ASTURİAS es una de las comarcas de la Península ibérica más dignas de ser visitadas.
El viajero que recorra aquella privilegiada provincia, admirará por todas partes soberbios monumentos y venerandas ruinas, brillantes páginas de la gloriosa historia de la Reconquista; risueños valles circundados por elevadas y caprichosas montañas, en cuyas laderas la Naturaleza, pródiga y liberal, ha derramado sus variados y magníficos dones; bullidoras cascadas que se precipitan de las quiebras de las rocas, formando cristalinos arroyos y pausados ríos que culebrean por las verdes hondonadas; blancas y extendidas playas que en suave declive penetran en el mar, casi siempre agitado, flanqueadas por una costa, ya acantilada, ya compuesta de hacinados y cavernosos peñascos, contra los cuales se estrellan furiosas las olas; y, salpicados sobre tan hermoso panorama, ricos pueblos, risueñas aldeas, y pintorescos caseríos que habitan gente de cariñoso trato, alegre carácter y dulce lenguaje. Y mientras suspende los sentidos la contemplación de tantas bellezas, el aire puro del Océano, saturado de las emanaciones de una flora exuberante, renueva suave la escondida llama de la existencia, y un cielo rara vez despejado, con sus opacas nubes que se ciernen en el espacio, y sus flotantes nieblas que cortan el horizonte, convida blandamente a la concentración del espíritu y a ese apacible bienestar, a esa vaga transición que separa la vigilia del sueño; reflejo acaso de la eterna dicha que espera el alma, libre de sus carnales lazos.
¡Oh! ¡cuán triste la ausencia para el que ha nacido en aquella venturosa tierra, y desde extraño suelo aviva la memoria del bien perdido, recordando el añoso castaño que sombrea la rústica casita; el hórreo o la panera sobre toscos pilares de piedra sustentados; la fuente murmuradora que se desliza por el copioso prado; la enhiesta torre de la antigua iglesia, por donde trepa la hiedra, asomando por las grietas el verde helecho; la lejana y escueta cumbre del elevado monte; la frondosa colina cuajada de manzanos; los oscuros robles de aterciopeladas hojas, notables por su altura y corpulencia; el fúnebre ciprés y el poético sauce, que a veces turban la monotonía del bosque; los cercados maizales que generosamente ofrecen el pan del campesino; la casi siempre solitaria higuera, el humilde avellano y el altanero y pomposo nogal, cuyos gustosos y abundantes frutos son el regalo del rico y el alimento del pobre; la conseja, al amor de la lumbre, referida por un anciano, mientras chisporrotea el nudoso tronco de una encina; el familiar regocijo con que sangran allí el tonel repleto de sazonada sidra; las alegres y animadas ferias y romerías al son de los tambores, las gaitas y las panderetas; los cadenciosos bailes populares y el antiquísimo de la Danza prima, acompañado de canto melodioso; los sencillos goces de la infancia placentera, los tiernos afectos que a su calor nacieron, y en fin a la patria remota, que la imaginación reviste de sus más brillantes colores, y que no se aparta jamás del santuario del pensamiento!
Tan dulces recuerdos contristaban el corazón de Casimiro. Era este un joven de débil complexión y de enérgico espíritu, hijo de honrados y pobres labradores de la Riera, en el concejo de Cangas de Onís, el cual, llevado del propósito de aliviar la mísera condición de sus ancianos padres, se acogió al remedio a que apelan todos los años millares de españoles deseosos de mejor fortuna, que es el pasarse a las repúblicas de la América latina o a la isla de Cuba.
A esta última llegó nuestro asturiano cuando contaba apenas tres lustros, y a fuerza de trabajos sin cuento, de indomable perseverancia y de paciente resignación, al frisar con los veinticinco años viose dueño de 15.000 pesos, mezquino caudal a los ojos del rico y del ambicioso, y considerable para el pobre que ha pasado una existencia llena de privaciones, y cifra su ventura en vivir modestamente en el rincón de una provincia. Mas las fatigas con tan firme voluntad arrostradas, robando al sueño y al esparcimiento del ánimo sus naturales fueros, y, sobre todo, la idea fija de la patria lejana, minaron lentamente aquella naturaleza raquítica y gastada; y a la nostalgia, dolencia a que tanto propenden los emigrados de nuestras provincias del Norte, siguió la calentura que resiste a todos los febrífugos, la calentura terrible de la tisis, casi siempre mensajera de la muerte.
No la creía cercana Casimiro, porque se despertó en él una confianza absoluta, una fe ciega en el remedio de sus males: la patria. Allí estaban la alegría, la salud, la vida.
Volver a ella, abrazar a sus ancianos padres, cobijarse bajo el humilde techo de la casa solariega; recrear la vista en los seres y en los objetos inanimados, confidentes y testigos de su infancia; sentir el dulce calor del propio hogar; respirar el perfumado ambiente de los aires nativos; ir al cercano santuario de Covadonga, y allí sentarse a la mesa de piedra, al pie de la gigantesca Cueva, junto a la bullente cascada, y beber una taza de leche servida, como en sus años juveniles, por su adorada madre: tal era el ardiente anhelo del pobre enfermo. ¡Inmensa dicha, felicidad suprema para aquel desterrado, consumido por fiebre lenta e incesante!
