado el objeto y significación de esta preciosa y sin igual reliquia arqueológica, que hemos clasificado así: Medalla conmemorativa de una domadora de leones.»

(Y el docto auditorio admira aquel prodigio numismático, y el Museo Arqueológico se enriquece con el último perro chico de la pobre España.)