CUENTO DE LA EDAD MODERNA II
L sentimiento religioso, que tendía a la unidad, los odios populares contra los enemigos de la fe, y acaso la influencia de errores y preocupaciones económicas, produjeron durante el reinado de Isabel y Fernando la proscripción de España de la raza hebrea. Expulsados fueron también, en gran parte, los moriscos de Granada, a pesar de las capitulaciones de la Vega, violadas primero por aquellos con sus turbulencias y rebeldías.
No podían ocultarse al claro talento y al buen juicio de don Miguel, aunque heredó de su madre la aversión a los judíos,[*] los grandes perjuicios que ocasionaba al comercio y a la riqueza pública el destierro de aquellos industriosos habitantes, y así no es de extrañar que, obrando como hábil político, abandonara en este asunto el sistema de la intransigencia y del rigor, ejemplo seguido más tarde por Francia, Inglaterra e Italia, que, después de arrojar de su territorio a los hijos de Israel, volvieron a admitirlos y a tolerarlos.
[*] La princesa Doña Isabel, hija de los Reyes Católicos, antes de dar su mano al rey don Manuel de Portugal, impuso a este la condición de que desterraría del reino a los judíos.
Harto más peligrosa era la permanencia en la Península de los moriscos, porque aquella gente ruda, ignorante y levantisca amenazaba constantemente el general sosiego; pero el Gran Monarca, sin discordias intestinas que aplacar, ni guerras europeas que entretener, ni disputados derechos señoriales que amparar; seguro del poderío que le daba la concentración de su política eminentemente nacional, no turbada ni menoscabada por influencias exóticas; armado de sobrados medios materiales para reducir a la impotencia todo acto de fuerza, inauguró un procedimiento que con el transcurso de los años había de unir y confundir aquella raza con la ibérica. A la crueldad opresora opuso la generosa tolerancia, a la arbitraria persecución, solícita justicia; al forzoso bautismo, cristiana persuasión; a los planes de exterminio, las puras máximas del Evangelio; a la espada, la cruz.
Preciso fue crear misioneros especiales, instruirlos en la lengua de los moriscos, ilustrar a estos, cuyo apego a las groseras supersticiones nacía de su rústica condición; vencer preocupaciones populares, extirpar abusos y facilitar los matrimonios mixtos.
Gracias al celo perseverante de la Corona, secundado por muchos prelados que, enemigos de la expulsión, pedían el empleo de medios suaves para convertir y catequizar a los descendientes de los moros, se evitó la ruina de la agricultura y el empobrecimiento y despoblación de la Península. ¡Notable triunfo del sentido práctico sobre un fanatismo acaso disculpable después de la lucha religiosa de ocho siglos!
Consecuencia de esta lucha fue el establecimiento del Santo Oficio en tiempo de los Reyes Católicos; mas don Miguel, aunque no pudo sustraerse por completo al espíritu de su época, procuró impedir los rigores de aquella institución, accediendo a las súplicas de las Cortes, que pedían al Monarca «que mandara proveer de manera que en el oficio de la Santa Inquisición se hiciese justicia, guardando los sacros cánones y el derecho común, y que los obispos fuesen los jueces, conforme a justicia».
También atajó con prudentes medidas el incremento de la amortización eclesiástica, dando satisfacción a los procuradores de las ciudades, que se expresaban en estos términos: «Que ninguno pueda mandar bienes raíces a ninguna iglesia, monasterio, hospital ni cofradía, ni ellos los puedan heredar ni comprar, porque, si se permitiese, en breve tiempo sería todo suyo.»
La aparición de la Reforma en Alemania y las pavorosas guerras religiosas que trajo consigo la plaga de las herejías, no dejaron de inspirar profunda inquietud al soberano que regía los destinos de Iberia; mas pronto la experiencia le demostró que, sin necesidad de encender las hogueras inquisitoriales, no echaría raíces en nuestro suelo el principio del libre examen, doctrina que no ha encontrado jamás verdadera resonancia en los pueblos meridionales.
Los príncipes católicos solicitaron la alianza peninsular para combatir a los rebeldes sectarios, y aunque encontraron siempre decidido apoyo moral, no obtuvieron jamás auxilios materiales de la dinastía miguelina, fiel a su política de abstención en las contiendas europeas. ¿Acaso no ofrecía más provechoso campo a su actividad, y más conforme con las tradiciones nacionales, la guerra incesante contra el mahometismo? ¿No debía absorber toda su fuerza y virilidad la conversión y conquista de los vastos territorios del extremo Oriente, cuya vía marítima hallaron los portugueses, y del Mundo Occidental, descubierto por los españoles en medio de las soledades del Océano?