En vano el solícito ruego de la amistad y el porfiado consejo de la ciencia pretendieron librarle de los azares de larga navegación, mayormente por coincidir con la época del equinoccio: Casimiro tomó la vuelta de España, y al rayar el alba de uno de los primeros días del mes de octubre avistaba desde el vapor el promontorio a cuyos pies se asienta Gijón, el gran centro industrial, marítimo y mercantil de Asturias.
¿Cómo describir la emoción del viajero al saludar las costas de su patria después de tan larga ausencia? De pechos sobre la obra muerta, fija la mirada, llorosos los ojos, anhelante el aliento, suspenso el ánimo, contemplaba aquella bendita tierra que óptica ilusión iba acercando poco a poco hacia él, mientras el buque, a impulsos del comprimido vapor, avanzaba majestuosamente. No parecía sino que los abruptos y salientes cabos de Torres y de San Lorenzo, que flanquean la ancha y espaciosa concha, en cuyo centro se alza la península de Santa Catalina, eran dos gigantescos brazos que se extendían en medio de la inmensidad del Océano para dar la bienvenida al recién llegado, y que el Sol, al asomarse por los balcones orientales, rasgando las blancas brumas que invadían el horizonte, señalaba, allende los montes cubiertos de espléndida verdura que a la izquierda mano se mostraban, el venturoso y suspirado término del viaje.
Mas ¡cuán lenta es la marcha del tiempo a medida que nos aproxima al bien que ansiamos! ¡Qué distancia no separa al fervoroso deseo de su próxima y segura satisfacción! Soporta resignado el navegante largas y mortales horas de mar, pero no puede resistir sin impaciencia la última.
Rechinó por fin el cabrestante del ancla, la cual, desprendiéndose de proa, sumergiose con grande estrépito en el mar, estremeciendo la flotante mole con el rápido rodar de la pesada cadena.
Casimiro lanzó un grito de inefable gozo. Allí, en el muelle, con los brazos extendidos hacia él, preñados los ojos de lágrimas, temblando de emoción, enajenados de alegría, le aguardaban sus ancianos padres. Quiso gritar pronunciando este dulce nombre, y no pudo; pretendió arrojarse a la escala, y una fuerza irresistible paralizó sus miembros; intentó respirar, y parecía que hasta el aire le negaba el vital aliento, y sin ser poderoso a otra cosa, cayó de golpe desmayado sobre la cubierta del buque.
La noche que sobrevino a aquel día, con tanto afán esperado, sorprendió al mísero enfermo tendido en el lecho en una modesta casa de la villa. Sus padres, dominados por medrosa ansiedad, llenos de tierna solicitud, clavada la vista en aquel cuerpo exánime, aguardaban anhelantes y suspensos que volviera a la vida.
De pronto, dando un profundo suspiro, abriendo los ojos como atónito y embelesado, y cogiendo con crispada mano la que su madre le tendía, comenzó a hablar de esta suerte:
«—¡Madre!… ¡Me ahogo!… ¡Siento las ansias de la muerte… pero todavía puedo sanar!… ¡Partamos, partamos en seguida!… ¡Tú puedes devolverme la vida!… ¡Tú puedes renovar la llama de esta existencia que se extingue!… ¿Te acuerdas de Covadonga?… ¿Recuerdas las placenteras horas que pasaba en tu regazo a la sombra de aquella cueva altísima?… ¿Se han borrado de tu memoria los besos que te prodigaba cuando tú, al verme jugar al borde de la oscura poza, cuna del Deva, me llamabas sobresaltada y yo corría a arrojarme a tus brazos?… ¿Has olvidado aquel día en que mi padre compró cerca del santuario la vaca blanca, y tú quisiste que yo fuera el primero en gustar del sabroso licor de sus henchidas ubres?… ¡Ah! ¡Me parece que lo estoy viendo con los ojos del alma! Allí, en el fondo del anfiteatro que forman los montes al cerrar estrecha cañada, destácase la gigantesca cueva en las entrañas de elevado peñasco que le sirve de cúpula colosal, y suspendida en mitad de aquella, como el nido de la mística paloma, la capilla de la Virgen milagrosa. De la inmensa cavidad, en cuyas grietas crecen innumerables arbustos y hierbas que con su diversa verdura y varias formas contrastan con los tonos de las rocas ya peladas y escuetas, ya cubiertas de húmedo musgo, salta el agua pura y transparente, que, formando bullidoras cascadas y escalonados remansos, se precipita al hondo valle, llevando la vida, la fertilidad y la abundancia a la tierra, y la admiración y el asombro a los sentidos… Yo estaba allí sentado en duro banco, blando y mullido para el cansado peregrino que va a apagar la sed en el santo manantial que brota copioso; bañaba el Sol los agrestes contornos del sagrado recinto; el sordo y cavernoso ruido del agua despeñada juntábase con el pausado son de la campana de la iglesia, y a lo lejos y a intervalos oíase el lastimero balido de descarriada ovejuela; por la ladera del monte frontero trepaba una robusta aldeana con paso pausado, arqueados los brazos, la cabeza erguida, y sobre ella, sosteniendo en equilibrio la cónica ferrada; en un sotillo de la revuelta del río, el toro y el caballo partían fraternalmente, sin recelo alguno, la abundante hierba que liberal les ofrecía el suelo; conducía una rapaza por un verde sendero un hato de tiernos novillos, que triscaban alegres y juguetones; un anciano, encorvado bajo el peso de los años, vestido de groseras pieles, subía, apoyándose en tosco cayado, el áspero camino del vecino puerto; un romero, con el bordón en la mano y el sombrero y la esclavina cuajados de conchas, dirigíase con grave y mesurado andar a la venerada mansión que la piedad de los fieles ha consagrado a Nuestra Señora: todo era paz, todo ventura, todo apacible bienestar y dulce recogimiento.