La rivalidad entre Iberia e Inglaterra, siendo ambas potencias colonizadoras, no pudo menos de dar por fruto repetidas y encarnizadas luchas en el mar y en las colonias; pero, como la primera aventajaba en fuerzas navales a las demás naciones, merced a la superioridad de recursos vio siempre coronadas por el éxito sus campañas, haciendo vanos los esfuerzos de la soberbia Albión, que codiciaba el rico Imperio indostánico. El resultado fue que esta, reconociendo al fin su impotencia, limitárase a la colonización de la América del Norte.
Celosa también Francia de nuestro engrandecimiento, invocando sus ilusorios derechos sobre el Rosellón y sobre Navarra, intentó, en distintas ocasiones, invadir aquellos territorios, sin que jamás consiguiese salvar la frontera; la cual se encontraba tan bien defendida por un sistema de fortificaciones constantemente perfeccionado según los adelantos del arte militar, que hacía invulnerable la sagrada tierra de la patria.
Estos ataques infructuosos, unidos a los reveses que, tomando la ofensiva, hicieron sufrir nuestras armas a las de la nación vecina en las vertientes septentrionales del Pirineo, acabaron por convencer al Gobierno de París de cuánto le importaba la amistad de un Estado tan poderoso, el cual, por otra parte, ni se inmiscuía en asuntos ajenos, ni atizaba la tea de la discordia en Europa, ni reivindicaba para sí derechos en la Península itálica, donde Alemania, Francia y Venecia desangrábanse en perpetuas luchas.
Mientras las demás naciones, confundiendo lastimosamente los derechos señoriales de los soberanos con la conveniencia de los pueblos, disputábanse la posesión de territorios, muchas veces sin valor intrínseco ni estratégico; mientras declinaba rápidamente a su ocaso la República comercial de Venecia, porque los descubrimientos marítimos habían producido una revolución en el tráfico, el Imperio ibérico proseguía con ardor la guerra contra la Media Luna, la colonización de sus vastas y dilatadas provincias ultramarinas, y, a la sombra de una paz interior jamás turbada, el fomento de sus intereses materiales.
Si la emigración a las Indias arrebataba brazos a las artes, el Gobierno, siguiendo la senda trazada por los Reyes Católicos, estimulaba la naturalización de los extranjeros, y si la experiencia ponía de manifiesto errores económicos y abusos administrativos, con solícito celo acudía al pronto remedio el poder Real, ajeno a la cortesana molicie, sordo a las influencias personales, refractario al yugo de los validos, y atento solo a las necesidades de los pueblos, fielmente reflejadas en las representaciones de las Cortes.
Esta institución debía necesariamente adquirir notable desarrollo y perfeccionamiento después de varios siglos de práctica no interrumpida ni falseada, y por lo tanto, no es de extrañar que los principios de la Revolución francesa, que perturbaron a Europa y a América, apenas encontrasen eco en Iberia, pues aquí se habían implantado, por medio de una serie de evoluciones lentas y progresivas, derechos y libertades que en otras partes solo pudieron ser conquistados por la violencia.
Mas, si en la esfera de las ideas no ejerció aquel acontecimiento considerable influencia en la Península, túvola, y grande, en la política exterior de la corte de Toledo. En vano intentó esta perseverar en su constante propósito de vivir alejada de las contiendas europeas. Cuando vio amenazadas sus colonias por una propaganda cosmopolita que no había afectado a la Metrópoli, cuando persuadiose de las arterías de la vecina nación y de los manejos de los Estados de la América del Norte, que acababan de emanciparse de Inglaterra, para producir un levantamiento en el Sur contra la madre patria, entonces y solo entonces, echó su espada en la balanza de los destinos de Europa, y su entrada en la Santa Alianza bastó para aniquilar y destruir aquel genio de la guerra, que asombraba al mundo con sus proezas.
Gracias a esta intervención material, la Monarquía ibérica ensanchó sus fronteras hasta el Garona; pero, en cambio, tuvo que resignarse a perder sus extensas provincias del continente americano, donde el fuego de la insurrección se había propagado de una manera formidable durante la guerra con Francia.
La campaña fue encarnizada, aunque corta, pues pronto el Gobierno se convenció de la inutilidad de prolongar una lucha que comprometía sus futuros intereses en la América latina. Entonces, en vez de avivar los odios y rencores con insensatas intransigencias entre las colonias emancipadas y la antigua Metrópoli, propúsose con hábil política suavizar asperezas, vencer obstáculos o infundir a las nacientes repúblicas sentimientos de paz y de concordia.
Animado de este espíritu de conciliación, apresurose a reconocer la independencia de aquellas, alentándolas en los primeros pasos de la vida política, uniéndolas a la Península con tratados de comercio y de alianza ofensiva y defensiva, juntándolas en una confederación sud-americana, y solo reservando para sí algunas islas en el Golfo Mexicano, a fin de que sirviesen de perpetuo vínculo de una misma raza entre el Nuevo y Viejo Mundo.
Esta política, basada en el principio del amparo común y de la defensa recíproca, dio por resultado impedir que los Estados Unidos del Norte, cuando llegaron a verse fuertes y poderosos, lograran dilatar sus límites, como codiciaban, a costa de los ricos territorios de la Alta California y de Tejas; y así la rapacidad de la raza anglo-sajona estrellose ante la unión inquebrantable de la ibérica de ambos hemisferios.
Al amparo maternal de Iberia, las nuevas repúblicas americanas crecieron y se desarrollaron sin discordias intestinas y sin las convulsiones inherentes a los Estados donde no se han arraigado las costumbres políticas; y en el espacio de breves lustros, merced a la riqueza de su suelo, a la inmigración estimulada por la paz, al perfeccionamiento del sistema económico y a los progresos de la civilización, llegaron al más alto grado de prosperidad y de grandeza en el orden moral y material. Así vemos hoy día cruzada la América del Sur por una vasta red de ferrocarriles; explotados los inagotables tesoros de las ricas, vastas y diferentes regiones que se extienden desde el río Sacramento y las Antillas hasta el Cabo de Hornos; surcados los mares por numerosas escuadras mercantiles que enarbolan la estrellada bandera de la gran Confederación meridional; respetada esta por todas las naciones, y viviendo a cubierto de las impertinentes reclamaciones y enojosas oficiosidades de Inglaterra, de Francia o de los Estados Unidos: establecidas industrias para el consumo interior, que han anulado la exportación de las manufacturas extranjeras; abierta la cordillera de los Andes, siguiendo el desfiladero de Bariloche, por medio de la vía férrea que une las florecientes repúblicas del Plata con su hermana la culta y civilizada Chile; y, finalmente, roto a la navegación interoceánica el istmo de Panamá, merced a la iniciativa ibero-americana, sin necesidad de ajeno concurso ni de protección extraña.
¿Deben maravillarnos tales prodigios, si la madre patria, acostumbrada al gobierno de sí misma, legó a la América latina el sentido práctico, la iniciativa individual, la libertad del trabajo, la emancipación del comercio y las costumbres políticas, producto de una serie no interrumpida de sabias y prudentes reformas, que habían convertido a la sociedad ibérica en la más perfecta de Europa, por sus adelantos desde el punto de vista moral y de sus progresos materiales?
Mas, apartando los ojos de las naciones de allende el Atlántico, que son ser de nuestro ser y sangre de nuestra sangre, y rindiéndoles de pasada el tributo de nuestra eterna simpatía, volvámoslos a este pequeño mar Mediterráneo, cuna de la civilización, que, con el transcurso del tiempo y por la fuerza incontrastable de las cosas, nuestra patria, fiel a su tradicional política, estaba llamada a redimir de la barbarie del islamismo.
Mientras adelantaba la conquista y colonización de la costa septentrional africana, la necesidad de la defensa exigió la ocupación de varias islas de Levante, que fueron a manera de fuertes destacados sobre el Imperio Otomano. Como base de operaciones sirvió en gran parte Sicilia, que ya pertenecía a la corona aragonesa antes de la unión de los reinos peninsulares. Las islas Jónicas, de Creta, de Rodas y otras del Archipiélago, y, por fin, la de Chipre, constituyeron el premio de las victorias navales de Iberia, cuyas escuadras acabaron por destruir el poder marítimo de la Sublime Puerta.
Y cuando Turquía, carcomido tronco de árbol plantado en tierra estéril, dio manifiestos indicios de su total ruina; cuando se alzaron los oprimidos vasallos cristianos al grito de independencia, a nuestro auxilio debieron la libertad Grecia, Servia, Bulgaria y aquel noble pueblo rumano, que blasona con legítimo orgullo de su antigua alcurnia española.
Si estas conquistas al Este del Mediterráneo eran de escaso valor mercantil, como puntos de escala, mientras el enemigo impedía el libre tráfico con el extremo Oriente por el mar Rojo, adquirieron una importancia de primer orden desde que se abrió esta vía al comercio, y sobre todo cuando el canal de Suez puso a la Península a veinte días de navegación directa de sus posesiones indostánicas.
La constante protección dispensada por los gobiernos ibéricos a las empresas de general utilidad y conveniencia, produjo la canalización del Tajo, de que hablamos en el capítulo precedente; la del Guadalquivir hasta Córdoba, la del Ebro hasta Zaragoza, y la de muchos otros ríos, ya para la navegación, ya para el riego.