»Convaleciente de grave dolencia; fatigado de la penosa cuesta que, bordeando el riachuelo, conduce al santuario; débil y desmayado el cuerpo y atento el ánimo contemplando el magnífico panorama que se ofrecía a mi vista, acometiome profundo y deleitoso sueño, del que me sacó tu voz, tu dulce voz, madre querida, y el suave aliento de tus puros labios al depositar un ardoroso beso en mi mejilla helada.
»—¡Pobre hijo mío! —exclamaste—. ¡Estás yerto! Espera un instante y devolveré el calor a tu cuerpo frío. — Y solícita y diligente, me trajiste la escudilla de leche de la vaca blanca. ¡Delicioso instante aquel! ¡Cómo apuré el tibio y espumoso licor por tus manos servido! ¡Cómo confortó mis fuerzas con su virtud reparadora y su calor suave! ¡Cómo sentí restaurar en mí el vital sostén, pujante y vigoroso!… Mas también ahora lo recobraré… ¡Partamos, partamos a Covadonga! Vea yo aquellos santos lugares, aspire las balsámicas auras de nuestro escondido valle, sacie mi sed en la rica leche de las vacas que se apacientan en sus fértiles y accidentadas praderas, y volverán la dicha y el placer a mi contristado espíritu, y la salud y la vida a mi cuerpo enfermo y desfallecido!»
***
Casimiro consiguió ver el estrecho y sonriente valle que sin cesar se representaba en su memoria, y la casita humilde donde abrió los ojos a la luz del día, y el encendido hogar, piadoso asilo en las largas horas de invierno, y el hórreo pintoresco suspendido en el aire como arca santa que guarda el fruto de la madre tierra, y las corrientes y cristalinas aguas del encauzado Deva, y las agrestes montañas, testigos mudos y poderosos auxiliares de la primera victoria de la restauración cristiana y de la independencia de un pueblo, y la célebre y sagrada Cueva, amparo de los débiles y oprimidos, refugio de la fe, asombro de la Historia y veneración del mundo.
Extenuado por la terrible dolencia, sin vigor en los flacos miembros, ni brillo en los ojos desencajados, ni color en las mejillas enjutas y hundidas, trepó, con la ayuda de los temblorosos brazos de sus padres, la larga escalera de piedra, que, flanqueando aquella rocosa e imponente cavidad, conduce a la capilla, suspendida sobre el abismo. Detúvose un instante en el balcón que precede al pequeño templo, bajó la vista al fondo, y sintió el horror del vacío que seduce y atrae y turba los sentidos; admiró las maravillas debidas al ardiente o incansable celo de un prelado,[*] reparando las injusticias de los tiempos, la indolencia del poder y el olvido de los españoles; y puesto de hinojos ante el sagrado altar, elevó tierna plegaria al cielo, lleno de fervor, de unción y de místico recogimiento.
[*] El Excmo. Sr. don Benito Sanz y Forés, obispo que fue de Oviedo, y actualmente cardenal y arzobispo de Sevilla, a quien se debe principalmente la restauración del santuario de Covadonga.
En tanto, las cóncavas peñas repercutían el eco de la campana herida, y el sol coronaba la alta cumbre del frontero monte; y el hondo valle inundábase de luz radiante y de extendidas sombras; y retumbaban las cascadas del naciente río; y los operarios de la basílica que se está alzando en una eminencia cercana, entregábanse al trabajo hormigueando por las tortuosas veredas; y el viento, ligeramente alterado, estremecía las ramas y las hojas de una vegetación espléndida; por todas partes, en el cielo, en el aire, en la tierra, el movimiento y la vida, menos en el sin ventura Casimiro.
—¡Dadme una taza de leche!… —exclamó, sintiéndose desvanecer—. ¡Aún es tiempo!… ¡Aún puedo recobrar la salud!
Y le bajaron a la entrada de la Cueva, y sentado a la mesa de piedra, cogiendo con ambas manos la taza que su madre le presentaba, apurola con avidez y delicia, y exhaló un profundo suspiro, que fue el postrero. ¡Grata emoción que aceleró las contadas horas del apasionado amante de su patria, quien vivió bien ajeno de que en el placer de recobrarla hallaría la verdadera!