Conforme venían reclamando las Cortes desde el siglo XVİ, pidiendo «que se plantasen montes por todo el reino y se guardaran las ordenanzas de los que había», se fomentó en grande escala el arbolado; previsora medida que redundó en provecho de la agricultura, cada vez más próspera y floreciente, incluso en las extensas llanuras de la Mancha y de Castilla la Vieja, donde con el transcurso de los años, gracias a la influencia de aquel, mejoraron las condiciones productivas del suelo. Innumerables carreteras y caminos en perfecto estado de conservación facilitaron el tráfico por todas partes, y cuando se inventaron los ferrocarriles, Iberia fue una de las primeras naciones en adoptarlos, construyendo en el espacio de cinco lustros muchos miles de kilómetros, sin necesidad de ajeno auxilio; tal era la masa de capitales que encerraba en su seno, y tal el espíritu emprendedor de sus hijos.
Abierto el canal de Suez, las transacciones de la Península con nuestro imperio del Indostán y el extremo Oriente convirtieron a Barcelona en el primer puerto del mundo, por el gran número de buques que lo visitaban, y en el centro industrial más importante, llegando su engrandecimiento al punto de componerse hoy la población de aquella célebre ciudad de dos millones y medio de habitantes. A la vez prosperaron Tarragona, Valencia, Alicante, Cartagena y los demás puertos del litoral mediterráneo, enriquecidos principalmente con el comercio de Levante, mientras que Cádiz, Sevilla, Lisboa, Oporto, Vigo y toda la costa cantábrica entretenían activísimo tráfico con los Estados de la América latina y con nuestras colonias del África occidental.
En las altas esferas del poder domina un sentido político superior a todo encarecimiento, y no se presenta o propone reforma útil y de prácticos resultados, que no se lleve a cabo sin especiosos pretextos, ni negligente abandono, ni parlamentarios entorpecimientos, ni livianos y ridículos temores.
La incompatibilidad de todo cargo público con el de diputado a Cortes ha venido rigiendo desde el siglo XVİ, conforme con los deseos expresados por las mismas, a las cuales atendió siempre la Corona con solícito celo.[**] También procuró esta que las elecciones se verificasen con la mayor libertad, sin influir ni directa ni indirectamente en el nombramiento de representantes.
[**] Las peticiones de las Cortes a que alude el autor son hechos históricos, aunque no los resultados de aquellas. Los procuradores de las Cortes de Castilla se expresaban así en 1573: «Otrosí, porque de venir por procuradores de Cortes algunos criados de V. M. y ministros de justicia y otras personas que llevan sus gajes, se sigue que les parezca que tienen poca libertad para proponer y votar lo que conviene al bien del Reino, y aun otro gran inconveniente, que es que siempre son tenidos entre los demás procuradores por sospechosos, y causan entre ellos desconformidad, a V. M. suplicamos mande que los susodichos no puedan ser ni sean elegidos para el dicho oficio.»
Así es que las Cortes vivieron siempre rodeadas del prestigio que les daba su autoridad e independencia, porque el pueblo veía en ellas el fiel reflejo de las aspiraciones de la opinión pública y de las necesidades o intereses del país.
Mas si tales progresos políticos y materiales se han realizado en nuestra patria en el transcurso de cuatro siglos, ¡cuán grandes infortunios no lloraríamos ahora si la muerte, arrebatando en flor a don Miguel I, último vástago varón de las dinastías nacionales, hubiese elevado al trono español a la casa de Austria, convirtiendo a la nación, señora de tantos pueblos, en feudo de una familia ajena a nuestras costumbres, de distinta raza, enemiga de las libertades populares, obligada a amparar derechos patrimoniales en Europa que ni directa ni indirectamente afectaban a la Península, encarnación del despotismo que inmolaba la razón de Estado a un derecho personal, blanco de los odios y rencores de príncipes poderosos, obligada a defender los disgregados territorios de su herencia, y en fin, sin abnegación ni alteza de miras bastantes para deponer el interés privado en aras del vital principio de la nacionalidad ibérica y del afianzamiento de su unidad política y geográfica!
Acaso entonces no se hubiera podido completar definitivamente la fusión de los antiguos reinos, ni se hubiera constituido esta gran potencia europeo-africana, que la locomotora recorre hoy desde las verdes campiñas girondinas hasta las abrasadas regiones del Sahara, salvando el Estrecho de Gibraltarp merced a un túnel submarino de veinte kilómetros de longitud.
¡Obra gigantesca reservada solo al genio ibérico, como perpetuo testimonio de su elevada y civilizadora misión en el continente africano!